Montreaux, Dijon, Gruyéres y Basilea (capítulo III)
Una nueva jornada se abría entre el frescor de Lausana y el deseo de
devorar kilómetros se alzaba con nosotros. Partimos bordeando el lago Lemán
hasta Montreaux y sobre su paseo marítimo todavía quedaba constancia de los
últimos compases de jazz del festival recién finalizado. Esculturas alusivas
con forma de claves se dejaban inmortalizar ante el desmembramiento de las
carpas que habían sido testigos de ritmos improvisados. Curioso traslado hacia
las inmediaciones de los Alpes de aquellos sonidos nacidos en los clubs
nocturnos en los que los metales, parches,
vientos, cuerdas y voces campaban a sus anchas.Y así, del mismo modo, a
escasos kilómetros, el Castillo de Chillón custodiando a las frías aguas,
imitando al lusitano de Belén. Y un poco más al noreste, Gruyéres,
la encantadora ciudad medieval de
Gruyéres, que se alzaba en lo alto de una colina sobre la que se mostraba
orgulloso un castillo a modo de estandarte de pasadas glorias. A un lado u otro
de los miradores el verde lo cubría todo y el sosiego de los bóvidos pastantes
anticipaba el sentido del gusto sobre los productos derivados de sus ubres. Los
cencerros apenas trabajaban por no ser necesario el recogimiento entre aquel ganado
tan acostumbrado a la calma que disfrutaba de la placidez de Julio. Sus
empedradas callejuelas desembocaban en la plaza que custodiaban los
innumerables puestos de artesanía locales y la plácida sobremesa entre mesones de fondue precisaba de un tiempo de reposo antes de
reiniciar la marcha. Allí pasé revista al estilo político que decidieron los
suizos y no dejé de admirar de nuevo la practicidad de la ley. Si entrar en la
minuciosidad de los detalles sólo resumiré
el hecho de que los acuerdos son por unanimidad y las presidencias corren turnos
sucesivos. Sin duda buscan evitar
acomodaciones al cargo que tan cotidianas nos aparecen en nuestro entorno más
próximo. Un nuevo café vendría a sumarse al suspiro del conformismo y el
impulso por conocer las famosas cataratas del Rhin que se sumaron al trayecto. Y
sin saber ni el cómo ni el porqué, acabamos en Basilea. Allí las únicas
cataratas que se apreciaban eran las que descendían de los letreros luminosos
con un Federer victorioso luciendo reloj de ensueño en una muñeca y raqueta de
triunfo en la otra. De modo que con el penúltimo set de la jornada concluido,
ya de regreso, Friburgo. La tarde empezaba a mostrarse y la constancia de estar
pisando una ciudad sumamente católica no se debía en exclusiva a la Catedral
dedicada a San Nicolás, sino más bien a los nombres bíblicos de la mayoría de
sus puentes. Retrocedimos a nuestro punto de partida y esta vez sí, esta vez,
el melón nos rindió pleitesía.
Jesús(defrijan)