sábado, 28 de febrero de 2015


 

    Los profesores y sus utensilios

Podría parecer que todo aquel tiempo discurrió entre chanzas y diversiones. No fue así. Y aquí el mérito de algunos profesores por hacernos comprender el valor del aprendizaje, salieron a la luz en las primeras clases. La hermana Gregoria, tan diminuta como paciente a la hora de desmenuzar hidrolisis; don Carlos, cuya mente privilegiada caminaba pareja a su afición por trucar el Simca mil que petardeaba al aproximarse al colegio;  el padre Valentín, que entre declinación y declinación del latín que nos impartía, se paseaba durante las horas de estudio con sesudos libros entre sus manos por lector indomable; la buena de la señorita Amparo, que consiguió hacernos entender el concepto de Despotismo Ilustrado a perpetuidad; su hermana, la señorita Marisa, que con su voz aguda nos abrió las mentes al pensamiento filosófico teniendo como rémora la hora de sus clases de cuatro a cinco los viernes; el padre Francisco, que además de jugar al baloncesto, nos mostró a Machado desde la voz grabada de  Serrat; Ocio, falangista de camisa azul mahón  y corbata negra, que convirtió las clases de Gimnasia en un campamento franquista sin mucho convencimiento entre saltos, carreras y algún partido de fútbol; y cómo no, doña Emilia, que desde su dulzura en la voz nos transportó desde los orígenes de la Literatura  a la actualidad de la mano de un libro, que de no haber sido por ella, habría odiado eternamente. El único tomo que no pereció en la limpieza que hice hace algún tiempo; supongo que sería en honor a ella. Algún otro ya ha sido mencionado y a los que no nombro, una de dos, o no merecieron la pena, o el deseo de olvidarlos se lo ganaron a pulso. Y parejos a los recordados llegan los instrumentos más mortíferos que han sido diseñados para tormento de angelicales criaturas como éramos nosotros. Por un lado, la regla de cálculo. Sí, era una regla. Una regla sobre la que se deslizaban a modo de rieles sucesivas reglas más pequeñas y en la que había que cuadrar valores marcados para encontrar logaritmos o cualquier resultado pedido. Sólo el intento de seguir sus indicaciones hubiese provocado la locura en Rubik, el inventor del famoso cubo. Aquello no había quien lo entendiese y alguno que se la compró, como mi amigo Fernando, la acabó usando como catapulta de bolitas de papel o como simple regla de dibujo. Eso sí, si el dibujo era con tiralíneas y tinta china, mejor desistir de conseguir un buen resultado. Y como sobrepeso a la dichosa regla, la tabla de logaritmos. Ese tomo verdoso en el que la biblia matemática se resumía en forma de mantisas y características a las que había que cuadrar aproximando valores. Pocos potros de tortura alcanzaron más éxito que el tomo en cuestión. La llegada posterior de las calculadoras japonesas hará increíble a los más jóvenes esta certeza. Así que recomiendo que si alguno las conserva, las saque  a la luz  de quienes piensen que cualquier pasado  en los estudios fue mejor y que reconozcan su error.

 

      Satur

Su nombre es Saturnino,  Satur para los amigos. Era la viva imagen del gentleman entre quienes teníamos menos años que él. Sabía moverse en las escurridizas aguas en las que sobrevive el vividor. Como estudiante, no muy dedicado a los libros; pero como relaciones públicas, un genio. Los primeros zapatos castellanos, los suyos; los primeros efluvios de Agua Brava, los suyos; el primer peine metálico, el suyo; los mejores jerséis de cuello vuelto con cocodrilo, los suyos. Espigado y con una labia que ya quisieran los mejores portavoces luchaba en su fuero interno con la dualidad de aparecer como un dandy ante las chicas o un ligón ante los críos que le observábamos. No había sarao que se organizase sin él presente. Las tablas de logaritmos, las reglas de cálculo, el diccionario de latín podían aguardar su turno, no había prisa. De hecho, aquel examen final de Filosofía dejó a las claras sus dotes para los malabarismos, es esta ocasión, con la diminuta letra, las tijeras  y las chinchetas. Dada la magnitud del temario y lo farragoso del mismo, ni siquiera la voluntad de la señorita Marisa logró que Aristóteles, Platón, Kant y todos los demás llegasen a formar parte de nuestros ídolos. A tal efecto, las múltiples variaciones de chuletas hicieron su desfile durante las jornadas previas. Pero nadie, nadie, nadie logró superar a  Satur. Me  explicaré. Consiguió todos los cartones posibles de las contraportadas de los blocs de exámenes. En ellos escribió todo el temario a examinar con una letra ínfima. Y con los cartones escritos confeccionó una suerte de piñones que encajaban unos con otros a modo de mecano magnífico. Estos quedarían clavados bajo el tablero de la mesa en la que realizaría el examen. Y así, sobre su mano, una chuleta haría de guía sobre qué cartón sacar a la luz de sus ojos y no a los de la señorita. Un genio, sin duda. Así se pertrechó y todo apuntaba a éxito rotundo. Todo salvo las sospechas de doña Marisa que decidió cambiarlo de sitio una vez que se había instalado convenientemente. La desolación corrió por su rostro y allá detrás quedaron los resúmenes filosóficos que nadie osó usar en señal de solidaridad con el bueno de Satur. A su favor, caso de que sea necesario añadir algo, diré que jamás aceptó un calificativo hacia las chicas que superase la corrección de galán de la que él era un heraldo. No tan a su favor mencionaré el cúmulo de enseres que, por imposibilidad física de ocupar su armario, cohabitaban silenciosos en los bajos de su colchón.
Jesús(defrijan)

jueves, 26 de febrero de 2015


 

     La sastrería de Víctor

Llevado por los deseos de modernidad solicité a mi padre el aumento del número de pantalones que entre juegos y lavados se preciaban de escasos. De modo que en una de sus visitas a Utiel concertó una visita con Víctor, famoso sastre, que en sus años de aprendiz de comerciante ya tenía fama por su buen hacer. Así que allá nos fuimos los dos. Yo con las ideas clarísimas y mi progenitor con las suyas calladas. Tenía el color vino para la tela en la mente y las campanas de las perneras irían protegidas por cuatro, repito, cuatro bolsillos postizos, dos delante y dos detrás, tal y como los cánones de la moda marcaban. Atrás quedarían los pantalones pitillo que el bueno de Eloy confeccionó en Enguídanos para mí con unos patrones en desuso. Había llegado el estilo a hacerse un hueco en mis sueños y en esa esperanza estuve los quince días de rigor aguardando el turno para ir a recogerlos. Mientras tanto, a modo de chulesco quinceañero, esparcí envidias entre mis amigos pormenorizando los detalles de tal costura que estaba ansioso  por probar en mis piernas. De modo que llegado el día, el hijo de Víctor, me avisó de la posibilidad de recogerlos cuando quisiera. Sé que el camino se nos hizo corto a mis amigos y a mí. Tal era la expectación que decidieron acompañarme para ver con sus propios ojos tan magna obra. Abrimos la puerta y no sabría decir qué, pero un cierto nerviosismo me llegó al contemplar la sonrisa de lástima del sastre. Era una especie de bandeja envuelta en papel blanco con el nombre de su establecimiento la que me esperaba. Me la depositó en los brazos y por no perder más tiempo regresamos al internado. La premura por destaparla competía con el ansia por probármelos. Y aquí apareció en concepto no aprendido hasta la fecha de jarro de agua fría ¿Dónde estaban las campanas de las perneras? ¿Quién había robado los cuatro, repito, cuatro bolsillos postizos? ¿Por qué motivo sólo coincidían la talla y el color con mi petición? Definitivamente no eran los míos. No me los puse y días después fui a devolverlos. Entonces, el maese costurero destapó las cartas. Sus patrones seguían los cánones clásicos del pantalón pitillo y al plantearlo a mi padre sin yo saberlo, aceptaron que dichos patrones siguiesen su curso y se olvidaron campanas y demás modernidades. Con ser esto cruel, el comprobar que don Carlos, el profesor de Matemáticas, vestía la misma línea de moda pasada de moda, vino a acrecentar mis deseos de pronta ruptura de semejante obra. Y así fue. Jamás unos pantalones me duraron menos. Quizás el uso inmisericorde al que los sometí tuvieron la culpa.

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      Las duchas semanales

Eran un total de ocho o diez, alineadas sobre una de las paredes del piso superior. El aspersor que se les suponía no existía y el agua caía de modo cruel sobre aquellos que nos atrevíamos a soportar semejante suplicio. El uso estaba restringido al mediodía del sábado después de haber competido en el campo de fútbol municipal de El Nogueral y recién llegados empapados en sudor. Ducharse en primavera tenía su mérito, pero hacerlo en pleno invierno suponía un reto de supervivencia al que pocos nos atrevíamos. Añadir a esto el uso preceptivo del bañador para no mostrar al resto los atributos acababa convirtiendo a la ducha en una especie de sauna finesa vertical en la que el gel se sentía dueño absoluto de tus poros tumefactos y el champú de huevo se solidificaba a centímetros de tu cerebro. El agua caliente no existió nunca y la opción de seguir la rueda por los lavapiés o   lavabos sólo conseguía alargar el tormento. De hecho un diez de Enero sólo fuimos dos los suicidas que decidimos ducharnos. Montero, que era uno, creo que aún vive, y yo dejé de temer al agua fría el resto de mi vida.  De ahí que la ignorancia ante las reacciones químicas tomase venganza en quienes decidimos probar el desodorante de barra sobre las zonas sensibles buscando el exilio del mal olor. Era miércoles y por lo tanto la ducha no era permitida. Tras un rápido paso por las pilastras en las que nos aseamos de aquella manera, a punto de dormirnos, se abrió el cilindro oloroso. Decidimos compartirlo a la voz de ya y como aguerridos espartanos caligrafiamos los alcoholes perfumados sobre las partes mencionadas. Efectivamente, las calderas de Pedro Botero se hicieron presentes. Aquello ardía y en ese fuego eterno perecían olores, poros, dermis, epidermis y creo que hasta algún sabañón. Las lágrimas surcaban nuestros rostros a modo de sembrados dolientes mientras el perfume a primavera química campaba a sus anchas entre las colchas a cuadros. De hecho, durante los cursos siguientes, cuando la hermana Gregoria intentó explicarnos las reacciones caloríficas termodinámicas, no tuvo dudas de su maestría ante nuestro entendimiento. Nunca un tulipán fue más negro ni su venganza más evidente. Así que cada vez que veíamos el anuncio en el que una hermosa rubia incitaba a su uso agachábamos la vista, sonreíamos y callábamos ante el recuerdo de aquella ducha fría de alcohol purgante. Imagino que en las contraindicaciones aparecerán las zonas no permitidas.   

 

      Montañeros de Santa María

Supongo que el haber nacido entre montes influyó en la decisión de no alistarnos. Este grupo tenía como fin la convivencia heterogénea de todo alumnado del pueblo durante algunos domingos en las estribaciones de la sierra montañosa próxima. Parece ser, por lo que nos dijeron, que durante toda la jornada festiva se realizarían actividades en plena naturaleza entre las que se contemplaba la misa de campaña. La sola idea de quedarnos como dueños y señores de los espacios en el colegio a la hora del estudio o la posibilidad de no competir en los recreativos con nadie ante la mesa de pingpong desocupada, contribuyó al no. De modo que unos cuantos disconformes vimos transcurrir el día del Señor sin prisas, sin colas, sin disputas. Eso sí, en la misa preceptiva escuchar a Miguelín cantar como un ángel, no tenía precio.  Y llegada la hora de rigor, los cines eran nuestros huéspedes acogedores. Con un poco de suerte, la película era tolerada para mayores de dieciocho años. A tal efecto, como ya anticipé en capítulos precedentes, el reto estaba servido. Nos habíamos apropiado de un simulacro de carnet de identidad que un billetero materno llevaba antes de estrenarlo. De modo que ignorando la franja roja que lo atravesaba, rellenamos los datos añadiendo años suficientes como para ser llamados a filas. Pasábamos por taquilla y el primero accedía con su entrada al gallinero. Al ser requerido el carnet, se le mostraba al portero que reclamaba la foto.  La respuesta que le dábamos era la provisionalidad del mismo ante la cercana pérdida del original. Con sus dudas abiertas cedía el paso. Minutos después, el afortunado salía al baño y le facilitaba el mismo carnet al siguiente amigo. La escena se repetía y el pobre señor sospechaba de una ingente pérdida de carnés entre todos los colegiales. Así llegamos a entrar hasta cinco una misma tarde para poder presenciar una película histórica que se suponía no admisible a nuestras entendederas. Creo recordar que incluso en ocasiones sucesivas los celtas cortos sirvieron como moneda de soborno ante la vista gorda de aquel buen hombre.  De modo que a la salida, una vez de vuelta, merendados y aseados, veíamos regresar a los émulos de escaladores sudorosos y felices con algún arañazo que otro provocado por las aliagas montesas. En resumen, todos contentos, los calzados con Chirucas y los que no. Una nueva semana se nos ofrecía y con ella nuevos motivos para hacer llevadera la convivencia.     

miércoles, 25 de febrero de 2015


 

      Los ejercicios espirituales

Si ya de por sí la espiritualidad se respiraba a modo de aceptación obligada, la llegada de los ejercicios espirituales, más que acentuar el credo en nuestras almas, acicateó los deseos de explorar nuevos territorios. De hecho, las vías del tren se ofrecieron a servir de prestamistas a aquel que quiso seguir las enseñanzas de las dinastías chinas y fabricar pólvora siguiendo las proporciones. Con ello consiguió el apodo como mote propio una vez que se descubrió en una de las lejas de su taquilla un arsenal que podría habernos convertido en el Apolo XIV si alguno de los cigarrillos aún no prendidos hubiese seguido el camino de la chispa cerillera. Imagino que los deseos de llevar a la práctica aquel aprendizaje pirotécnico olvidó el apartado de las precauciones y sólo la intercesión de la Providencia evitó la carcasa final. No fue el único que almacenó algo más que ropa o calzado en los diminutos armarios. Allí convivieron botes de leche condensada, embutidos varios, revistas poco recomendables para el pudor y la castidad y algún que otro botellín diminuto traído de casa.  En el intervalo que esa semana ofrecía a la reflexión los estudios hicieron un hueco a los manuales del póquer y todo tipo de juegos al margen del currículo escolar que fuimos añadiendo. A fe que los paseos por la soledad tuvieron sus efectos beneficiosos y la Alameda podría dar testimonio de todo ello. Como no era cuestión de dar demasiado  la nota, llegado el turno de las confesiones. La disparidad y el desequilibrio se manifestaban  de modo palpable. Unos optábamos por la brevedad del padre Emilio para aumentar el tiempo de ocio y otros cumplían con el decoro tras las celosías desde las que el padre Valentín impartía perdones. La cuestión era terminar pronto y salir a meditar de nuevo al patio o a la calle según dispusieran las normas. Si a todo esto le acompañaba la diosa Fortuna en forma de padre Jaime, el premio estaba claro. Nunca vi mayor velocidad en oficiar una misa que aquellas que con sermón incluido no rebasaban los veinte minutos en un idioma mitad castellano, mitad italiano que nunca supimos descifrar pero agradecimos sobremanera.  Aquí la cuestión era formarnos en el espíritu por dentro y por fuera entre los dogmas cristianos y la formación política franquista. De esto último se encargaba don Rafael, hombre menudo, que tras su mirada azul y bajo su gabardina clara transmitía una bondad pocas veces repetida desde la tarima. Incluso el tabaco consumido no logró borrar de su piel esa imagen entre aquellos que nos vimos obligados a aprender los Fundamentos del Movimiento que tan inmóvil se nos mostraba.
 
Jesús(defrijan)

martes, 24 de febrero de 2015


Punteo fino

Así que cuando ya dominábamos el vals de las mariposas, las mariposas bailarinas, los capullos premariposas y demás variaciones sobre el tema, el padre Francisco, habló con las monjas de Santa Ana para ver la posibilidad de ampliar repertorios. Genial, pensamos. Miércoles por la tarde estos aprendices de modernos cargaríamos con las guitarras y cruzaríamos el pueblo en busca de nuevos horizontes musicales. El enjambre de colegialas que se asomaban por las ventanas nos daba el acicate suficiente como  para esforzarnos en endurecer las yemas de nuestros dedos. Lo único que nos desalentó fue el comprobar cómo el repertorio se decantaba hacia los acordes sacros. “Ven, ven Señor, no tardes” o “Como brotes de olivo”, distaban mucho de las expectativas y si a esto le añadimos el nulo deseo de formar parte del coro dominical, pues el resultado fue el que fue. Guitarras con pegatinas que se  refugiaron en el rincón de clase a dormir el sueño de los justos a la espera de que alguien supiese de oído los acordes de T. Rex, Rollings, Beatles, etc, etc. Y mientras tanto, las mariposas de cuando en cuando regresaban a la rueda de Sol para purgarnos por el abandono. No recuerdo el nombre de todos aquellos incautos guitarristas pero el de Sáez me viene a la memoria por su finísimo sentido del humor, su ironía extrema, su timidez absoluta y su rechazo a los deportes. Ni siquiera él fue capaz de soportar el “Pange lingua”. No contento con tal fracaso, y a modo de contrición, la guitarra nacida en Casasimarro sigue ocupando un estante entre los estantes que el recuerdo se niega a mandar al baúl de lo perecedero. Sólo el hecho de sacarla de su funda de cuadros me reconforta mientras aquellos acordes de “Venus, la diosa que nació del mar” se empeñan en acompañarme.  Cursos después, el boom de Jesucristo Superstar  llegaría a nuestro entorno escolar y dejaría a las claras la posibilidad de dar vida en forma de ópera rock a la vida de Cristo. Monjas, Frailes e Instituto  contribuirían con los alumnos a tan magna representación. Todos, o mejor, casi todos los alumnos y alumnas participaron en la obra. Dejo a vuestro saber y entender la adivinanza de los que no. Seguro que las mariposas tuvieron la culpa, seguro. Porque si no es así  no se entendería cómo después de tantas monedas empleadas en las máquinas de disco de los recreativos fuimos incapaces de afinar una sola nota. Lo dicho, las mariposas y su vals, culpables. Menos mal que algunas alumnas de Santa Ana, en el festival navideño al que nos invitaban a asistir, lograron reconciliarnos al cantar el “Soy rebelde” desde las sillas alineadas a modo de revuelta estudiantil absolutamente increíble. El caso es que fingían creerse rebeldes mientras otra de ellas danzaba a ritmo de cisnes en el lago del escenario. Año tras año aquella rebeldía siguió siendo igual de dócil y los cisnes perpetuaron sus pasos a la par que las mallas menguaban.
Jesús(defrijan)

lunes, 23 de febrero de 2015


Don Juan y sus cuerdas

Era don Juan un veterinario que nos dio Matemáticas en tercer curso. Fornido, y pulcro hasta extremos insospechados, sus zapatos brillaban como ónices recién pulidas, Recuerdo como su llegada a clase era precedida por una estampida salvaje e innecesaria al baño. Cómo desde el patio, Bisquert, Molla y alguno más, bombardeaban los cristales de una de las ventanas con gravas y al salir el bueno de don Juan a investigar, estos culpaban a los inocentes preescolares mientras regresaban en tropel a nuestro lado. El buen hombre en más de una ocasión los mandó al pasillo que él llamaba galería diciendo “cojan la puerta y váyanse a la galería”. Estos aprendices de delincuentes forzaban el quicio y respondiendo con un “no podemos, don Juan, está muy dura”, sacaban del ídem al buen hombre. Por supuesto que en sus clases, Cabo y alguno más fumaban, troceaban mosaicos, leían cómics. Pero no va más llegó aquel día en el que Facundo, sí, sí, el mismo de antes, el famoso escriba del rostro amoratado, se escondió tras la pizarra en el hueco que dejaba la ventana armado con un borrador. Don Juan tenía por norma trazar con una cuerda y tiza circunferencias que ni Pitágoras habría mejorado. Pues bien, don Juan trazaba, y al girarse hacia nosotros, una mano misteriosa, borraba lo trazado. La primera vez, creyó estar equivocado sin sospechar del oculto de Facundo. Pero cuando en la segunda ocasión, en vez de borrar, aparecen dos ojos, una nariz, dos orejas y el sobrenombre de “cabolo” escrito con una letra impropia del buen señor, las dudas desaparecieron. Miró entre las rendijas y dos filas de dientes sonreían al sorprendido profesor mientras el resto desencajábamos las mandíbulas y de nuevo Bisquert y Molla luchaban con la puerta que se resistía a ser desencajada de nuevo. Creo que si Job volviese a meditar sobre su paciencia, le cedería gustoso el calificativo de santo a  este santo varón. Y con todo esto, el curso seguía su rumbo. Un rumbo que vendría a hacerse sonar con las clases de guitarra a las que nos apuntamos gustosos unos cuantos. A las pruebas me remito del éxito que tuvimos ante lo que merece un capítulo aparte. Extramuros la vida continuaba y nuestros deseos de emular a Santana o a Jimi Hendricks pronto verían sus nulos frutos ante la poca disposición por ambas partes. Sólo diré a modo de anticipo que la primera canción que nos enseñaron fue “El vals de las mariposas” y con ello os hacéis una idea del destino de aquellas púas que se soñaban rockeras.

Viaje a Mallorca

Y así como el que no quiere la cosa organizaron un viaje a las Baleares.  Sería por Semana Santa y el incentivo de navegar se nos presentaba como experiencia maravillosa. Serían cinco noches en las que los niños que nos sentíamos hombres  alardearíamos de lo que no éramos. Así que nos apuntamos y llegada la fecha nos despedimos de quienes permanecían en el internado por efecto de sus notas o los escasos deseos de viajar.

Creo que se llamaba Miguel el cura que ejercía de director que, además de un apéndice nasal desalineado, tenía sobre sí la escasa gracia que todo gracioso que no lo es intenta manifestar. Cómo sería el buen hombre que una mañana, a punto de regresar a clase tras el recreo, metió su índice diestro en el aro del pestillo del portalón que comunicaba patio y pasillos y no había forma de sacarse de encima semejante anillo. Pasaron los minutos y nosotros callamos desde la pista de juegos el deseo inexistente de regresar a las aulas. Cuando la misericordia de Garcés vino en su ayuda  desde la cocina le trajeron una aceitera y alguien sugirió traer también un cuchillo. Tras no pocas friegas, el cautivo portero, respiró tranquilo. Pues este buen señor fue el mismo que nos hizo perder el barco en fecha señalada y hora equivocada al interpretar las veintiuna horas por las once de la noche. El muy simple no supo a quien culpar y tuvimos que regresar a pernoctar al colegio hasta dos días después. Una lumbrera, sin duda, que aún seguirá con la duda de si la hora correcta era la correcta. Dicho lo cual, el Ciudad de Granada, ese cascarón oxidado, se dispuso a llevarnos a Mallorca. Hotel Astoria, cuyo nombre irradiaba prestigio y cuyas berzas simulacro de espinacas mostraron a las claras la poca vocación herbívora de los recién llegados. Tres estrellas tan escasas como pomposo nombre camuflaba dieron con nuestros huesos en camas más o menos soportables. Allí, en la isla, empezamos a fumar a medias.  Compramos un paquete de tabaco negro que casi acaba con nuestros bronquios a las primeras caladas. Creo que el Camel posterior o el tornasolado Sisi  tampoco pusieron remedio a los deseos de hombría que viajaban con nosotros. Del resto del viaje, poco más que contar, salvo la posibilidad de ver la película “El pájaro de las plumas de cristal” que en Utiel no nos permitieron ver en el cine Rambal. No era tolerada para menores y por más intentos de falsificación que hicimos en carnés de muestrario de billeteros maternos no conseguimos entrar. Y es que la moral había que cuidarla. Lo cierto y verdad  es que la noche de regreso, ya apagadas las luces, decidí acabar el último pitillo que teníamos. En las caladas sucesivas, a modo de faro rojo, la punta incandescente delataba al fumador.  Desde la terraza del tendedero, Vitoria, jefa de mantenimiento gritó a todo pulmón intentando saber quién era el malhechor. A trompicones, mareado, con un halo a nicotina chivato, regresé a la cama y fingí dormir cuando subieron a ver qué pasaba. Ahí descubrí lo peligroso que resulta fumar, sin duda.

domingo, 22 de febrero de 2015


    Los primeros amigos, las primeras normas

Empezamos a buscar querencias entre nosotros mismos y he de aceptar que pronto congeniamos. Teo y yo veíamos de la proximidad del Salto de Víllora con Enguídanos y se nos unieron Juan Carlos, Fernando y Cubillo. Posteriormente se sumarían a la lista José Emilio, Abarca, Poveda y alguno más. Entre todos fuimos dictando las normas de convivencia amistosa que no eran necesarias y que cualquier adolescente conoce sobradamente. El balón, el eterno balón ejerciendo de imán para los ratos de ocio que tan necesarios se nos hacían, siempre dispuesto a aliviar el paso de las horas hacia un invierno especialmente duro. Porque así lo fue, en efecto. Nevó con ganas y sus efectos fueron letales hacia los conductos de agua.  Flanqueaban los pasillos y las habitaciones unos radiadores decimonónicos cuya máxima virtud fue la decorativa. Nunca, repito, nunca, funcionaron. De hecho llegamos a pensar que su puesta en marcha se retrasaba por algún misterio químico que no entendíamos y que en breves fechas funcionarían a la perfección. Ilusas criaturas que calzamos triple ropa interior para soportar esos niveles siberianos altamente insospechados. A su vez, la fauna estudiantil empezaba a ocupar su sitio. Allí aparecieron los primeros empollones, los primeros pelotas, los sempiternos  indómitos. Y entre ellos los primeros favoritos de los curas a modo y manera de chivatos o vigilantes en sus ausencias. La sala de estudio era común y suficientemente amplia como para tenernos a todos vigilados a la espera de la hora de dormir. Allí, el cura de turno, oficiaba de cuidador y el silencio reinaba entre las mentes que vagábamos a nuestro antojo más allá de los libros abiertos delante de nosotros. Y aquella tarde, el caos se desató de manera fulminante. Sonó su silbato el padre Santos y prestamos atención a sus palabras. Facundo, un alumno de Jaraguas, por su cuenta y riesgo, estaba redactando una carta a sus familiares. Ajeno a la labor de espionaje a la que estábamos sometidos, se explayó a gusto y puso a caer de un burro al colegio, a los curas y a todo lo que allí olía a disciplina. Nuestras risas contenidas rivalizaron en potencia con las dos formas no consagradas que el padre Santos descargó sobre sus mejillas. Creo que el rictus sonriente que le siguió a lo largo del año al bueno de  Facundo ahí tuvo su origen. Los demás aprendimos la primera regla. Nada perjudica más que la sinceridad abierta cuando la apertura no es permitida. Al curso siguiente, facundo ya no estaba entre nosotros. Y el padre Santos, tampoco. Dijeron que se fue al Vaticano  a poner un poco de orden. Supongo que quisieron elevarlo a la categoría de alférez como mínimo.

 

     Las primeras clases

El despertar fue tan inesperado como gozoso. Por los altavoces escupían melodías los Creedence  o Mungo Jerry  y aquello pintaba bien. Nos aseamos lo más rápido posible y bajamos al piso intermedio a desayunar. Jamás varió el desayuno en los cuatro años. O chocolate diluido con pan y margarina o leche con cacao y galletas con Nocilla.  Estaba claro que las caries pedían turno y se apuntaban a toda prisa a hacernos sus víctimas. Y con ser esto lo ignorado, la mirada de Michel nos sacó de dudas. Él, ayudante de cocina, fumador de Bisonte, casposo hirsuto y chico para todo, se encargaba de servirnos el desayuno acompañado de diez cuervos en sus garras. Sí, diez cuervos, uno por uña. Aquí los escrupulosos empezaron su régimen a perpetuidad y los  menos escrupulosos empezamos la novena implorando al Beato Gálvez que nos evitase cualquier infección intestinal. Nunca vimos menguar las cutículas del elemento en cuestión y tuvimos la certeza del refrán en cuanto a que no fallecimos y sí engordamos.

Una vez pasada la primera prueba, bajamos a las clases y tomamos posesión de los pupitres. El listado de libros se fue adaptando los horarios y por allí pasaron don Carlos, doña Emilia, la señorita Amparo, su hermana la señorita Luisa, y los sucesivos curas que ejercían de docentes y algunos además de decentes. Con las miradas firmamos el pacto de no agresión entre ellos y nosotros y no siempre lo cumplieron. Además ese año, el padre Santos, el “manumilitari”  más estricto que ha existido ejercía de jefe de estudios. Más adelante aparecerán con alguna de sus hazañas y vosotros mismos juzgaréis su temple.

A las primeras clases fuimos internos, externos y mediopensionistas llegados de los pueblos  limítrofes. Aquel conglomerado de criaturas abarcaba un arco de edades entre los doce años y los veinte. No en balde se ofertaban clases de magisterio a algunos como Cacín, egregio ser que vestía chalecos tardo franquistas y de paso se ofrecía como entrenador deportivo. Creo que lo hacía para ligar con las jovencitas de las monjas y creo que no disfrutó de demasiados éxitos. Porque sí, también había un colegio de monjas, del que más adelante daré cuenta. No debo dejar atrás al insigne hermano Pedro, oficial de cocina, más aficionado al juego de pelota vasca y al roneo femenino que al oficio de cocinero que se le suponía. Nunca vi un rostro tan avinagrado como el suyo. O nació así o los calostros se lo tintaron.

viernes, 20 de febrero de 2015


 

            La llegada

Octubre del setenta. Tras no pocas dudas entre el destino al que enviarme para cursar el Bachillerato, Utiel  ganó la partida a Cuenca. Mi padre tenía ciertas reticencias hacia Utiel pues no en balde en el mismo edificio en el que iba a permanecer yo, mi ignorado tío José, uno de sus hermanos, falleció siendo interno de los Escolapios años antes de nacer yo. Así que enfrentado al destino cargamos el cuatro ele con las pertenencias marcadas con el número ochenta y cinco que me había sido asignado. Llegamos puntuales y ascendimos a la segunda planta en la que una inmensa fila de camas más propias de un hospital de campaña, nos esperaban. La taquilla de contrachapado constaba de tres lejas y una barra horizontal sobre las que deshacer la maleta. He de decir que todavía tenía vivo el recuerdo de la despedida de las noches anteriores en las que fui pasando lista a la interminable lista que me fue confeccionada. Calle a calle dije adiós a tíos, vecinos, amistades, que me desearon los mejores augurios y atizaron mi imaginación al sospechar que Utiel se encontraba en las antípodas de Enguídanos. Aquello era más propio de una copla migratoria de Juanito Valderrama que de una ausencia trimestral de un crío como era yo. Me sentí emigrante a pesar de los ochenta kilómetros de separación que se me hicieron un mundo. Recuerdo cómo un escuálido Juan Carlos Olivares lloraba ante la inminente despedida de sus padres que habían optado por la misma decisión que los míos. Supongo que eso fue lo que nos aproximó a la amistad en un principio. Luego sería la pasión por el fútbol. Así que esa noche, tras una primera toma de contacto, salimos al patio. Sobre las escaleras de piedra que circulaban la puerta más de un lloro escuché de nuevo. No es que fuese más fuerte que ninguno de ellos; sencillamente es que los años previos de campamentos de la O.J.E. ya se encargaron de fluirme las lágrimas y esto pintaba mejor. Un desfile de hábitos negros con cíngulos de tres nudos blancos merodeaba por los pasillos y sus distintos rostros ya anticipaban lo que escondían. Sobre las once de la noche, una colcha a cuadros rojos y negros, me dio la bienvenida en silencio. A mi diestra, el rubio Carlos Arocas, empezó a darme conversación y pronto caímos rendidos. Era consciente de que nada volvería a ser como antes y efectivamente, nunca lo fue.

1.                Crónicas del internado

No es cierto el postulado aquel de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Lo único que pasa es que la memoria selectiva se encarga de eliminar del recuerdo los dolos y se refugia en los ludos para evitar que el rencor aparezca de nuevo. Y a tal efecto, pasar revista a traer al presente a quienes contigo los compartieron y sufrieron y gozaron. Situaos en el año setenta, sumergíos entre las cuatro paredes de un recinto franciscano menor  conventual y disponeos a pasar frío. No porque así sea la vuelta atrás; sino más bien porque el frío nos acompañó de manera permanente en aquel Utiel en el que los estertores franquistas estaban a la vuelta de la esquina y en el que nuestras máximas apetencias estribaban en jugar al fútbol y pasarlo lo mejor posible. A aquellos que hayan pasado por experiencias similares les sonará cercano y a aquellos que no las hayan pasado a lo mejor les reconforta saber que hemos sobrevivido sin demasiadas taras. En cualquier caso, aquí aparecerán amigos, conocidos, ignorados, docentes, curas, y demás especímenes que compartieron aulas y experiencias. Si en algún momento el halo de rencor aparece, os aseguro que se lo ganaron a pulso y quizá fui comedido en la respuesta. De cualquier forma, allí empezó el camino que a cada quien nos condujo a lo que somos en la actualidad, un collage de luces y sombras como cualquier hijo de vecino. Sospecho que esta crónica capitulada pasará desapercibida a la mayoría de sus protagonistas, pero caso de que les llegase, espero que corroboren la visión que ofreceré de la misma. Las horas de estudio, las tardes de paseo, los exámenes copiados, las duchas frías, todo irá apareciendo sucesivamente al renglón dispuesto y antes de que la memoria se aleje de mí, dejaré constancia, lo más ecuánime posible de lo que allí vivimos. Caso de aprobarla, lo celebraré con ellos; caso de rechazarla, también celebraré el hecho de haber visto el retrato desde un punto diferente y enriquecedor. A muchos de aquellos compañeros no los he vuelto a ver ni he vuelto a saber nada de ellos. Pero cada vez que la autovía pasa por los aledaños no dejo de sonreír mirando a la diestra al observar la cúpula azulada que coronaba aquello que fue nuestra morada. Así que, aquellos de vosotros que deseéis conocer la versión casi adolescente del cuéntame, seguidme, coged las trencas y desempolvad del baúl las reglas de cálculo, las tablas de logaritmos y los diccionarios de latín ¿Nihil obstat?, pues allá vamos.  

jueves, 19 de febrero de 2015


           Las normas de La Pizarra

Ya su sola mención me produce un cierto sarpullido en el alma. Será porque llevan implícitas el coartar la libertad de expresión y parten de la advertencia para que te andes con ojo. No, no es de mayor agrado el tenerlas que redactar. Quizá porque en el fondo cierto regusto a saltárselas siempre es bienvenido. Es algo así como cuando te sorprendían con las manos en la masa y negabas que en tus manos estuviese dicha masa. Esta situación hacía más apetecible el volver a probar para ver si esta vez te librabas de la captura. Por eso, insisto, no es que las adore. Pero hay veces en que llega a hacerse presente la necesidad de las mismas y a pesar de todo debo claudicar. Para los más veteranos no será necesario recordarles que La Pizarra nació con el único fin de exponer emociones en forma de poemas o relatos. De hecho, recordad cómo fueron eliminados aquellos indeseables que llegaron sin invitación a modo de tele vendedores de créditos que no hacían más que ocupar un aula que no les correspondía. Sin llegar a esos extremos, no dejan de sorprenderme las acusaciones públicas que en nada colaboran al buen ambiente en este grupo. Es evidente que no podemos caer bien a todo el mundo, ni que todo el mundo nos puede aceptar de buen grado. De hecho, yo mismo fui reprendido en un grupo en el que las normas dictaban un modo de redacción que según ellos no cumplía. Pues abandoné y a otra cosa. Ni hubo necesidad de alzar la voz, ni fueron necesarias más advertencias. El derecho de admisión requería cumplirlas y a mí no me apetecía tal sometimiento. Me parece innecesario recordar las que sin estar escritas en La Pizarra, se dan por sobreentendidas. Por eso mismo, amigos y amigas, solicito que si existe alguna divergencia personal, se solucione o se intente solucionar en el ámbito privado. No es necesaria ni la descalificación, ni la ofensa, ni la punzada, ni nada que supere el nivel de concordia literaria exigible en un grupo como este. Para esto se creó y para esto merece la pena su existencia. Caso de no ver que el espíritu se mantiene, reconoceré mi equivocación y quizás no debería continuar como grupo. Pasaron los tiempos aquellos en los que las normas se dictaban para ser cumplidas a rajatabla. Pero perduran los tiempos en los que la corrección en la convivencia se hace incuestionable. Sé que estaréis de acuerdo con estos postulados y a tal fin os conmino a respetarlos siempre. Que sigan fluyendo versos, prosas y cualquier motivo literario que nos haga felicitarnos por ser pizarristas.  Gracias a todos por entenderlo.
Jesús

martes, 17 de febrero de 2015


 

            A las palomas no les gustan ni el chorizo pamplonés ni los cíngulos falsos

Ni alguno que se le quiera parecer. Era una noche de Mayo y las ventanas del pasillo  comedor estaban abiertas a la luz de la noche. Estaba próximo el fin de curso y las prisas de rigor acudían a quienes desde nuestros catorce años soñábamos ya con el descanso veraniego. De ahí que aquella noche  de luna llena, tras soportar el paso de una sopa infame por nuestro tubo digestivo, el plato de fiambres que vino a completar la cena, más que un salvavidas pareció un ancla en el naufragio del yantar. Y entonces, en la mesa en la que cuatro mosqueteros nos mirábamos las caras, desde el silencio, asimos al azar uno de los ingredientes. Dos optamos por el chorizo, otro por el simulacro de york y el cuarto por el queso laminado que más parecía corcho. Nos miramos a la cara y la interrogación obtuvo cumplida respuesta. Sí, efectivamente, eran piezas capaces de sobrevolar en caída parabólica el claustro cuadrangular en el que un pozo ciego se solazaba con el canto de unas palomas.  Habían sido anidadas en las esquinas por el más lascivo de los curas que el internado conoció. No mencionaré su nombre para no desvelarle a nadie qué padre se escondía tras unas sotanas marrones de triple nudo. Era evidente que los calostros le ascendían en modo inverso a la vocación que le abandonaba. No había más que verlo engallarse cuando las presencias femeninas le rondaban a modo de peloteo. De modo que repartiré la culpa entre sus insatisfacciones y el poco apetecible menú que las palomas les ofrecimos. La cuestión estuvo en que una vez aterrizados los segundos platos y una vez depositados como sombras lunares sobre el patio, el putero en cuestión hizo sonar su silbato. A la de tres, para no fastidiar a todos, salimos y reconocimos nuestra querencia a ser pilotos sin motor de embuchados diversos. Nos hizo bajar al hangar, recoger los artefactos e ingerirlos sin limpiar. Ya acabé los calificativos hace años, así que no merece la pena sacarlos a la luz de nuevo. Lo cierto y verdad es que durante meses, sus adoradas palomas, no procrearon. Nadie supo qué mano fue la que impidió tal procreación porque nadie tuvo narices a delatarnos. Por cierto, años después, dejó los hábitos; eso sí, previamente, dejó un embarazo no deseado a cuyo fruto  imagino que le suministra para merendar chorizo pamplonés como buen padre, el muy ….


     El silencio

Es el majestuoso ser que vive siempre en la sombra que la voz le otorga desde su soberbia. Ese valor inapreciable que tanto se echa de menos cuando el interlocutor que se nos enfrenta lo elude a toda costa. Ese que prefiere aquietarse en un rincón para dejar paso a la bravuconada que se abrirá camino entre los oídos sordos o los que se simulan serlo. Ese que tantas veces habla desde la atalaya de los ojos con vocablos bañados por todo tipo de sensaciones. Ese que ante el exabrupto dejará pasar al ángel exterminador del calificativo que por pudor cancela. Ese es el silencio que a veces habla más que otros gritos y al que tan poco espacio dedicamos. Llega como consejero ante el sueño que emboza a las noches. Y lo hace desde la pausa que la reflexión precisa para hacer el balance de la jornada. A veces siente deseos de recriminarte alguna actuación y desde la magnanimidad de su existencia echa un paso atrás para no añadirte dolor. Sabe de ti más que tú mismo y ante él te sientes en desventaja. Puede que en un momento de desenfreno le sueltes las bridas y se disponga a cabalgar a su antojo para liberarse y liberarte. Él, que tantas veces ha sido catalogado como  virtud, empieza a cansarse del papel que se le asigna y promueve una lucha interna por convertirse en voz. Medita los pros y los contras y aún sabiendo que la balanza se inclinará hacia el platillo de los primeros, los argumentos de los segundos ganarán el duelo. Si dejase de ser silencio acabaría provocando tal erupción en el volcán  interior que todo se cubriría de un manto de rocas ígneas que abrasarían a las aguas. Ni siquiera la formación de un nuevo islote sería causa suficiente como para permitirse tal efusión. Por eso permanece bajo el quicio de la puerta, sentado en el escalón de entrada, a la espera de quien quiera aproximársele para hacerse oír. Nada será capaz de perturbar la quietud que muestra porque fueron tantas las veces en las que vio fracasar a la celeridad que decidió pausarse sobre las baldosas y tomar aire. No te abandonará nunca, ni delatará tu estado de ánimo para no dejarte en un estado de indefensión ante los avatares que la vida te tiene reservados. Hazle caso, simplemente, respetando su voz. Y cuando no consigas entender su mudez piensa que algo en su interior se está macerando  y necesita su tiempo.

lunes, 16 de febrero de 2015


 

       Que la vida es un carnaval

Mañana la inocente sardina pagará las culpas por ser la abanderada del recato que nos viene.  Así que apuraos aquellos que queráis disfrutar de los placeres carnales antes de que la ceniza del miércoles venga a poner el toque trágico a la existencia divertida. Ya está bien de pasarlo bien y ahora a meditar y arrepentirse. No vaya a ser que entre tanta jarana se pierda el miedo a la recompensa dañina que se nos aventura si no hacemos de la calma una virtud. Que si el ludo y divertimento preside nuestro devenir diario, no habrá manera de controlarnos a posteriori, el miedo desaparecerá de nuestras chepas, y no es plan. Ya lo anticipó Umberto cuando unió a la risa con la falta de miedo y demasiado cao le hemos hecho a la propuesta. Y tal y como está el tema da igual la versión desde la que provenga el dogma para que el fin se presente culposo. La violencia, la intransigencia, el poder por el poder al precio que sea, se está imponiendo tras unas máscaras variopintas que camuflan a polichinelas perniciosos que odian a la alegría. Las fanfarrias han subido el tono y desde los negros atuendos se eliminan anaranjadas vestimentas para promover desde el ejemplo la sumisión al temor. Este sí que es un carnaval al que se debería prohibir el desfile en el sambódromo de la actualidad. La batucada que proponen ha nacido viciada desde sus propios postulados  como antes hiciesen otros y las marimbas están tan desafinadas que perdemos el paso constantemente. De nada han servido las igualdades de oportunidades si las diluye el fanatismo promovido por quienes buscan héroes deseosos de destacar en un mundo de incógnitos sin futuro apetecible. Los gregarios se han propuesto imponer a la razón la creencia en la locura y parece no tener remedio el compás. Mientras tanto, desde la tribuna de honor, los encargados de dirigir el baile se distribuyen los papeles de la inacción para pasarse la responsabilidad unos a otros. Así que, amigos míos, creo que la mejor opción será seguir el paso de quienes nunca se sometieron a razones nacidas de la fuerza e intentar sobrevivir del mejor modo que nos dejen. De momento, pienso indultar a la sardina para no someterla a la crueldad de un entierro que no pidió. Mejor dejarla nadar libremente en las corrientes de sus deseos y que pique el anzuelo que más le seduzca, más le apetezca o más alegre le haga la vida.    

domingo, 15 de febrero de 2015


     Pedalear

Un acto tan simple que se convierte en liberador y que tan de moda se ha puesto.  Ya no se trata de gozarlo como cuando llegó como regalo de aquella primera, y en algunos casos última, comunión. Se trata de darle rienda suelta a la necesidad que el rostro tiene de recibir el frescor en la cara cada vez que traspasamos la velocidad del paso.  La ruta te pertenece y te dejas llevar simplemente por el deseo de que se te ofrezca. Ya no te desplazas acompañado por la prisa y esposado a la urgencia. Simplemente la cadencia del pedaleo te marca el ritmo y llegas a donde quiere que llegues. Por eso hay cosas que resultan incomprensibles a simple vista y seguro que no lo son tanto si profundizamos. No puedo entender cómo en ciudades como Valencia el uso de la bicicleta no se potencie  más desde el punto de vista de la seguridad de tránsito. Los carriles destinados al efecto son por diseño, amplitud, longitud y cuidado, absolutamente caóticos. Aquel osado ciclista que decida embarcarse en el tráfico motorizado sabe que se está sometiendo a un deporte de riesgo. En caso de utilizar el servicio municipal de bicicletas será imprescindible unos meses previos de gimnasio para acondicionar sus piernas ante semejantes artefactos pesados. Si por ventura decide utilizar la propia, mejor que vaya acumulando unos buenos dispositivos antirrobos para evitarse sorpresas. Y si su residencia se encuentra en el área metropolitana que añada a todo lo anterior el problema de la incompatibilidad del servicio municipal de sus bicicletas con el de la capital. En resumen,  quedará para los amantes del pedaleo, las rutas diseñadas por zonas verdes que en días festivos se convierten en auténticas autopistas de transeúntes variados. Alguien ha olvidado las ventajas físicas, económicas y ecológicas que supone el uso de tal medio de desplazamiento. He visto como en Lausana, a pesar del frío y las cuestas, su uso era intenso y el agravio comparativo se hace mayor ante la planicie que me rodea. Sé que será un canto en el desierto el sugerir a las mentes pensantes que reconsideren sus posturas. Pero a modo de ejemplo se me ocurre que la frecuencia de paso de los autobuses por sus carriles igual permitía el uso compartido. Lo de la comprensión por parte del automovilista impaciente que nervioso pulsa su claxon  es cuestión de ecuación  y necesita más tiempo. Por cierto, me voy a pedalear, ¿alguien se apunta?

 

sábado, 14 de febrero de 2015


  Las flechas de San Valentín

Pues nada, ya está aquí de nuevo, San Valentín. Y con él vendrán las colas en los restaurantes variopintos a los que dedicar cumplidamente las horas del romanticismo planificado. Y de sus alas lloverán pétalos de ilusiones que jurarán eternidad al amor por más modelos de caducidad que les rodeen. Y desde su arco, Cupido se empeñará en lanzar saetas hacia los corazones solitarios que sin permiso alguno las recibirán sorprendidos. Aquí la cuestión estriba en que este día, el Amor tenga un hueco al que subirse para mayor gloria de quienes lo disfrutan o sueñan disfrutarlo. No tiene cabida en esta  celebración el brasero de cenizas que el tiempo se encarga de esparcir sobre quienes se juraron perpetuidad e intensidad. Aquello ya es agua pasada y el tono gris amenaza con acabar en negro lo que nació azul. A lo peor es que aquel San Valentín pasado no destapó todas las cartas ante la candidez de los tortolitos que se prodigaron arrumacos. Igual decidió que la vida misma fuese la verdugo en su transitar del vuelo migratorio de las mariposas y se hizo a un lado. Si no fuese así no se explica el testimonio que muchos rostros anónimos esparcen tras una mirada torva, cansada, rendida, decepcionada. No es necesario buscar culpabilidades cuando la culpa quizás nació como cizaña entre las mieses  que se soñaban  lozanas y nadie se percató de la necesidad de eliminarlas. Se dejaron crecer y mandaron al calabozo del conformismo a la pasión, a la risa, a la alegría. Y entonces, para no reconocer deméritos, para que esa carga no mortifique, aprovechar este día de mediados de Febrero para poner un paño de alcohol al corazón no latiente, puede parecer una buena opción. Así que, Valentín, por favor, dile a Cupido que esta vez y las sucesivas veces, cuando descabalgue de su carcaj dorado las relucientes flechas, por más que la melodía que suene hable de disparar sin ver, que se fije bien. No vaya a ser que dentro de unos años  las cicatrices de aquel flechazo conviertan al iluso enamorado en una mala réplica de San Sebastián. Si así no lo haces, Valentín querido, el día de mañana te encontrarás con los reproches merecidos que por vergüenza callarán pero que serán imposibles de borrar de un rostro manifiestamente infeliz. Piénsalo bien y no te escudes tras los ramos de flores ni los regalos suntuosos que no hacen más que diluir el auténtico sentido del Amor.  

 

jueves, 12 de febrero de 2015


     El secreto de Casanova

Cuenta la leyenda apócrifa que circula por Venecia que hace años, cuando el dominio de la ciudad se extendía más allá de los confines de Oriente, el famoso navegante Marcelo Di Vito, llegó al puerto de Niang Pung. Tenía como misión encontrar entre la sabiduría milenaria algún remedio que llevar a los aristócratas de la ciudad. Estos habían empezado a comprobar en sus propias carnes la flaccidez del apéndice inguinal y tal cuestión les atormentaba sobremanera. Sabiendo de las virtudes que se escuchaban sobre las pócimas preparadas a la vera del Sol Naciente, decidieron fletar de sus peculios personales una expedición formada por cuatro galeras que capitanearía el gran Marcelo Di Vito. Tenía fama de avezado marino y cualquier inversión se daría por bien empleada al anticipar el acierto de la misma. Así lo dispusieron y el veintinueve de Septiembre de mil trescientos catorce, izaron velas rumbo a Oriente. Costearon las Indias y tras no pocas fatigas arribaron al puerto de Niang Pung. Se había corrido el rumor de la existencia de un alquimista que aliviaba desde sus alquitaras cualquier mal de amores que los enfermos de tales quisieran remediar. De modo que Marcelo, sabiendo que su recompensa aumentaría si el regreso se acortaba, no perdió tiempo y a la mañana siguiente comenzó su búsqueda. Tras no pocos sobornos a los silenciosos sabedores de las virtudes de tales ungüentos, consiguió dar con Xin-Gao.  Tenía el aspecto de un jovenzuelo y costó creerse que su edad traspasase el sexto decenio de vida. Rebosaba vitalidad tras sus diminutos ojillos y de ello daban fe las cinco mujeres que lo compartían desde su tálamo de bambú. Marcelo no daba crédito a lo que se le mostraba e inmediatamente le vinieron a la memoria los rostros de aquellos afligidos venecianos. No pudo por menos que contener la risa y tras no pocos regateos y algún abuso que otro del sake casero que escanciase Xin-Gao,  llegaron al acuerdo sobre la pócima deseada. Pasaron al laboratorio que resultó ser la cocina desde la que el afamado gurú destilaba sus méritos. Marcelo vio infinidad de cuencos de arroz a los que se les había añadido una melaza proveniente de las galeras que cultivaba a su antojo. Estos crustáceos de escasa estima, guardaban en su interior el secreto del éxito para los incansables amantes. Tras tomar nota de las recetas acordadas, Marcelo se dispuso a probar dicho menú. Cuentan las crónicas que la tripulación lo anduvo buscando durante cinco días y que tras no pocas pesquisas dieron con él. Regresaba a puerto con una amplia sonrisa y el caminar vacilante lo atribuyeron a la humedad, que las aguas,  le legaba al almirante. Nadie supo del éxito de la expedición hasta años después y el secreto perduró entre las alcobas del Ducado. Lo que nadie sabe todavía, es que pasados unos siglos, Giacomo Casanova, entre huida y huida ante maridos cornudos mintió al atribuir sus virtudes a las ostras ingeridas. Lo cierto y verdad es que entre su dieta diaria siempre figuraba un plato de arroz con galeras al que muchos despreciaban por ignorantes.  

miércoles, 11 de febrero de 2015


   Cincuenta penumbras de Grey

Era cuestión de tiempo y ya está aquí. Ha sido necesario esperar unos cuantos años, no demasiados, para que la famosa trilogía erótica llegase a la gran pantalla para culminar su éxito. Porque sí, el éxito lo tiene asegurado, al igual que lo tuvo la versión escrita de semejante culebrón. Dicen que el mal escritor tiene que conformarse con intentar ser un crítico y en ninguna de las versiones me veo situado. Ni como escritor tengo méritos suficientes ni como crítico criterios que comulguen con el dogma. Pero sí que me gusta leer y ver y por lo tanto algún juicio de valor puedo aportar en el caso que acontece. Reconozco que cuando empecé a leer la primera sombra un cierto halo a ya leído me vino a la mente. Un guaperas, multimillonario, vicioso y generoso resultaba ser el clon de gigoló ya visto con anterioridad en otros personajes. La diferencia estribaba en que aquel cobraba por sus servicios y este Grey, los plasmaba en un contrato basura escrito para mayor gloria de sus perversiones. Perversiones que, como no, una anterior señora Robinson, se encargó de alimentar en el puro adolescente que fuese y ya no era. Este ángel caído en el averno del sexo sadomasoquista, mira por donde, necesitaba reafirmar su creencia en el amor puro de la mano, es un decir, de la angelical “Peggy  Sue” que vino como caída del cielo a redimirlo. Un tufo a culebrón empezaba a expandirse por las páginas a base de idas y venidas entre los enfados y reconciliaciones tras las series de latigazos. La coherencia con la credibilidad no estaba invitada y allí se trataba de despertar la libido a quien lívido se debería poner al participar de semejantes orgías en papel de imprenta. Aquí, desde su tumba, el marqués de Sade miraba a Justine y se mofaba de sus absurdos imitadores. Pero daba igual. Lo importante era moverse en el límite no pecaminoso para que el color rosa perdurase en dicha obra. Astucia en la confección del argumento al que se embarcó la autora, que sin duda, no sabe ni de Lulú ni de sus edades, para mayor desgracia suya.  Total que entre el fraude y la ñoñería seguía malviviendo una trama que no había quien la sostuviese. Del segundo tomo, apenas recuerdo nada y del tercero recuerdo que en la página doce dije basta. Aquel cóctel resultaba insufrible y no era cuestión de seguir dándole crédito. Vi en sueños a Buñuel partiéndose de risa mientras Catherine seguía soñándose “Belle de Jour”  y fue imposible seguir. Por eso le auguro un inmenso éxito a la película. Porque seguimos siendo más de ver que de leer y más aún de leer gilipolleces que de degustar verdaderas obras de arte. Vivimos en un tiempo en el que el imperio de los sentidos ha dado paso al reinado de la mediocridad y el erotismo no iba a ser una excepción. De todos modos, ni caso a lo dicho; no soy escritor y de los críticos ya sabéis lo que dicen.     

martes, 10 de febrero de 2015


    La mano

Ese extremo de la extremidad superior que tan dispuesta está siempre a servirnos y a la que tampoco caso hasta que necesitamos de ella. Nace a la vida desde la desigualdad que percibirá cuando se vea menospreciada ante su hermana por la elección caprichosa de nuestro crecer. Verá cómo su simétrica sale victoriosa en esa lucha fratricida que entablarán los designios involuntarios. Si se acomoda a la norma, se verá abocada al mantenimiento acorde a lo que se espera de ella y no podrá pasar desapercibida por más que quiera. Transmitirá emociones en el encuentro con una semejante a la que se aferrará con mayor o menos intensidad según la armonía que sus dedos designen. Verá segmentarse su palma con las líneas predictivas de su dueño y en sus montes y valles llevará escrita la esencia de quien las mueve. Sí, las mueve; porque manejarlas es una tarea que le corresponde al corazón oculto que tímido prefiere permanecer así. Esas manos que en sus diferentes tamaños y proporciones darán una idea de lo que somos y de lo que escondemos. Manos que se sentirán prisioneras tras los guantes carceleros de sueños que alegarán fríos para cumplir con su misión. Manos que tenderán su dorso al arado de los años en los que se sembrarán vivencias y recolectarán recuerdos. En ellas, las falanges no formarán escuadras con ángulos obtusos desde los que diseñar imposibles. Estarán prestas y dispuestas al consuelo, a la caricia, a la ternura, al amor. Y serán entrelazadas con la seguridad que otorgue  la correspondencia en el intercambio de cálidos tactos. Han asumido el papel preponderante de este sentido y el resto de la piel les deja hacer a su antojo. Serán quienes sigan los pasos de la mirada a la hora de franquear la entrada al desconocido que quiera dejar de serlo. Guardianas de nuestro sentir, el mínimo contacto con ellas, hablará de nosotros. De ahí que por más disfraces untados que el carnaval de la vida les quiera poner, nada será capaz de ignorar lo que anida detrás de quien es capaz de utilizarlas para compartir emociones. La epidermis las tomó por abanderadas y a ellas nos encomendaremos con la esperanza de vernos acogidos como en el fondo deseamos. Sólo en el mejor de los casos aceptarán se anilladas como signo de ostentación o de alianza. Lo que no sabemos es si ellas mismas estarían dispuestas a verse así si pudiesen elegir o preferirían seguir a su antojo el compás que la sinfonía de la vida generosamente les compone. Habrá que preguntárselo mirándolas de frente.

lunes, 9 de febrero de 2015


   El forense del jamón

Tuve la feliz ocurrencia de acudir a un establecimiento pertrechado tras el carrito de la compra un día festivo con la aviesa intención  de adquirir una de las extremidades que aquel difunto tuviese a bien legar al gaznate en forma de jugoso jamón. Y en tal esperanza emprendí el viaje. La mañana, luminosa y fría, recomendaba el paseo por la acera soleada que a este Febrero intentaba robarle los fríos. De modo que traspasados varios pasos de cebra y franqueada la entrada al comercio, me dispuse a localizar dicho departamento. Lo de menos fue sortear el tránsito de carritos que poblaban la autopista en la que se había convertido el cruce de los pasillos. Lo verdaderamente complicado fue enfrentarse a aquella pirámide multicolor de pezuñas apiladas y decidirme por una de ellas. Que si de cebo, que si de la Alpujarra, que si de Guijuelo, que si de bodega. Unos expuestos desde los garfios y otros acurrucados tras el cartel de su denominación. Todos se ofrecían a ser el futuro sustento y la duda crecía. Unos dando la cara, otros en fundas oscuras, otros formando una fila más propia de una sacristía de santuario en la que depositar las reliquias. La cuestión  residía en qué oferta resultaría más acertada. De modo que pedí consejo a la entendida de turno y a punto de adquirir la pieza se vinieron abajo mis expectativas. Le sugerí la idea de seccionar el extremo no comestible basándome en las tremendas dimensiones de tal “bandurria”. A ojo estaba claro que necesitaría un banco de cocina triple del que tengo para que oficiase tal galeón  como barco sin velas. Como no era plan empezar obras que le abriesen hueco, insistí en el corte de la extremidad no comestible. Y aquí sí, aquí sí que se me acabaron los argumentos al contestarme con un no muy decidido. No estaba presente en el local el tajador y no había posibilidad alguna de cumplir con mis deseos. A escasos metros, una sierra eléctrica me retaba a oficiar como tal y así evitar tan ardua tarea a cualquiera de los empleados. No hubo manera. Se me exigía paciencia y la opción de regresar en fechas próximas sin confirmarme si  Jack “el deshuesador” tendría a bien presentarse a la cita. En esos momentos recordé aquella máxima tan próxima que diferenciaba al despachador del buen vendedor. Sonreí a la voluntariosa señorita, desanduve mis pasos y concedí el indulto a quien ya no lo necesitaba. Al salir, una pregunta me seguía rondando por la cabeza y la respuesta aún no me ha llegado. ¿De qué sirve promocionar ventas si no las saben vender? Lo cierto y verdad es que si regreso  llevaré bajo mi abrigo una sierra y en un acto de descuido haré patente el intrusismo laboral seccionando por mi cuenta la pezuña excesiva. Igual alguien más me ve como forense porcino experto y solicita unas clases ante tal maestría.   


      La letra manuscrita

Es curioso que a estas alturas del avance tecnológico  nadie haya sido capaz de sacar al mercado una aplicación que te permita utilizar tu propia grafía. Me explicaré. No una que sea capaz de fotografiar tu manuscrito, que esa ya existe, sino una que sea capaz de pasar a letra de imprenta la tuya. O igual existe y la desconozco. La cuestión estriba en que algo tan personal como tu grafía se tiene que someter al patrón que te marquen por muy extenso que sea. Entonces el hecho diferenciador desaparece y la uniformidad se impone como en casi todo lo que nos rodea. Igual que la sastrería a medida fue dejando paso a la confección en serie, el manuscrito se ve sometido al modelo y eso le resta autenticidad desde mi punto de vista. No se trata de que sea absolutamente imprescindible dejar la huella que tus dedos dispongan para dar testimonio de que nacieron de ti y no necesitan intermediarios. Se trata de poner la firma que por sí misma será la rúbrica a lo que tu sentimiento redacta. No en balde la aparición de apuntes perdidos en blocs descoloridos provoca una euforia altamente comprensible en quienes los sacan a la luz. Sería altamente gratificante la posibilidad de perdurar en los cajones del recuerdo acompañado de tu letra que tanto dice de ti. Recuerdo los primeros ensayos de firmas en los que intentaba imitar las de los mayores. Aquellos bocetos fueron dando paso a las sucesivas manifestaciones en las que un grafólogo descubriría más de lo que nos imaginamos. Quizás saliesen a la luz secretos guardados tras los barrotes de la vergüenza custodiados con los cerrojos de la timidez. Aquellas cartas de amor, aquellos primeros versos, aquellas dedicatorias, no serían igual de sinceras si se hubiesen parido desde la linotipia. Hagan el favor, mentes privilegiadas, si aún no lo tienen en vistas, de poner en circulación  semejante utensilio. No sólo porque la conmemoración del día del amor está próxima, sino porque nada hay más triste que ver moldeada la pasión que nacieron de tus yemas para ser cocida en el horno de la uniformidad en la que se diluye su esencia. Cuando lo tengan, por favor no demoren el hecho de hacérmelo saber. Ya me encargaré de disculparme ante las teclas por el abandono y seguro que ellas entienden mis razones.

domingo, 8 de febrero de 2015


.    El ángel custodio Jabamiah

Por fin sé tu nombre, amigo mío. Después de tantos años en los que el norte de mi cabezal era tu territorio acotado, ya sé cómo te llamas y a quién debo el honor de ser mi guardaespaldas. Seguro que el diseño que te dieron no se corresponde con tu verdadera esencia. Da lo mismo; tampoco yo era aquel niño que con los ojos vendados sonreía ante otros niños de mofletes sonrosados igual de risueños. No llegué a entender del todo por qué tú, con tus enormes alas desplegadas a modo de Jumbo transcontinental,  no hacías nada cuando estaba a centímetros de un pozo al que mi ceguera me llevaba sin remisión. ¿Esperabas hasta el último momento? ¿Tu vuelo resultaba imposible en tan corto trayecto? ¿Pretendías darme una lección para que siempre necesitase de ti? No sé, la verdad. Lo único que sé es que de cuando en cuando el recuerdo de aquella postal prominente regresa a mis sueños. Supongo que será por la fusión con los accidentes aéreos que por desagracia están tan de moda. Recuerdo cómo miraba hacia arriba desde el embozo de las sábanas para ver de ti algún gesto de cansancio y hacer de las mías sin que me vieras. Y nada. Tú, siempre vigilante en el brocal del pozo al que estaba condenado. Dicen que ayudas a superar las adiciones y que brindas fortaleza de carácter y voluntad sólida. Que quienes te tenemos como guardián somos íntegros, desapegados de las comodidades materiales, austeros y dueños de nosotros mismos. Con algunas cualidades estoy de acuerdo y con algunas otras deberían ser los otros quienes valorasen si me pertenecen o no. Sea como fuere, y después de tanto tiempo juntos, creo que ya es hora de agradecerte tu labor. Porque tal y como está el patio saber que gracias a tu intercesión, a la suerte, al destino o a cualquier causa desconocida, sería injusto quejarme. Estoy con la gente que quiero estar y con nuestros más y nuestros menos, nos llevamos bien. Procuro mirar hacia el lado positivo porque es desde la única atalaya que merece la pena divisar el horizonte. Me arrepiento de haberme arrepentido porque el arrepentimiento conlleva un no perdón perpetuo. Procuro mezclar letras en la marmita de la afición para soñarme lo que nunca seré. Y sobre todo, amigo Jabamiah, te agradezco que por fin hayas destapado la venda de mis ojos para que viese cómo el pozo no existía. Era un simple señuelo que pusiste a mi paso para que entendiese que el verdadero custodio de uno mismo es el latido de su corazón. Creo que ya estás mayor para seguir ejerciendo tu labor pero me sentiría traidor si cubriese con un paño de desagradecimiento el cabezal de mi cama que durante tanto tiempo fue la pista desde la que me enseñaste a volar.   

viernes, 6 de febrero de 2015


     Aquella vez que vi nevar

Fue en el tránsito del decenio que dejó al sesenta y nueve para recibir al setenta. Los copos decidieron unirse a las festividades y como caídos del cielo, nunca mejor dicho, se unieron al recogimiento. Dio lo mismo que se helasen las tuberías de plomo o que las estufas enrojeciesen de tanto consumir olivo o carrasca. Daba igual mientras el chocolate recién hecho por las manos amorosas, viniesen acompañando a las madalenas caseras ejerciendo de despertadores. Todos los que teníamos  que estar, estábamos y las tertulias giraron en torno a las mesas provistas de castañas, higos secos, frutas escarchadas y  alajú. Y del frío ni acordarnos. Arriba, en las orzas, los chorizos pedían turno a las morcillas y las güeñas esperaban para ser recibidas por el potaje de rigor. La empinadas calles de Enguídanos lucían alfombras cristalinas de hielos a los que se sumaron sales o pajas para hacerlas más transitables. El cielo seguía siendo igual de azul y las mesas de las matanzas se asomaban a los rincones por los que el sacrificio se anticipaba. Sólo el cerdo que había sido uno más en la casa sospechaba de tanta generosidad en su menú y por más que oyese de lejos los llantos de sus semejantes desechaba la idea de ser el siguiente. Las bolsas de agua caliente nos pedían prestados los colchones de lana para acurrucarse a la espera de nuestra llegada y nosotros aceptábamos su deseo. Poco importaba que todo estuviese atado y bien atado si el hilo de bramante sujetaba convenientemente los oreos sobre los clavos de las vigas de madera. Ya se desatarían al cabo de poco tiempo y la cuestión era tener paciencia y contener la gula. Sólo se atrevió a morirse Baldomero sin recapacitar en que el traslado a  hombros costaría más de lo normal ante el estado del recién estrenado asfalto. El coche de Cubillo tuvo que confiar como siempre en las expertas manos de Jesús para llegar por la empinada cuesta de la presa del Bujioso hasta cumplir su ruta diaria hacia la capital. Y todo el blanco fue dando paso al gris a medida que las pisadas aplastaban al manto caído. Las tardes se alargaban a la espera del sueño tras la mesa donde el tapete era el rey. Partidas y más partidas de julepe a las que ponía pausa la “frita en sartén” o los “melaos” que se sumaban a la fiesta del aislamiento. O eso creyeron aquellos que estaban lejos. No, no estábamos aislados, porque nada pudo aislar a quienes compartimos vivencias por más nieve que cayese y por más empeño que pusiéramos en  ralentizar el paso de los años venideros en los que echaríamos de menos  aquellas nevadas.