martes, 31 de marzo de 2015


 

Los puentes y vacaciones

Tal y como el calendario dictaba  aparecían y con ellos la posibilidad de regresar a casa durante unos días. Los fines de semana eran inviables o bien por la distancia o bien por la multitud de requisitos a cumplir entre los que se incluían las autorizaciones expresas firmadas por los padres. Por eso, los puentes y las vacaciones llegaban en nuestro auxilio. Y para quienes nos dirigíamos hacia el interior, la lucha por conseguir un hueco en el autobús de línea se tornaba feroz. A eso de las seis  llegaba y en la parada de rigor de quince minutos nos agolpábamos todos aquellos que nos dirigíamos hacia Cuenca. Por este orden, Caudete de las Fuentes, Villargordo del Cabriel, Minglanilla, La Puebla del Salvador y Campillo de Altobuey constituían las etapas a cubrir en mi caso. Con un poco de suerte en el autobús nos hacinábamos algunos kilómetros quienes no llegábamos de Valencia y obviamente de pie. El trayecto no era especialmente largo, pero las constantes conversaciones entre el conductor girando la vista hacia los ocupantes en su mayoría vecinos o conocidos, no aportaba especial  tranquilidad. Lo de menos era el humo que se expandía por el habitáculo, el olor penetrante a gasóleo o el runrún sincopado de aquellos vehículos. Entre todos ellos no sabría decir quién sería el culpable de las angustias que se pegaban a nuestro cuerpo. De nada servía que hubiésemos adquirido el último número de Don Balón con el que hacer más llevadero el viaje. Ni la constante degustación de los chicles Damel que intentaban hacernos olvidar el mal trago. El insufrible traqueteo que aquellos asientos de escai sufrían se transmitía a los que actuábamos como ocupantes temporales de los mismos y las arcadas apuntaban a salir de un momento a otro. En las sucesivas etapas se bajaban algunos uniformes de faldas tableadas que tan bien lucían aquellas alumnas de Santa Ana y a las que las togas coronaban bajo diademas principescas. La tarde caía y a eso de las siete de la tarde, llegábamos a nuestro destino. Allí, los primeros días, las innumerables preguntas, las respuestas calladas y el sabor de hogar formaban un coro de bienvenida que nos reconfortaba de tantos días de ausencias. Los amigos contarían a su modo las mismas vivencias y en el fondo negábamos lo que ya sabíamos. Sabíamos que meses antes, nuestro camino de ida se trazó y que este regreso al hogar tenía un sello de provisionalidad. Nunca nadie se atrevió a decir a la cara cuánto de caro resultaba hacerse hombre; hubiese supuesto una muestra de fragilidad y los hombres debíamos demostrarnos lo que éramos, aunque nos doliese el alma al reconocerlo.

 

     Los cortes de pelo

Estaba clara la opción imperante de cara a dar buena imagen. Y entre ese reflejo en absoluto se contemplaba la opción del pelo largo. Al referirme a la longitud no estoy mencionando a las extensas melenas propias de la época que cualquier moderno pudiese soñarse  tener como participante en el concierto de Woodstock. Me refiero a la mínima posibilidad de camuflaje de las orejas bajo algún mechón que oficiase de cubre. El canon lo marcaba el perfil que según los curas abogaba por la decencia de las formas. Así que no fue de extrañar que los sucesivos requerimientos de corte estuviesen a la orden del día. Y ante ellos el tira y afloja por parte de alguno de los internos. En más de una ocasión se realizó en la misma tarde el trayecto de ida y vuelta a la peluquería sucesivas veces. Al regreso, el cura de turno miraba desde la tarima de la sala de estudio al encausado, le giraba el cuello y si la medida del corte no era la ordenada, lo encaminaba de nuevo hacia el sillón del barbero. Creo que por aquella época los cortes de pelo a navaja estaban de plena moda entre quienes vestían de chaqueta y corbata habitualmente cruzando a esta última con un alfiler y calzando gemelos sobre los puños. O sea nada que ver con el vestuario o  el look de quiénes éramos la antítesis de los oficinistas o señores de bien. De ahí el absurdo empeño en convertir en réplicas de adulto a los que no lo eran y el más absurdo empeño de luchar contra la estupidez desde el encabezonamiento.  Una tarde en la que se puso de manifiesto el duelo entre el hábito y los pantalones vaqueros, al cuarto regreso de la citada peluquería se zanjó la cuestión tal y como el razonamiento de la época permitía. En base a igualar estaturas desde la tarima de madera, le fueron depositados dos recordatorios en los carrillos a aquel que osó echar un pulso a la norma. Creo que a todos nos dolió por injusta la penitencia. No se trataba de marcar la norma, no. Fue más bien un acto de soberbia ante todo el auditorio para dejar claro quién mandaba gustase o no gustase. Sabíamos que el tiempo acabaría colocando a cada cual en su puesto, independientemente de la longitud de sus cabellos o la rotundidad de sus yemas. Y así fue.
 
Jesus(defrijan)

lunes, 30 de marzo de 2015


 

    Los juegos térmicos

En realidad eran juegos calefactables que añadían calorías a nuestros cuerpos en aquellas jornadas invernales. Entre los más comunes estaba el balonazo a modo y manera de lombarda medieval que buscaba en ti a la diana a la que calentar. Imaginaos lo que suponía el impacto de aquel plástico endurecido por el frío en nuestro cuerpo y os haréis una idea de lo mucho que calentaba. Pues bien, con ser este uno de los mecanismos, digamos que las manos quedaban huérfanas de tal aporte calórico. De modo que se pusieron de moda otros juegos traídos de la imaginación o de la propia cuna como la taba. Los pulcros usaban el hueso porcino acarreado desde casa a modo de homenaje a las raíces. A los menos duchos una caja de cerillas les servía como juez a la hora de determinar los roles de rey, verdugo o víctima. El correazo subsiguiente sobre la mano convertía a las falanges en files exponentes del fuego más propio de una caldera que de un inocente juego infantil. Aquí los hermanos Borjabad eran unos virtuosos a la hora de rotar la susodicha taba. No recuerdo haber visto a Migue pagar jamás en semejante juego. Y si con todo esto no era suficiente, el abejorro se ofrecía como opción ciega. Veamos las normas. Un reo al azar se situaba de espaldas a varios verdugos que al imitar el zumbido del abejorro le descargaban un manotazo sobre una de sus manos vueltas sobre su costado y de modo ciego debía adivinar el nombre de quien le había soltado el guantazo. Al final se calentaban por igual las manos el receptor y el emisor. La buena fe se les suponía a los que estaban a las espaldas a la hora de no mentir si eran descubiertos. Lo dicho, se les suponía. Hubo veces en las que el pagano no se logró explicar su enorme mala suerte mientras su mano ardía. Con un poco de clemencia se le permitía cambiar de mano receptora, sobre todo para igualar el aumento de tamaño en ambas. Dejaré a un lado a aquellos saltos de churro,  mediamanga y mangotero por si en la actualidad alguno a los que por edad le empiecen a doler los huesos de la columna decide echarle la culpa a aquellos impactos a modo y manera de caballos cimarrones. Lo que no he podido evitar es la sonrisa cada vez que por casualidad aparece ante mis ojos una caja de Atrix o de Nivea que tantos ungüentos proporcionaron a  la epidermis de aquellas víctimas.

Jesús(defrijan)

sábado, 28 de marzo de 2015


 

   Las oraciones en la escalera
Después de las múltiples horas de clases, patios y demás, una hora de estudio final cerraba la jornada. Salvo que el cura encargado de la vigilancia no decidiese prolongarlo, claro estaba. Si así lo hacía el sueño se anticipaba a los párpados y allí aguardábamos a que su caprichosa espera terminase. Aún sigo viendo la sonrisa entre aquellos mofletes regocijándose ante el tormento sin motivo alguno. Y llegaba de momento de ascender a los dormitorios. Allí, antes de acceder a los mismos, nos apoyábamos sobre la pared que abrigaba a la escalera de caracol y esperábamos el momento de cierre con la oración preceptiva. Nuca se borrarán de mi memoria aquellas escasas ocasiones en las que el fallecimiento de algún familiar venía a recibirlas en nombre de todos. Si de por sí ya era suficiente pena estar alejados de los tuyos, el hecho de recibir la noticia luctuosa, aumentaba el dolor. No recuerdo su nombre por pertenecer a cursos superiores, pero a uno de los internos, el abatimiento le vino de esa manera. Un hermano suyo, menor que él, había fallecido de meningitis dijeron. En ese momento por mayor o menor fe que te moviese, la solidaridad se mostraba voluntaria y por más que las palabras faltasen el sentimiento común se enlutaba.  Era tiempos en los que la correspondencia por carta semanal nos unía a los nuestros y las conferencias a cobro revertido los jueves por la tarde colapsaban la centralita de la cuesta. Por eso la recepción de una llamada fuera de horario en el colegio anticipaba pesimismos y no eran bienvenidas. Éramos tallos en pleno crecimiento y la hoz de la muerte nos era extraña o así la solicitábamos. Aquellos que redujimos nuestra convivencia familiar por motivos de estudio a un tercio de los años, sabemos qué significa vivir en esa inquietud.  Fueron años de anteponer razones a emociones  y nunca fue más palpable la dilución del mal de muchos en el consuelo de todos. En aquel pasamano de madera que ascendía dos pisos, las huellas de las oraciones mantenían la callada esperanza de no ser nunca el objeto de dedicatoria de las mismas al terminar la jornada que restaba jornadas a nuestra estancia en el colegio. Nadie quiso ser consciente de la soledad acompañada,  porque hacerlo habría demostrado claramente nuestra  debilidad y eso no era permisible entre aquellos proyectos de hombres que éramos nosotros.

Jesús(defrijan)

viernes, 27 de marzo de 2015


     Los consejos al pie de la letra

Efectivamente, al pie de la letra fueron seguidos los consejos dados desde casa. Supongo que cierta paranoia comenzó a anidar en aquel tierno infante que era desde la cumplida obediencia de los mismos. Estaba claro que tal y como me manifestase ante los demás, así se manifestaría la imagen familiar y no era cuestión de mancillarla de ninguna manera. Por eso, entre todas aquellas recomendaciones, la que más me llamó la atención fue al encaminada a evitar las supuestas trampas promovidas desde la autoridad. En concreto se me advirtió de la posibilidad de poner a prueba la decencia de cada quien. Así debería estar vigilante a la aparición casual de algún billete de veinticinco o de cien pesetas en los bajos de mi colchón. Caso de que tal envés de mi descanso se mutase en provisional caja inesperada de caudales debería comunicarlo inmediatamente para con ello dar fe de mi integridad personal y por ende familiar. Omitiré los interrogantes que a mi alrededor dejé sin contestar entre quienes dormían a escasos centímetros. Creo que si alguno lee esto acabará entendiendo el porqué de mi constante mirada a la búsqueda y devolución del inexistente billete que durante semanas llevé a cabo mientras las camisetas de licra desprendían rayos de electricidad estática al desnudarnos y cubrirnos con el pijama. He de confesar cierta desilusión ante la ignorancia hacia mi persona por parte de los curas. O me tomaban por incapaz de delinquir bajo ninguna tentación, o carecían de billetes que diseminar por los somieres de muelles, o las sospechas hacia aquellos a los que se les suponía tramperos franciscanos eran infundadas. Con el paso del tiempo fui entendiendo en donde están los límites de la suspicacia ante la sospecha. Y también con el transcurso de los años no logré quitarme de encima la sonrisa cada vez que por recomendaciones del fabricante he de darle la vuelta al colchón. Creo que en el fondo confío en la aparición de algún billete de curso legal y empiezo a dudar de mí mismo a la hora de optar por la localización del dueño del mismo. Allí comenzamos a perder la inocencia que tanto nos había acompañado en los años previos y que en algún caso ya no regresaría jamás. Allí comprendí como existen consejos que se han de seguir a rajatabla y consejos a los que no se han de de dedicar demasiado tiempo.

jueves, 26 de marzo de 2015


 

    El dentista

Sin duda alguna aquel chocolate de las meriendas tuvo gran parte de culpa en la aparición de las caries. Era de una dureza similar a los adoquines de cualquier pórtico románico y el sabor destilaba un punto de algarrobo entre las pupilas gustativas que aún no se ha olvidado. Sea como fuera, las caries llegaron. Y con ellas las preceptivas visitas al afamado dentista al que años atrás acudiera mi padre en sus años jóvenes y no tan jóvenes. Por edad, el buen señor había delegado en su hijo y la maestría se daba por hecha. Así que cuando las primeras banderillas a modo de agujas limpiadoras se tornaron en topos barreneros entre mis muelas di por válido el aguante  como precio a pagar por tan magna labor. Ver acercarse al diestro y empezar a temblarme la quijada era todo uno. La sugestión no estaba invitada por más que de sus labios saliese la reprimenda. Según el buen hombre, en base a su pericia y tacto, era imposible que un nervio ya dormido, acusase un dolor. Dormido no, eliminado, extinto, fuera de circulación. Por eso, ni siquiera los lagrimones que surcaban mi rostro a modo de reguerones, tenían razón de ser. Pero aquello, lo negase él, o el más afamado sacamuelas, seguía doliendo. Sudé el sillón, apreté incisivos y vi cómo mi boca se convertía en la celda de tormento que ni siquiera Torquemada diseñase en sus años de máxima lucidez. No había forma de hacerle entender que mis quejas no nacían del temor infundado, no había forma. Hasta que compadecido de mí, al cabo de meses de tormento, la enfermera sugirió la idea de realizarme una radiografía. Ya casi me daba igual ante el harakiri, así que no me pareció mala opción, y al dentista tampoco. Y ahí salió el testigo de cargo a testificar a mi favor. Evidentemente quedaba clara la culpabilidad. Una ramificación nerviosa de la muela contigua y sana, al contactar con las dichosas agujas, protestaba ante mí. Silenciaron  o quisieron silenciar su falta de previsión pero fui consciente de la bisoñez del que se tenía como docto heredero del oficio de su padre. Con ello, con su torpeza consiguió de golpe que no volviese a temer jamás a los dentistas, que odiase a perpetuidad al chocolate garrofero y que supiese mi nivel de resistencia ante el dolor físico que hasta entonces desconocía. De modo que cada vez que alguien se queja de cuánto le duele la ortodoncia cuya base es fundamentalmente estética me parto de risa.

miércoles, 25 de marzo de 2015


     Alicia

No recuerdo cual era su apellido, pero su nombre sigue presente en el boceto de la memoria. Cursaba estudios en Santa Ana y a todas luces era un espíritu tan inquieto como rebelde. La típica alumna que debía caer bien por sus argucias a la hora de desenvolverse entre los hábitos autoritarios de las hermanas vigilantes. Pertenecía al primer curso de los últimos cursos a los que se les permitía ciertas licencias a la hora de vestir fuera del colegio y cuyos horarios de regreso en los días festivos prolongaban los minutos al mismo ritmo con el que se acortaban las faldas. Azabache el color de su peinado que conforme a la moda lucía la toga de rigor que enmarcaba la finura de su rostro. Pocas veces la sonrisa tuvo mejor exponente y nadie con tanta frescura cruzó por mi vida. Supongo, o mejor, afirmo, que los años cumplieron con su ritual a la hora de manifestarse entre los que ya comenzábamos a afeitarnos. Primeras ilusiones que nacían del enamoramiento que sólo se tiene cuando se tiene esa edad. Ella ocupó los minutos que los temarios ignoraban y entre movimientos armónicos simples o reacciones químicas no hubo ninguno que alcanzase el nivel que ella provocaba. Pertenecía a un grupo en el que la reina se encelaba por no entender cómo sus dorados tirabuzones no alcanzaban el éxito que esta pizpireta conseguía. Era cuestión de empatía y mientras una impactaba para después enfriar, ella, Alicia, impactaba para prolongar su presencia con el brillo de su simpatía. Creo que la Eva María que sonaba de fondo como princesa playera en realidad debió llevar su nombre para hacer más creíble la historia que cantaba al amor adolescente. Y sin duda alguna, estar a su lado, por breve que resultasen los momentos en la Alameda, acabó sabiendo a las mil maravillas que su propio nombre reclamaba. Estoy seguro que seguirá sonriendo de ese modo tan encantador capaz de derretir a todo aquel que se atreva a encararse con ella. Quizás la falda plisada de cuadros escoceses tableada reposa en algún álbum de fotografías que el tiempo ha ido enmarcando para dar testimonio de aquel tiempo de esperanzas. Quizás, sólo quizás, en alguno de sus recuerdos, un hueco me pertenezca y siga pensado que a pesar de todo mereció la pena el habernos conocido. Seguro que sonreirá y volverán a mí el sabor de sus labios.  

martes, 24 de marzo de 2015


    Ocio

Menudo de estatura y con una grandeza de ideales que revestían su cuerpo, se encargó de la parte física que a modo de campamento falangista nos impartía dos veces por semana. A la dureza del clima se le añadía la del cemento del patio que en sus clases se convertía en simulacro de anfiteatro romano en el que ejercitar el cuerpo. La instrucción era ausente de sus requerimientos y el salto del potro, la travesía del plinton o el salto de altura a rodillo se unían al lanzamiento de peso en la parte gravada del patio. Desde allí, tomando la senda paralela a la pared vecinal, la inexistente pista de cien metros la recorríamos a toque de silbato en trayecto de ida y vuelta. Sigue siendo un misterio el cómo sobreviví a la única voltereta sobre el potro con la que casi me parto la crisma. Sólo diré que el bueno de don Antonio sabía hacer la vista gorda sobre las aptitudes escasamente atléticas de más de uno entre los que yo me encontraba. A ese hándicap le restábamos la pasión desmedida por el fútbol que a modo de premio nos permitía practicar en la sesión vespertina de su clase los viernes de tres a cuatro. Sé que tras su camisa azul mahón y sujetos a su corbata negra residían los sueños inalcanzables de una revolución que acabó siendo la no soñada por él y tantos como él. Se dejó llevar por el tiempo de los cambios y supo reponerse al luto que como padre le tocó pasar. Su pelo engominado hacia atrás y su mirada directa hablaban por él más de lo que él mismo sospechaba. Por eso aquella tarde en la que alargamos su clase de viernes la rabia contenida cubrió su rostro cuando fuimos abofeteados por el padre Dionisio en fila ordenada al haber incumplido la norma que el horario imponía. Una vez más, desde el tono afrancesado que dictaban esas sotanas   los carrillos cobraron color púrpura por haber cambiado el horario sin permiso.  Don Antonio Ocio se solidarizó con nosotros y me consta que habló en nuestra defensa. Sé que fue nombrado alcalde de Utiel en esos años de últimos suspiros y esperadas bocanadas de libertad más allá de las que el Movimiento Inmóvil soñó perpetuar. Aquel paso vivaz que el humo del tabaco envolvía ha vuelto para hacerse un hueco, como siempre, sin exigir la primera fila, que por méritos mereció.

lunes, 23 de marzo de 2015


 

    Las visitas periódicas

Con cierta regularidad solíamos recibir la visita de nuestra familia el domingo acordado. Si la época era invernal  El Vegano solía ser el lugar escogido para comer y compartir experiencias con ellos. Tras la misa de rigor, y previo aviso, salíamos acompañados a pormenorizar los acontecimientos vividos desde la última ocasión. Normalmente callábamos las penurias para no agravar más el desaliento que nuestra ausencia obligada les proporcionaba y dirigíamos los comentarios a lo meramente lectivo. Está de sobra mencionar el silencio sepulcral que se tendía sobre las  fechorías y las subsiguientes penitencias. En el intercambio de opiniones con el cura de rigor aparecieron los conceptos como cinismo, peloteo o falsa camaradería que nos resultaban ajenos a los que éramos casi a diario ignorados reclusos. De cualquier forma no se trataba de empezar el domingo levantando las cartas sobre el tapete para sacar a la luz las falsedades. La cuestión era el darle pasaporte rápido a los minutos de tutoría y pasar el día fuera. Allí los esfuerzos por hacerme entender conceptos matemáticos sobre una servilleta de papel mientras la paella llegaba daban fe de cuántas carencias teníamos quienes nos considerábamos sabedores. Aún recuerdo los ímprobos esfuerzos de mi progenitor para enfocar mi futuro hacia la sanidad; más concretamente hacia la otorrinolaringología, por ser uno de sus mayores pacientes. Todo esto transcurría mientras el invierno se hacía dueño. Pero llegado el buen tiempo, el picnic en la explanada de la ermita de la Virgen del Remedio, cobraba protagonismo. Aún conserva la mesa de camping aquel sabor de recuerdo a tortilla de patatas y el de pollo frito con tomate. Lo cierto y verdad es que aquellos que vivimos esa etapa siempre hemos tenido un déficit de convivencia que la razón impuso y el corazón penó. La llegada a la edad adulta se cobraba un peaje excesivo por más que intentasen nuestros padres no demostrar dolor. Pronto llegaríamos a la edad en la que entenderíamos el porqué y lo asumiríamos. Mientras tanto, aquel chándal azulón con ribetes blancos y rojos iba menguando como menguaban los días que nos restaban para abandonar el internado y en los pies tomaban feudo las botas de lona John Smith, o las Keds, o las Boxer que tan de moda estaban. A su vez, las primeras ilusiones, las primeras miradas de conquista, los primeros rubores, los primeros besos, llamaban a la puerta.

domingo, 22 de marzo de 2015


 

   El latín

En aquellos planes de enseñanza que nos tocaron sufrir, el aprendizaje de la lengua clásica se daba por descontado. Hasta  entonces, la mayor aproximación a la misma había resultado de la audición de las letanías en los rosarios o las réplicas y contrarréplicas en los responsos de los funerales. De ahí que la vuelta atrás en los vocablos se presentase tan atrayente como penosa en algunos de los casos. Las declinaciones no tenían término medio entre el odio o la veneración y a más de uno se le adosó sobre la piel la toga invisible de senador romano a la hora de las traducciones. A casi todos menos a uno a quien el pudor me impide nombrar. Lo cierto y verdad es que entre los avatares del Imperio Romano expuestos en las guerras de la Galia y aquellas escaramuzas de las legiones más allá del Adriático, la confusión estaba más que presta a salir a la menor ocasión. Y así fue, efectivamente. Y no fue en otro papiro más que el que provenía de la traducción apoyada en el diccionario Vox que tantos auxilios nos prestó. El tema estaba en cómo Julio César ordenó a quien sería su futuro traidor, Bruto, a que sacase a sus naves del puerto de Ostia. Creo que la conciliación del idioma, de la historia y del poco estudio forjaron la tríada perfecta para asumir el disparate supremo. De aquella noble oración que rezaba “César mandó sacar las naves del puerto de Ostia a Bruto” se derivó aquella  otra en la que los términos cambiaban a mayor gloria del traductor. Bruto pasó a ser el calificativo de César y al puerto se le añadió una hache a modo y manera de sacrílega  forma sinónima de golpe rotundo. Cuando el susodicho pronunció tal crónica a voz alzada hasta el Vesubio interior del cura encargado comenzó a erupcionar. Las subsiguientes carcajadas sólo lograron calmarse al tronar las sucesivas amenazas nacidas de la laringe de aquel hábito marrón. Creo que desde entonces, cada vez que anuncian un crucero por el Mediterráneo no dejo de pensar si hará escala en Ostia y Bruto renacerá con tantos bríos como en aquella ocasión a modo de titán invencible.  Estaba claro que aquel paso del Rubicón hacia el aprendizaje nunca tuvo mejores esloganes con sus “la suerte está echada” o “llegué, vi y vencí”  .Una pena que no se sigan exigiendo en los currículos, sin duda. 

sábado, 21 de marzo de 2015


 

   Las taquillas llamadas armarios

Solían medir unos cincuenta centímetros de ancho y poco más de alto aquellas que se vestían de contrachapado. Un candado daba acceso a tres lejas en distintas capas que descendían hacia las patas mientras en el hueco superior una barra esperaba a las perchas. En ella, con mejor o peor fortuna, colgaríamos los atuendos que no llegaron a ser uniformes y que tantas jornadas nos cubrieron de las intemperies. Cada vez que alguno de los internos abría sus puertas a la visión de sus pertrechos, la exhibición de los mismos, hablaba por él. Los había ordenados y pulcros y los había caóticos. Entre aquellas seis paredes de tablero convivían los ajuares convenientemente numerados con las vituallas que de cuando en cuando pedían hueco. Por eso no era de extrañar ver que el gel de Legrain enmudecía al lado del bote de leche condensada que aumentaba la concentración de los desayunos. A la izquierda del dentífrico callaba su presencia el frasco de colonia que intentaba poner un toque de lavanda al encierro. Más abajo, alguna barra de salchichón aguardaba su turno ante el posible famélico que necesitase de sus auxilios. Y por supuesto, las sempiternas latas de conserva que suponían el sumum de la delicatesen en aquellas jornadas invernales. Con el tiempo se fueron añadiendo los arsenales minúsculos de bebidas alcohólicas que clasificaban  a sus dueños en insignes bodegueros según y cómo su generosidad en compartirlas se manifestase. Alguna que otra revista subida de tono para la época formó parte de la biblioteca semioculta. Y cuando digo subida de tono, me remonto a aquellos años y sonrío. Nada que ver, nunca mejor dicho, con lo que hoy se publica, nada que ver. Eso sí, si por chivatazo, peloteo o sospecha, aquellas publicaciones como la conocida Personas llegaban a manos de la lascivia vestida de marrón, era requisada en el acto.  Imagino que la no destrucción inmediata de la misma a ojos vista de todos no tenía otro fin que el pasar la censura conveniente en la celda personal del requisador en cuestión. Nunca tuve certeza de ninguna devolución a sus dueños. Por eso cada vez que sigo pensando en los nudos que trenzaban y atestiguaban los votos franciscanos no dejo de sonreír. Sé,  o creo saber, que uno era pobreza; sé, o creo saber, que otro era obediencia; el tercero buscadlo vosotros que a mí me da risa.      

viernes, 20 de marzo de 2015


 

     Las películas radiadas

Tal y como ya comenté, no era corriente el ausentarse durante los fines de semana a los lugares de origen. Salvo expresa petición familiar o por alguna causa de fuerza mayor, el sábado y el domingo seguían formando parte de nuestro deambular interno. Pero de vez en cuando, para algunos, la ocasión llegaba y partían hacia su domicilio. La cuestión estribaba en que al regreso, la noche del domingo se presentaba de lo más animada. Una vez apagadas las luces tras el previo paso por los aseos, aquel afortunado que había disfrutado del fin de semana fuera del internado, aclaraba la voz y el silencio se hacía presente. De su garganta fluían los argumentos vividos en primera persona en tal o cual cine de la ciudad al que había asistido y del que nos hacía partícipes. El público que constituíamos los cuerpos yacentes aún no dormidos íbamos poniendo decorados y rostros a todo lo que el narrador exponía. Nadie se cuestionaba si la hipérbole aparecía entre el ánimo de quien ejercía de contador. Nadie ponía en duda sus efusivas referencias a los tejemanejes del guión que lo había tenido por testigo y del que ahora comulgábamos todos. Las innumerables versiones rondaban por las cabezas de quienes escuchábamos absortos y envidiábamos la posibilidad de poder asistir a cualquiera de aquellas salas. Supongo que las versiones de las radionovelas vespertinas tuvieron sus mejores imitadores en aquellos locutores que tan profesionales se mostraron. Recuerdo especialmente las reprimendas que recibía aquel que osaba interrumpir para afianzar su propia puesta en escena. Era cuestión de priorizar la audiencia común al detalle individual y en ello  Huerta era un maestro. Enmarcaba como nadie aquellas escenas de sombras chinescas que la pantalla de la imaginación recibía gustosa. Con la distancia que el tiempo otorga estoy por asegurar que realizó más de una versión libre sobre aquellas proyecciones que sufrían censura franquista y que según él había visualizado sin cortes. No fue el único y al terminar de narrar, los aprendices de Alfonso Sánchez, aquel famoso crítico cinematográfico  tanto por su tino como por su tono de voz, emitíamos nuestra valoración a la espera de una nueva proyección radiada. El lunes se anunciaba y una semana más de rutina nos esperaba. Poco a poco la tramoya del sueño se apoderaba y cerrábamos el telón hasta una nueva función, que sería, como siempre, radiada y vivida.
Jesús(defrijan)

jueves, 19 de marzo de 2015



 
        Luciano

Esta tarde la somnolencia de la sobremesa viene a arropar el recuerdo de aquellas vísperas no tan lejanas en las que celebrábamos su día, el de todos los padres. La celeridad del almuerzo la propiciaba su extrema puntualidad, y como cuadrilleros de honor, le acompañábamos a su cita taurina. Siempre creyó entender, y he de confesar que se le conquistaba con un buen par de banderillas. El resto de la liturgia se daba por válido. Nos turnábamos en la labor de oyentes ante su exclamación categórica de haber presenciado la mejor faena de su vida. ¡Qué equivocado estaba! La mejor faena  sin duda era ser nuestro padre. Nos relató cien y mil veces sus comienzos en el comercio, su devoción por Segovia, sus cinco años de mili en ambos bandos, sus logros como corresponsal de tres bancos…Su vida se ceñía de formalismos y formalidades que permanecen en los intramuros de nuestra familia. De él aprendimos el valor de la honradez y la firma de la palabra dicha. Y como coletilla de sus labios el “no sabes cuánto te quiere un padre hasta que tú lo eres”. Sé que detrás de su máscara de rectitud se escondía un alma generosa con el débil y protectora amante de los suyos hasta decir basta. Antepuso la sangre a su propio beneficio y rumió sus decepciones con elegancia y señorío. Que en los ratos de asueto fue el alma de la fiesta podrían aseverarlo quienes viajaron con ellos en las excursiones programadas. Decía, y he de creerlo, que mi nombre se lo debo  al contrato verbal que firmó una Semana Santa al procesionar a Jesús el Nazareno. Su labor de costalero tuvo en mí su recompensa. Por eso a veces, ahora que la vida me ha colocado en esta parte del burladero, me pregunto si seré capaz de dejar como legado a mis hijas un compendio de ejemplos que les puedan  al menos guiar. No para que actúen como nosotros queremos, no. Su vida les pertenece y han de saberla vivir, con errores, aciertos, fracasos,… Sino para que cada vez que vuelva a asomarse un diecinueve de Marzo, sonrían, y se digan a sí mismas que son unas afortunadas por haber tenido a un padre como yo. Ellas saben de sobra que sus aciertos les pertenecerán  del mismo modo que sus errores serán culpa nuestra. Quizás dentro de unos años, se encarguen de relatar a los relevos de la sangre, las mil y una anécdotas que han conseguido hacerme, después de haber sido hijo,  el padre más feliz del mundo. Y ahora os dejo. Acaban de sonar en mi recuerdo las cinco, los alguacilillos abren la tarde y mi padre ya ocupa su localidad. Esta vez le acompañamos todos. 
 
 

miércoles, 18 de marzo de 2015


 

     El pelota guardián

Juraría que es él y sólo el temor a equivocarme me ha impedido acercarme a preguntárselo. Bueno, el temor no, más bien el ímpetu irrefrenable que desbocaría a mi puño buscando como final su mentón al que tantas veces soñé acudir sin previo aviso. No es que me tenga por violento, no; pero saber que aquel que actuó como guardián de silencios en las horas de estudio, aquel delator inmisericorde que buscaba más la aprobación  del amo que se ausentaba para fumar que el propio compañerismo, creo que se merece que la historia le recuerde sus malos actos con un buen crochet de derechas que lo noquee o lo deje sonado un rato. Menudo elemento era y sospecho que sigue siendo. Cada vez que el concepto de chivato pelota aparece, su rostro  se hace presente. A él le debemos múltiples castigos nacidos de una lista a la que nos fue sumando el cetáceo en cuestión. Exhalaba por sus oídos lo que por su boca no podía para mayor gloria y satisfacción de su protector. Aceptar ser el perro guardián sin ser felino cuadrúpedo, por más doméstico que parezcas, sigue aportándote la más viva imagen del perro sin pedigrí. El destino me lo ha puesto próximo y me han llegado a la memoria los rostros enrojecidos de quienes soportamos manos ejecutoras sobre la piel desde la enumeración que este esbirro caligrafiaba. Así que tengo un duelo interno que me atormenta y no sé qué opción tomar. O soltarle un guantazo a modo de recordatorio mientras le miro a la cara con la esperanza de que su flashback haga el resto, o soltarle un guantazo a modo de recordatorio y entregarle una lista en la que sólo figure su nombre. No sé, no sé. Tendré que meditarlo tranquilamente y quizás preguntar al recuerdo de mis amigos para no verme obligado a ser el único en opinar. Lo que pasa es que probablemente me encarguen de su parte algún tortazo y tampoco es cuestión de hincharle más los pómulos. Pero que no me quedo con las ganas de hacerle saber quién soy y cuánto le debo, de eso no tengo duda. Al modo de pagarlo  le seguiré dando vueltas. Pero que va a cobrar, eso está más claro que el agua. Entonces igual se arrepiente cuando vea qué poco se consigue siendo el ayudante del carcelero por más prebendas que te prometa y carantoñas te dedique.

martes, 17 de marzo de 2015


 

     El viaje soñado

Dos años faltaban para realizarlo. Por lo tanto había más que tiempo suficiente para elucubrar sobre destinos. Así que lanzamos el cabo de la brújula de la ilusión y empezamos por Grecia. Bueno, realmente, por Grecia o Egipto. Había dos opciones y a veinticuatro meses vista tampoco era cuestión de ponerse drásticos. Ambos destinos apetecibles, ambas culturas dignas de ser visitadas. Los números cuadraban perfectamente entre quienes manejábamos los cálculos con o sin regla. Tantos somos, a tantas papeletas de sorteo vendidas, tanto beneficio obtenemos. No había duda, era factible. De modo que comenzamos con tres premios de tronío. El primero, un Seat ciento veinticuatro Sport o un Mini; el segundo premio, una Bultaco Lobito; el tercer premio, un televisor en color de los primeros del mercado. La cuestión era tal que sobraba dinero como para hacernos acompañar de quien decidiésemos. Ingentes beneficios que darían con nuestros huesos en la Acrópolis ateniense o en el Valle de los Reyes a todo tren. Así que el primer año de la cuenta atrás había empezado con buen pie. Llegó el segundo año y no sé si alguien recuperó la sensatez o la desilusión se hico un hueco. El hecho estuvo en que nos olvidamos del deportivo y con ello olvidamos a  Grecia, dijimos adiós a Egipto y pensamos en el Renacimiento, en Italia. Los premios seguían en pie, excepto el ciento veinticuatro sport que se acabó convirtiendo en un ochocientos cincuenta. Así pasó, para no redundar en las decepciones, el penúltimo año de espera. De modo que llegado el final de bachiller dejamos a un lado al coche, renunciamos a la Bultaco y dimos carpetazo a la televisión en color. La cesta de navidad suplió a todas las quimeras anteriores y ni siquiera la esperanza de que no saliese un agraciado pudo consolarnos. Le tocó a Rafael, tío de mi amigo Teo, y en esos beneficios creo que no cubrimos ni las garrapiñadas que completaban dicha cesta. Atrás quedaba el recuerdo de aquel viaje a Mallorca y como no era cuestión de repetir,  Ibiza no resultó mal destino. Esta vez la salida fue en hora y día correctamente comprobados y de la llegada al  hotel Victoria o de las andanzas propias de quienes ya teníamos dieciséis no diré más. Que cada cual se haga una idea de lo que llegó a suponer el desembarco hormonal en la Pitiusa e imagine. Supongo que aún existirá la discoteca Xaloc y que será prudente a la hora de testificar si llegase el caso.

 

lunes, 16 de marzo de 2015


 

   El quiosco interior

Nació como fuente de ingresos para aquellos que cursábamos el último año de internado. Justo en el hecho de la escalera, en la planta baja se ubicaron dos armarios de madera que servirían de almacén de provisiones. La idea era convertir los minutos de recreo en una expendeduría de todo tipo de apetencias. Ahí, refugiados del resto, los almuerzos se tornaban más apetecibles. Pasteles de chocolate competían con tortas de coca de yogurt para aliviar al hambre matinal y a la par  conseguir unos ingresos para el viaje de final de curso. Dado que el dinero circulaba con escasez, se nos antojó imprescindible la puesta en marcha del crédito. De modo que conseguimos la cesión de una carpeta de anotaciones en las que puntualmente aparecerían los deudores con su deuda en forma y fecha  convenientemente anotadas. Al cabo de  un tiempo, cuando la visita familiar se produjese, dicha deuda quedaría saldada. Creo recordar que el sistema de crédito sólo lo hicimos válido para el personal interno, ya que el externo o mediopensionista podía pagar al contado y no era necesaria una bula especial para ellos. Ahí empezamos a entender conceptos como condenación de deuda, intereses cero, bancarrota…De nada sirvieron las innumerables promesas de seriedad que nos hicimos los aprendices de comerciantes y cajeros de aquel banco. Allí se apuntaba quien se apuntaba y quien no se apuntaba se olvidaba de su deuda. Cada día las provisiones menguaban y la recaudación se limitaba a unos nombres caligrafiados sobre aquel bloc de tapas rosas que acumulaba cruces y deudas. Unos regalaban a quienes les pasaban apuntes, otros hacían la vista gorda ante su amigo del alma, otros olvidaban apuntar al momento y dejaban de recordar al deudor. Total, un negocio absurdo, pero eso sí, divertido. De cualquier forma, el viaje soñado que se diseñó años atrás estaba a punto de realizarse y tampoco era cuestión de desistir por no haber conseguido suficiente financiación con los fosquitos o las caracolas de chocolate no cobradas. Porque sí, eso sí, además de concluir nuestro bachillerato en aquel internado del mejor modo posible, el viaje daría el toque de esplendor definitivo a aquellos años de convivencia. Ya habíamos viajado a Mallorca y esta vez sería un destino mediterráneo. Ya que el Mare Nostrum es tan amplio, las opciones empezaron por el Peloponeso y acabaron en…..Definitivamente la ilusión por viajar no iba de la mano de la financiación adecuada.

Jesús(defrijan)

viernes, 13 de marzo de 2015


 

 

     El cubo del hippy

El curso había avanzado lo suficiente como para ubicar a cada quien en su escalón de clase. Más inteligentes, menos inteligentes, más trabajadores, menos trabajadores, más cualificados, menos cualificados. Total, que a lo variopinto de la situación se le solía añadir alguna salida de tono que venía a romper la monotonía de las clases para regocijo general. Y tal sucedió aquella vez que nos tocaba trabajar con los prismas, ortoedros y todo tipo de figuras geométricas. Estaba clara la dificultad de plasmar en perspectiva lo que se exigía bidimensional sobre una pizarra negra y con algo de práctica acababas consiguiéndolo. Se abrió la carpeta de notas y sin necesidad de pedir voluntarios fue sacado a la tarima aquel que respondía al sobrenombre de hippy. Desde su look absolutamente rompedor rayano en lo permisible, su pantalón vaquero con flecos deshilachados en los bajos acompañaban a su cazadora vaquera sobre la que la psicodelia intentaba hacerse un hueco a lo flower power. De modo que ensimismado en sus pensamientos entre los que no figuraban los poliedros salió a escena. Le fue solicitado el trazo de un cubo y decidido tomó tiza. Quizás si se hubiese mencionado el trazo con el nombre ortodoxo de hexaedro habría tenido suficientes pistas, pero no fue así. Cogió el yeso entre sus dedos y sin temblor alguno dibujó el perfil de un cubo. Efectivamente, un cubo como el que habitualmente usaban nuestras madres para acarrear agua cuando era necesario. Al acabar y quedarse muda la clase la carcajada subsiguiente le sacó de su error. Rápidamente reaccionó y antes de que las últimas risas dejasen de oírse, le añadió un semicírculo en forma de asa con la que el boceto quedaba perfecto. Los ojos desorbitados de la hermana Gregoria no daban crédito. Lo que tenía que ser una explicación tridimensional sobre el cloruro de sodio acababa siendo un recipiente sobre el verter líquidos. Aquella última pincelada acabó por provocar el delirio más brutal que quijadas de compañeros hayan emitido nunca. Aquello marcó un antes y un después en el mundo de la geometría y demostró suficientemente la imposibilidad de casación entre el diseño matemático siguiendo las directrices clásicas y el sueño californiano de paz y amor. No dejo de tararear para mis adentros a Jim Morrison cada vez que por circunstancias varias, escasea el agua y ha de hacerse acopio para futuros riegos. He de reconocer que los rosales y lileros se ponen de su parte tarareando “Come on baby, light my fire”.
 
Jesús(defrijan)

jueves, 12 de marzo de 2015


20.      El patio

En realidad eran como tres patios independientes que se unían en la escalera de piedra semicircular que daba paso a los pasillos y a las clases del piso inferior. A la izquierda, el de grava, casi sin ocupar, en cuyo sótano dormía la carbonería que tampoco llegó a usarse; o como mucho, se usó pero sus efectos beneficiosos no nos alcanzaron en aquellos duros inviernos. Era el patio que servía de arsenal de piedras menudas con las que se bombardeaban ventanas antes de regresar a clase como ya comenté. Daban a él casi todas las aulas y la máxima virtud residía en ser desde donde mejor se escuchaba la emisora local a eso del mediodía, cuando Paul McCartney and Wings  entonaban su famoso  tema “Hi,hi,hi”,  Los Continuados su “Hoy duerme el león” o los Pop Tops su  “Mamy Blue”. En la parte central, el patio principal, que según la hora del día servía como polideportivo del futbito de aquellos años, de campo de baloncesto o minifrontón. Unos peldaños más arriba estaban  los baños, en cuyo techo se albergaba la terraza de la cocina donde la  inigualable Rosi cumplía con eficacia las órdenes recibidas. Tan dispuesta como escasa de  belleza no dejaba de sonreír cuando desde abajo se le dedicaba a capela la famosa canción de Lorenzo Santamaría que llevaba su nombre. En este patio se repartían las meriendas y ahí comenzaron a fraguarse las primeras caries. El patio restante estaba subdividido en dos. En una parte el frontón en el que de cuando en cuando practicábamos y a su lado en último patio de grava que servía de estadio cerrado entre gruesos muros. Adosado a él, la clase de los preescolares con los que nunca nos juntamos y de frente el portalón de salida y entrada a la calle lateral del colegio. El resto de la pared limítrofe lo  formaban casas vecinales con sus corrales convenientemente vallados. Aún así, muchas noches de viernes, mientras algunos disfrutaban del Estudio 1 de la televisión, otros concluíamos el día lectivo jugando el último partido. Con el transcurso de los años aprendimos a encalar el balón para solicitar permiso, salir a buscarlo y con algo de suerte, pasar algún rato fuera del internado. En eso, Palomares, era un experto, además de un jeta encantador. En ese estadio, a modo de milagro, logré conservar mis cinco dedos del pie diestro. A punto de rematar un gol clarísimo, me puntearon el balón y las chirucas fueron a dar contra el muro. Se abrieron a modo de fauces de tiburón y a milímetros quedó mi pulgar de desaparecer. Durante años, los cambios de tiempo se me siguieron anticipando con el dolor reumático de dicho pie.

miércoles, 11 de marzo de 2015


      Gallud Jardiel

De cuando en cuando los rostros que convivimos en aquellos años entre aquellos muros regresan con la intención de hacerse presentes. Desde la nostalgia, quienes fuimos compañeros sabemos que formaron parte de la orla de la vida que la vida misma se encarga de enmarcar. Y a veces la casualidad se pone de tu parte para que así sea. De hecho tuvo que ser dicha casualidad la que me impulsó a ojear las estanterías de la sección de libros de unos grandes almacenes. Y entre tantos y tantos volúmenes, allá abajo, en el penúltimo de la derecha, el lomo del libro habló por él.  Enrique Gallud Jardiel, autor de reconocido prestigio, ponía firma a unos cuentos hindúes. La emoción del reencuentro me retrocedió a estos años que siguen destilándose en esta crónica. Y en ella, apareció aquel flequillo que insistentemente peinaba entre sus dedos este espíritu inquieto que era y supongo que sigue siendo Enrique. Y aquella zurda que manejaba el balón a modo y manera de los astros germanos u holandeses del momento. Rebelde que no comulgaba con los dogmas de la aquiescencia ni del ordeno y mando en cuyo pasaporte se cuñaban las periódicas estancias en la Joya de la Corona Británica. Sin duda alguna por su sangre corría y seguirá corriendo el amor por el teatro heredado desde la ironía y el sarcasmo de su abuelo. Estoy seguro que habrá plantado un almendro bajo el que los sueños de Eloísa sigan buscando cumplir los imposible, porque nada es imposible en el mundo del utópico soñador. Él, que igual se apuntaba al punteo de una guitarra, como al coro de un canto, como a los sonidos del bongo, supo ver como pocos la línea del horizonte más allá de lo que el mismo horizonte limitaba. Por eso sé y por eso sabe que aquellos años constituyeron la provisionalidad de un camino cuyas etapas nadie es capaz de lacrar con cera negra por más empeño que ponga. Él se ha encargado de dar carpetazo al dosier de la injusticia y por más que le pese es incapaz de guardar rencor, por merecido que lo crea. Sigue plasmando en sus obras todo cuánto calla porque como buen pez, sabe nadar y guardar la ropa. Eso sí, las escamas siempre estarán dispuestas a emocionarse si en las proximidades ve fluir al recuerdo de aquellos años que sin duda alguna nos marcaron menos de lo que quisieron y más de lo que nos negamos.    
Jesús(defrijan)

martes, 10 de marzo de 2015


      Las manualidades

Merecen un capítulo expreso estos artilugios metálicos llamados sierras de marquetería que nos acogían como incipientes aprendices de artesanos ebanistas. Supongo que no será necesario recordar cómo la tensión del arco sobre los pelos dentados suponía un acto de valentía extremo. Según como fuese la dentición el corte sobre la línea se presentaba más o menos difícil. Era cuestión de seleccionar el patrón azul convenientemente y pegarlo con cuidado sobre un tablero fino. Allí, los candelabros, los aviones biplanos, las torres eifeles, los joyeros, esperaban su turno. Con paciencia y suerte acabarían naciendo a la luz y el barniz terminaría por pulir las obras. Y en algunos casos  el forro de fieltro interior les daría rango de regalo. Más de una tarde serrando en el piso intermedio que servía como academia de artistas en las que más de uno demostró sus dotes como tal. Agramunt  pinceló un óleo que recibió los halagos de todos y algún que otro bajel de madera pasó a formar parte de aquel incipiente museo. Para algunos sirvió como muestra de sus dotes artísticas y para otros la mayor de las desilusiones que trazaron raya entre nosotros.  También, rememorando a Bizancio, los azulejos conseguidos previo pago en algún almacén o los obtenidos entre derribos se ofrecieron a ser minúsculas piezas de mosaico que a base de tenazas conseguía cuadrar en la madera el boceto dibujado. El uso inmisericorde del pegamento no supuso ningún añadido al intelecto que poco a poco encuadraba a cada quien. A todo esto añadamos las bolas de ciprés que terminarían siendo en tamaño extra el rosario cabecero de cualquiera de nosotros en casa. Si alguien intenta embolar semejantes bayas, que vaya con precaución, por más fe que tenga y más deseos de concluir semejante contador de misterios. Se escurrirán como veniales pecados y será harto difícil darles la distancia correcta. Siempre quedará la opción de las avellanas con cáscara, pero calentar una aguja de calceta para taladrar semejante fruto seco se  presenta igual de complicado. Sea como fuere, la opción de enhebrar cuerdas para acabar sacando alguna figura nunca debería descartarse. Que luego se reconozca al gato, al conejo o a la bailarina ya será cuestión de fe y voluntad. Algún día, con paciencia y decisión, volveré a buscar entre aquellas pertenencias. Seguro que una foca con forma de candelabro cojo se vuelve a compadecer de mí y calla su opinión.

lunes, 9 de marzo de 2015


 

    Jesucristo Superstar

Aquel acontecimiento revolucionó a casi todo el alumnado de Utiel. Venido del Reino Unido, el musical se convirtió en un referente en el mundo de las óperas rock y con tal de sumarse a la modernidad se planteó llevar a cabo la representación. Años después coincidí con Adolfo, desconocido mío, que me confesó ser uno de los promotores junto a Colón y Chapeau de llevar  cabo dicha obra. Según me dijo, se presentaron en Madrid a presenciar la película y grabaron la banda sonora. Posteriormente adaptaron la letra al castellano y empezó el  casting entre el alumnado. No reincidiré en las nulas cualidades que nos cubrían al grupo de amigos para no redundar en el dolor. Lo único que diré es que ni para vender entradas fuimos seleccionados. Así que mientras los ensayos eran abiertos en vez de gozar de los mismos buscamos consuelo en La Cueva, tasca absolutamente recomendable, en la que Manolo ejercía de anfitrión, barman y camarero a su antojo mientras Suzie Quatro nos acompañaba desde la máquina de discos. Daba igual lo que pidieses porque ya se encargaba de traerte lo que le apetecía. A escasos metros de La Cueva, la peluquería. Allí desaparecieron incipientes cardados que no eran bien vistos entre las sotanas vigilantes del decoro. Interpretaron que los melenudos no aportaban nada positivo a la buena marcha del sentir carpetovetónico  que  debía perpetuarse. De modo que dejaron en manos de aquellos dedos diestros las melenas no nacidas y el corte a navaja hizo el resto. Eso sí, la raya sobre el cráneo no fue obligatoria. Mientras tanto los ensayos continuaban y Jesucristo se convertía en una estrella bajo el juego de luces que manejaba Sanz desde el coro parroquial. Fue un éxito rotundo y los clamores de Hosana aún se recuerdan entre los que lo disfrutaron. Años después, todo el mundo se maravilló ante el éxito madrileño de dicha obra interpretada por los cantantes de moda conocidos. Ni vi la película ni asistí al teatro; ya habíamos disfrutado de la primicia y sería difícil superarla. A la par, y por expresa recomendación del padre Francisco, se nos permitió asistir a la proyección de “Un hombre llamado caballo”, película de culto en la que Richard Harris pasaba las de Caín en las pruebas a las que le sometieron los pieles rojas. Así que entre crucifixiones rockeras y sadismo tribal completamos la trilogía que faltaba en la lista de aguantes ante las muestras de dolor. No, no me falta ninguna. Recordad el tormento de las duchas y estará completa.   

jueves, 5 de marzo de 2015


 

 Anginas, paperas y cegueras

Por aquellos años entró en vigor la nueva Ley de Educación que presentaba como novedad  las evaluaciones. Esas pruebas amenazadoras que a lo largo del curso iban colocando el listón a superar por medio de los exámenes intensos. A su vez desaparecieron las reválidas para facilitar la llegada a los estudios superiores a la mayoría de los alumnos que demostrasen continuidad en el estudio. De hecho, no recuerdo más de uno o dos repetidores de curso. Y con ser una opción buena las mencionadas evaluaciones, de los exámenes finales no quedaba exento nadie. Debían conjugarse el estudio, la memorización y la suerte a la hora de superarlos a pesar de haber llevado una evolución positiva a lo largo de los meses. También salió a la platea de lo posible la peregrina idea del ministro de turno de dar comienzo al curso en Enero y finalizarlo en Diciembre. Duró un suspiro y no nos afectó en absoluto. Así que aquel mes de Mayo los enfriamientos propios de la edad propiciados por los juegos y pausas dieron como resultado la aparición de unas descomunales anginas y la fiebre correspondiente. El dilema consistía en guardar cama y suspender aunque llevases el curso aprobado o soportar las décimas lo mejor posible y realizar el examen de turno entre escalofríos estaba claro. El abrigo, la bufanda y todo el vestuario invernal pasaron a la sala de exámenes a acompañar a quien se veía necesitado de superar el curso en una última prueba. Y con ser todo esto increíble, la aparición de una epidemia de paperas, añadió un punto más de dificultad. Cada noche, al acostarnos, un nuevo caso aparecía y con él el temor al contagio. A esto había que añadir la hipérbole de aquellos que aventuraban todo tipo de desgracias en los bajos inguinales de quienes las padeciesen. Total, un incesante temor entre los que aún no estábamos contagiados. Que si te quedarías estéril, que si impotente, que si calvo; menos ciego, cualquier cosa podía suceder según los futurólogos agoreros que convivían entre nosotros. Al final, tras semanas de pandemia, la cosa remitió. Algunos regresaron con el cabello intacto y los más iríamos quedándonos calvos poco a poco en años posteriores. Por cierto, la ceguera paulatina tampoco llegó pese a la leyenda que la asociaba a los trabajos manuales. De haber sido así, más de uno habría salido de allí absolutamente ciego, y no me refiero en exclusividad a los internos.   
Jesús(defrijan)
de mi libro "Cara a cara", un año más


 

4.       Como cada 5 de Marzo

No tengo clara la noción que debe acompañar a todos mis cinco de Marzos. ¿Alegría por sumar uno más o tristeza por restar uno más? ¡Quién sabe! Imagino, quiero creer, que esa duda acontece a todos cuando llega el día de su aniversario, y que le acompaña  durante toda la jornada hasta que el día concluye.

Por eso he decidido que hoy mi regalo será destinado y compartido con aquellos que se quedaron con ganas. Con ganas de lanzarse a la aventura, de romper con la rutina, de cambiar de vida, de volver a estudiar, de empezar a estudiar…. Aquellos a los que una u otra circunstancia les guió por una senda y que cada año, en ese mismo día en que añaden o restan un año a sus años, recapacitan sobre ello. Y ese regalo será el espejo. Sí, un espejo en el que nuestro otro yo, aquel que nos acompaña de frente, que nos cubre de silencios, nos acuna con sonrisas, ese yo del otro lado será el Pigmalión que nos lleve a vivir por un día nuestra no vida.

Dejaos arrastrar por él, no conoce las cortapisas del raciocinio, ni las trabas de la corrección. Él, nuestro otro yo, el de dentro del espejo, no solo no nos amordazará con penitencias, sino que nos alentará a conseguir aquello que en el cruce de caminos, el destino nos ocultó. Soñaremos ser músicos callejeros, pintores de cámara, actores de un monólogo sublime, escritores provocativos que remuevan las conciencias, eremitas de desiertos de desiertas almas. Podrás parecer una locura, pero ¿acaso no es una locura la vida misma?

Démonos prisa que las arenas del reloj caen inexorables y el día, aunque luminoso y primaveral, se nos irá tan rápidamente como llegó. Soñemos, pero como se sueñan los sueños que nunca se sueñan: con fe y alegría. Es nuestro día y todo puede realizarse, ser real, tangible. Hagamos partícipes a quienes queremos y nos quieren. Incluso a los que no nos quieren para que acaben queriéndonos, y por lo tanto, queriéndose. No empañemos el cristal con los vahos de las miserias que nacen de las insidias y sombras. Vivamos, que es de lo que se trata, pero exprimiendo la vida, el día, el año.

Así, quizás, dentro de una vuelta más del almanaque,  volverá a salir de dentro del espejo, nuestro otro yo y sabrá que aprendimos su lección, que vemos azules donde había grises y que, cuando llega otro cinco de Marzo, ya no nos sabe a todos los cincos de Marzos que le precedieron.              
Jesús(defrijan)

martes, 3 de marzo de 2015


 

     Ángel, el aprendiz de tahúr

Desconozco cuál era su apellido y eso carece de importancia. Era el portero callado que custodiaba la entrada principal que pocas veces se abría. De escasa estatura, de cabeza ancha y calva, tenía la virtud de la discreción,  refugiado detrás del guardapolvo  que le servía de uniforme. Su paso era bastante curioso puesto que al caminar, cada cierto número de pasos, arqueaba la cabeza, inclinaba una rodilla y más parecía un genuflexo andante que un aguerrido transmisor de avisos. Soltero que según decían debía acumular gran fortuna a tenor de lo poco aficionado al dispendio que era. Solía recoger los mendrugos endurecidos para alimentar a las gallinas que criaba en sus horas libres. En él, el concepto de gris tomaba forma humana e inmune a las chanzas proseguía su labor. En su cuarto de centinela, un grupo de perchas aguardaban turno para recibir a las bolsas con las ropas sucias que semanalmente depositábamos todos los sábados. Él se encargaba de que todo estuviese en orden y la máxima alegría que le conocí fue el canto de una escalera en aquella timba que organizaron durante el viaje a Ibiza al acabar sexto de bachiller. Fue la única baza que ganó y de ello se encargaron aquellos dos hermanos a los que no nombraré  para evitarles el escarnio. Uno era más comedido, pero el otro, cambiaba las reglas del póquer cada vez que la apuesta subía considerablemente. El bueno de Ángel acabó sin un duro y sin un conocimiento preciso de las reglas de semejante juego de mesa al que fue invitado. Pisos más abajo, en el Hotel Victoria de Ibiza, seguía sonando el Waterloo de ABBA para mayor goce de los y las turistas que compartieron días con nosotros. Algunas de ellas, compartieron algo más que días. Retrocediendo en la narración, la primera vez que escuché las campanas del colegio en día lectivo, Tomás, un veterano de más edad que yo me dijo que las hacía sonar Ángel al anudarse el badajo a su cuello y desplazarse por la nave de la iglesia llevando su peculiar paso. Obviamente no lo creí, fingí creerlo y devolví la broma. No diré cómo, pero os aseguro que mereció la pena  comprobar que donde las dan, las toman. Y mientras tanto, la vida discurría entre jornadas anodinas, inviernos tristes y horarios inflexibles. Las taquillas se habían habituado a nuestros enseres y crecíamos más despacio de lo que queríamos y más rápido de lo que creímos. Al cabo de unos años, las lavanderas desaparecieron y las lavadoras automáticas se encargaron de reducirnos varias tallas los jerséis de algodón en centrifugados indiscriminados.  
 
Jesús(defrijan)

lunes, 2 de marzo de 2015


 

      La sala de exámenes

Era el aula de estudio común la que se convertía en aula de exámenes. Con suficiente separación entre pupitres éramos colocados al gusto del profesor para evitar tentaciones peligrosas. Así que si era don Carlos el examinador, las súplicas a Santa Bárbara se hacían necesarias y si no llovía, al menos, que hubiesen truenos. Porque sí, en efecto, entre los truenos el bueno de don Carlos era incapaz de distinguir qué voz se alzaba en mitad del examen para oficiar como pregonero de resultados. Era cuestión de colocar a Castro en el epicentro de la sala y que su torrente de voz se encargase del resto. Garijo se encargaría de controlar la puerta por si acudía algún otro oído vigilante, y caso de aproximarse, dar la voz de alarma. De nada servía que los libros se amontonasen sobre la tarima. No hacían falta ni siquiera los programas para acertar con las respuestas. A modo de despiste se pactaba el número de aciertos dejando al benefactor y a alguno más no necesitado de ayuda, el honor de las notas máximas en el examen. Y caso de no presentarse un día tormentoso, aquellos aprendices de ventrílocuos, dictaban resultados desde las entrañas a los  oyentes ávidos. Pero caso de ser don Juan, el ínclito don Juan, el examinador, esa táctica no servía. Su oído era más sensible que el de los murciélagos y la táctica variaba. De modo que aquel libro de Ciencias de la Naturaleza de cincuenta y dos temas que iba para examen final, necesitaba de otros planes. Así, las infinitas preguntas, el enorme tomo fueron transcritas a puño y letra durante las semanas previas en hojas de examen. Los blocs se agotaron, los bolígrafos bics pidieron árnica y todo el temario se apiló bajo los jerséis a modo de faja a la espera de ser solicitados. Cada folio, una pregunta independientemente de su longitud, y en el estuche el índice a seguir para puntearte sobre la barriga y dar con el folio correcto. Mientras, los tomos reposaban también sobre la tarima y guardaban silencio sobre lo que estaban viendo. Por cierto, don Juan no se sorprendió al ver cómo sudorosos en aquella tarde de Mayo no nos desprendíamos de los abrigos que intentaban disimular nuestras barrigas ficticias engordadas de respuestas.  El libro en cuestión llevaba la imagen de un flamenco sonrosado en la portada, no sé si por propia naturaleza o por el rubor ante tal copiada general. 

 

      Aquel inolvidable y doloroso 5-0

Era domingo, cuando los domingos concluían con un partido de fútbol televisado a eso de las siete de la tarde. Días previos había sido festivo y a tal efecto  la salida por Utiel nos fue permitida. Como ya he mencionado en capítulos previos, el cine se nos ofrecía como una buena alternativa. Y dado que la edad ya no pedía asistencia al cine Pérez por ser demasiado infantiles sus películas, el Rambal , o el Florida, eran las opciones posibles. Por casualidades del destino acudimos el día festivo al más alejado, al Rambal. No recuerdo qué película vimos y tampoco si tuvimos pegas con el acceso. Lo cierto es que no debió suponer nada significativo, imagino. Pasaron tres días, y obviamente acudimos al  cine Florida. Proyectaban una comedia italiana titulada “Divorcio a la italiana” y su protagonista era Marcello Mastroianni. Nada del otro mundo. Supongo que se echaría en falta a Sofía Loren, porque no dejaba de resultar una comedia justita. Lo cierto y verdad es que la proximidad de dicho cine hizo que regresásemos antes que el grupo que había ido al cine más alejado. Esa tarde le tocaba guardia al impresentable cura llamado don Carlos.  Supongo que mi rechazo al cochinillo proviene del recuerdo de su cara. El muy….., eso, el muy…..nos recibió destilando fuego alcohólico por sus fauces. Sus mejillas enrojecidas a modo de tomate triturado exhalaban por el diminuto orificio de su boca inconexas preguntas que apenas pudimos traducir. Al entender que deseaba saber el porqué de nuestra llegada repentina lejos del resto del alumnado y al contestarle que nuestro destino fue el cine Florida, el muy….., sí, el muy…..nos descerrajó dos guantazos a mano abierta a cada uno de nosotros y nos puso de rodillas en las escaleras de acceso a las habitaciones con los brazos en cruz. Mintió al decir que esa película era desaconsejable por más que dijimos que el resto ya la vio días antes. Conforme fueron llegando los demás oímos decir que el muy….., sí, el muy…..estaba fuera de sí porque el Madrid fue vapuleado por el Barsa de Cruyff en el Bernabeu con un 5-0, y él era del Madrid. Creo que debimos convertirlo en ave voladora por el hueco de la escalera y sólo el miedo a destrozar el chiringuito que habíamos montado a modo de quiosco, evitó su aterrizaje. Esa fue la penúltima vez que vi borracho a este clon de porky leonés. Imagino que si aún existe, ni se acordará y caso de hacerlo echará la culpa al cholo Sotil, magnífico  jugador de aquel equipo que nos tocó la carita. Sí, nos tocó, porque por entonces yo era madridista, para mayor inri.
 
Jesús(defrijan)