El
pecado de sentir
Sí, creo que es realmente así
como se considera, el sentimiento. Desde
cualquier punto cardinal que se sienta fiscal del mismo, le llegarán todo tipo
de alegatos en contra con los que se argumentarán razones encaminadas a losar
con el hormigón de la tristeza a quien
se atreva a erigirse como abanderado del mismo. Y todo se hará desde el convencimiento
absurdo que la envidia, la timidez, la cobardía o cualquier otra rémora expenda
a la corriente del río corriente que fluye entre tibiezas. Nos hemos empeñado
en empañar el brillo de unos ojos, la luminosidad de una mirada, la belleza de
una sonrisa, sometiéndonos a la norma. Y nada debe ser más anormal que el
cumplimiento de esa norma que penaliza a las emociones, que castra a las
ilusiones, que entierra a las esperanzas.
Vivimos rodeados de seres negros que en un esfuerzo supremo se disfrazan
de grises para disimular su propia penuria y ellos mismos son los que deberían
ser capaces de teñirse su propia piel con los colores del optimismo. Nada se
reprocha al abuso explotador de quien recoge beneficios a costa ajena en esta
sociedad carroñera con sus hijos. Poco se reclama a la justicia cuando se ve a
todas luces su falta de equilibrio por más que las legislaciones quieran
extender la cruz sobre la que dar crédito. Y en cambio, contra el sentir el
ensañamiento aparece como convidado de piedra al que nunca se espera. Decid si
no cómo se catalogaría a quien fuese capaz de regalar una abrazo, un beso, una
palabra amable al primer desconocido con el que se cruzase. Como mínimo se le
tildaría de imbécil, o loco o demente. Quizás obtuviese la recompensa de una
sonrisa que pocas veces sería sincera. Sonaría a precaución tal hecho y quien
la lanzase le pondría el sello de la lástima a tal misiva sin remite. He visto
al pudor vestirse de adulto cuando el imberbe rechazaba un beso de su
progenitor por el qué dirán. He visto mordazas a la espontaneidad por el recato
que nadie dictó pero todos asumieron. He visto, y por desgracia seguimos
viendo, cómo los párpados se visten de bolsas en las que lágrimas no derramadas
han solidificado al llanto. Por eso, y
por alguna razón más que se me escapa, pienso seguir pecando si el sentimiento
llama a mi puerta. Puede que la penitencia no sea merecedora del trono al que
la hemos encumbrado como soberana madrastra del más infame de los cuentos que
siempre acaban mal.
Jesús (http://defrijan.bubok.es)