domingo, 22 de junio de 2014


 

 Los tres saltos de las olas

Se había acostumbrado desde siempre a seguir el rito que marcaba el inicio del estío. El agua bautizaba al verano con la intención de purificar lo que a todas luces permanecía puro desde la inocencia de la niñez. Sabía que esa noche, cualquier exceso que empapase la ropa sería aceptado desde la norma que premiaba el impulso. Así, la fuente, cómplice solícita de sus expectativas,  cañeaba a mansalva  las purezas que acabarían siendo arrojadas desde las travesuras y los mejores deseos. Cualquier recipiente pugnaba por ser el elegido a la hora de convertirse en el  artefacto dispensador de tales municiones. Risas, carreras y gestos de mal fingido disgusto alternaban al tiempo que las campanadas del reloj daban la salida. Los juegos se prolongaban hasta bien entrada la madrugada y la recogida de las sillas de anea marcaba el final del rito.

Así lo recordaba esta noche en la que rodeado de los suyos, desde la distancia que los años otorgan, su ayer se había hecho presente. Tres generaciones en torno a la brisa marina que esperaba el turno de la luna para iluminar la senda que les llevaría al rompeolas cercano. Las canas compartidas confabulaban devenires en los que no había hueco para las desdichas. Reían las gracias de sus inquietos sucesores mientras los intermedios intentaban poner un orden que ellos mismos desordenaron hace menos años de los que creían. Quedaban diez minutos y la premura vino a buscarles. En orden inverso a sus edades se fueron acercando a las arenas y creyeron oír en el susurro de las olas aquellas promesas que vieron cumplidas. Con  gallardía se apoyaron en el otro y tres tímidos saltos firmaron en la noche el rito acostumbrado. Nadie supo leer en sus labios las preguntas y respuestas que se dirigieron. Sabían sobradamente las segundas y sólo la luna llena pareció brillar con más intensidad. Lentamente regresaron al cemento haciendo caso omiso a los consejos de aquellos que tantos consejos desoyeron de ellos mismos. Por un momento, el salitre  supo al dulzor de aquellas aguas que bañaron adolescencias desde las carreras que la fuente permitiese al tiempo que el reloj daba paso al verano.    

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