Y el óscar a la mejor película es para….
Mira por donde cincuenta años después de
protagonizar a dúo aquella famosa película que rememoraba las andanzas de dos
maleantes amantes, Faye
Dunaway Y Warren
Beatty , esta pareja octogenaria, la vuelve a liar. Esta vez sin necesidad de
armas ni de huidas vertiginosas de la policía. Sin precisar de atracos a
gasolineras o a bancos, estos redivivos Bonnie Parker y Clyde Barrow
prescinden de las balas y se sitúan sobre el pescante del escenario para soltar
a modo de ráfaga el premio gordo de los óscar de esta edición. Ese momento
supremo que todo productor sueña ver
convertido en cheque sin firma que reembolsará sus inversiones a modo de
beneficios. Y todo parecerá previsible cuando ella, lance a la sala el título de
la película ganadora. Él, tan seductor como de costumbre, sonreirá. Y desde sus hoyuelos aplaudirá con todos los
asistentes esta última entrega a modo de epílogo de una velada tan anodina como
de costumbre. Los elefantes estrellados cumpliendo con su papel de embajadores
de Hollywood ante el Mundo y todas las elegantes y todos los elegantes
asintiendo. Puede que hastiados de tan larga espera o puede que encantados de
volverse a ver a este lado del camarógrafo. La cuestión estriba en que lo único
que desentonará en ese momento de cierre será el error. O mejor dicho, la
rectificación del error. A lo hecho pecho. Y si dos voces autorizadas dan por
ganadora a una película que no lo es, ¿a santo de qué viene desmentirlos?
Habría que haber impedido el paso a ese señor que como un poseso arrebató el
contenido del sobre al bueno de Warren y no contento con desmontar el
espectáculo, además le dio la vuelta para acreditarse ante todos. ¡Qué poca
profesionalidad! Si la has liado, lo mejor es dejar que siga la noche a ritmo
de equívoco, y aquí paz y después gloria. Daban ganas de desmentir de nuevo al
desmentidor oficial por inoportuno y metomentodo. Daban ganas de poner en
marcha aquel Ford T y salir quemando rueda en pos de un escondite seguro para
la estatuilla en cuestión. Me recordaba a alguna cara conocida cuya máxima
virtud consiste en contar el final de un chiste para hacerse de notar. Imaginad
que hubiese pasado aquel año de Eurovisión en el que Salomé compartió triunfo
con cuatro más si alguien hubiese actuado igual. Posiblemente se habría
desencadenado un conflicto sin parangón y aún estaríamos cavando trincheras
para defender lo ganado. No pasó nada. Se repartieron cuatro como se podrían
haber repartido quince o veinte. O acaso nadie de nosotros no tiene en alguna
leja de su casa una estatuilla que lo acredita como el mejor padre, cónyuge,
amigo, compañero, o lo que sea. Prohíban urgentemente el paso a semejantes
individuos dispuestos a revelar verdades. Realmente, ¿a quién le interesan?