Los puentes y
vacaciones
Tal y como el calendario dictaba aparecían y con ellos la posibilidad de
regresar a casa durante unos días. Los fines de semana eran inviables o bien
por la distancia o bien por la multitud de requisitos a cumplir entre los que
se incluían las autorizaciones expresas firmadas por los padres. Por eso, los
puentes y las vacaciones llegaban en nuestro auxilio. Y para quienes nos
dirigíamos hacia el interior, la lucha por conseguir un hueco en el autobús de
línea se tornaba feroz. A eso de las seis
llegaba y en la parada de rigor de quince minutos nos agolpábamos todos
aquellos que nos dirigíamos hacia Cuenca. Por este orden, Caudete de las
Fuentes, Villargordo del Cabriel, Minglanilla, La Puebla del Salvador y
Campillo de Altobuey constituían las etapas a cubrir en mi caso. Con un poco de
suerte en el autobús nos hacinábamos algunos kilómetros quienes no llegábamos
de Valencia y obviamente de pie. El trayecto no era especialmente largo, pero
las constantes conversaciones entre el conductor girando la vista hacia los
ocupantes en su mayoría vecinos o conocidos, no aportaba especial tranquilidad. Lo de menos era el humo que se
expandía por el habitáculo, el olor penetrante a gasóleo o el runrún sincopado
de aquellos vehículos. Entre todos ellos no sabría decir quién sería el
culpable de las angustias que se pegaban a nuestro cuerpo. De nada servía que
hubiésemos adquirido el último número de Don Balón con el que hacer más
llevadero el viaje. Ni la constante degustación de los chicles Damel que
intentaban hacernos olvidar el mal trago. El insufrible traqueteo que aquellos
asientos de escai sufrían se transmitía a los que actuábamos como ocupantes
temporales de los mismos y las arcadas apuntaban a salir de un momento a otro.
En las sucesivas etapas se bajaban algunos uniformes de faldas tableadas que
tan bien lucían aquellas alumnas de Santa Ana y a las que las togas coronaban
bajo diademas principescas. La tarde caía y a eso de las siete de la tarde,
llegábamos a nuestro destino. Allí, los primeros días, las innumerables
preguntas, las respuestas calladas y el sabor de hogar formaban un coro de
bienvenida que nos reconfortaba de tantos días de ausencias. Los amigos
contarían a su modo las mismas vivencias y en el fondo negábamos lo que ya
sabíamos. Sabíamos que meses antes, nuestro camino de ida se trazó y que este
regreso al hogar tenía un sello de provisionalidad. Nunca nadie se atrevió a
decir a la cara cuánto de caro resultaba hacerse hombre; hubiese supuesto una
muestra de fragilidad y los hombres debíamos demostrarnos lo que éramos, aunque
nos doliese el alma al reconocerlo.