1.
Jesusete
Tenía el porte propio de aquellos que se saben bendecidos por
los dioses y a fe que hacía gala de ello. Espigado, de mirada altiva, como si
de un torero a punto de alternativa se tratase, se mostraba desde la viveza de
su paso que buscaba la arena en el albero circular de su existencia. Movía su
rostro con la displicencia de quien tan acostumbrado está a las contrariedades
como intentando darles una última oportunidad de rendición ante su aplomo.
Coqueto que desde el rechazo sabía teñir las nieves para evitarse los inviernos
que helasen su modo de encarar la vida, cargaba sobre sí con la canana del
ánimo repudiando cualquier asomo de flaqueza. Probablemente le llegó de sus
rojos ese ímpetu y de dicho estilete
tejió al ariete que daba testimonio de sí. Vivió en las cercanías del agua las
trasformaciones que el agua propiciaba y del camuflaje de su vestimenta hizo un
arte alzada la veda. Amaba la vida sabiéndola fugaz, acariciando los momentos,
destilando las emociones. De haber nacido en otros confines el estrellato habría
llamado a su puerta y quién sabe si algún Negrete se habría sentido afónico
ante el reto de encarársele. Habría encabezado al mariachi más pulcro y
seductor en cuyas cartucheras viajarían los requiebros con sabor a tequila y
perfume de espliego. Buscó la intercesión celeste de manos de la cuesta que faldea la fortaleza
y no hubo pendiente capaz de doblegar a sus ilusiones. De las nicotinas que
habitaban en su guayabera se sabe que esperaban ansiosas el momento de prenderse
bajo su bigote mientras el dorado prestaba la llama que les daba permiso. Adherido
a las palmeras que se ufanaban desérticas vivió en la plana como un corsario cuyo permiso de abordaje estuviese abierto a las
fechas que el viento designase. Negó el permiso al adiós para reivindicarle a
las despedidas el dominio absoluto de las mismas y hoy en día su recuerdo sigue
sabiendo a salitre de prensa en cuba de madera. Si por un momento existiese la
posibilidad de juicio seguro que se encaramaba, calzaba el puente de sus
doradas, miraba de frente y espetaba aquello de “¿con qué permiso?” Segundos
después sonreiría como suelen hacerlo los tahúres conocedores de su baza
ganadora y antes de mostrar su triunfo daría por ganada la partida al rival.
Más que nada, para no dañarlo. Tiempo habría para provocar una revancha que
sería, puedo asegurarlo, más acertada.