Contrato de prácticas
Desde la sana costumbre que supone la observación del
entorno suelo tomar nota para seguir en esta manía diaria de escribir. De
hecho, más de una vez, tengo que almacenar las situaciones que se agolpan y
guardan turno a modo de cola de embarque en un low cost de
destino incierto. Y como yo no elijo ni el momento ni el lugar, cuando
la situación se presenta, aplaudo para mis adentros. De hecho, ayer, sin esperarlo,
volvió a suceder. Me encontraba en un establecimiento a la busca y captura de
una prenda de vestir y entre revoltijos, perchas y estanterías de ropa
apareció. Era una chica de unos veintipocos años escudada tras unas gafas de
pasta que le daban un toque intelectual
custodiada por un pinganillo a modo de guardaespaldas. Poco que
reprochar a su amabilidad, disposición, simpatía y profesionalidad. El esmero
en el trato iba parejo a su buen hacer y en breves instantes dejó clara su
valía. Adquirí la prenda y a la espera de retoques me disponía a salir del
establecimiento. Todo normal, todo pausado, todo previsible. Hasta que frente a
mí, a modo de banderillero cargado con dos camisas similares en su manos, ese
rostro tostado por sus genes, clavó su mirada y me mostró las prendas. La
primera reacción por mi parte fue suponer que aún se me notaban los años de la
juventud que pasé tras el mostrador de la tienda en las épocas vacacionales y
que acababa de toparme con un nuevo cliente. La reacción siguiente fue
imaginarme como becario entrado en años con
un contrato de prácticas que el destino me ofrecía. La tercera fue sospechar
que este señor me había confundido con el dueño del establecimiento y buscaba
atención vip. Ninguna de las opciones correspondía a la razón última. Así que
cuando le indiqué que no era ninguno de los perfiles que pensaba que cumplía, él me espetó un “Choose me” que me dejó boquiabierto. Me estaba bautizando
como asesor de moda este buen hombre y
yo sin enterarme. De modo que, como disponía de tiempo, rechazamos las dos
camisas que había elegido y comenzamos la peregrinación por el resto de las prendas colgadas en un
intento de convertirme en su “ personal
shopper” . Que si demasiado clara
para tu piel, que si demasiado ancha
para tu torso, que si las coderas no molaban, que si el cinturón a juego era el
adecuado. Yo calculo que la suma rondaría algún centenar de euros y su confianza en mi gusto al elegir sobrepasaba
de largo sus esperanzas. De hecho, a la
media hora, el mostrador de la caja se mutó en un armario abierto a la espera
de cobro. Rechazando cualquier oferta
laboral, que a estas alturas no me corresponde, me despedí de este buen señor
cuya cetrina piel seguía luciendo los
níveos de su dentadura sonriente. Fue entonces cuando recordé aquello que decía mi padre de “cualquiera
puede despachar, pero no todos saben vender”
Jesús(defrijan)