Villancicos navideños
Tal y cómo las fechas lo solicitaban y la amistad
lo sugería, acudí. Allí, en el ecuador de las fiestas navideñas, se celebraba
la doble onomástica de los dos juanes, Bautista y Evangelista, cuyo templo ejerce
de vértice en el centro del centro capitalino. Y nada más atravesar la puerta
de acceso, con las pituitarias impregnadas de aromas salinos marinos próximos,
la primera sorpresa. El señor obispo auxiliar oficiaba la misa de rigor
escoltado por dos auxiliares que a su vez se auxiliaban a sí mismos para venir
en auxilio de todas las almas fieles que ocupaban los bancos de la nave. A tres metros de
altura, esculpidos y silenciosos, los doce patriarcas descendientes de Jacob,
mirando absortos lo que a sus pies acontecía. Sobre el retablo, un tapiz de
pintura marrón a la espera de ser glorificado por algún pincel experto. Sobre los
peldaños, las flores de Pascua dando color y cobijo al nacimiento que todo lo
presidía. De modo que era cuestión de esperar y la espera concluyó con la entrega
de medalla al oficiante que recibió con agrado mientras un subalterno abría el
turno de aplausos que todos siguieron, como debe ser. Y de repente, una vez
despejado el frontal, un desfile de cuarenta y cinco voces, tomaron su puesto
desde el luto riguroso de su indumentaria y la sobriedad de la carpeta en la
que esperaban turno los acordes. Temí lo peor cuando entre todos ellos descubrí
el rostro de uno al que las voces cercanas lo sitúan en las antípodas de la
religión y en las proximidades de lo anticlerical. Sin duda alguna, el canto
había ejercido de profético misionero para reconducirlo al camino de la Verdad,
supongo. Y empezó el recital. Un nuevo trayecto hacia Damasco había dado paso a
la reconversión pentagramada del hasta entonces cantor impío, imagino. Y allí, la Coral “José Roca”, empezó a lucirse.
Sin ampulosidades ni artificios, las voces fueron desgranando los villancicos
conocidos desde la brevedad y el buen tono. De reojo seguía los movimientos
labiales del sospechoso cantor, y “sí, sin duda alguna, efectivamente, mueve
los labios, pero no canta”, me espetó una próxima que se tenía por experta
ventrílocua. Por un momento pensé que daba lo mismo si se camuflaba su silencio
en la mitad de la armonía; bastaba con comprobar la satisfacción general para
dar por bueno todo el recital. Únicamente me pareció que Benjamín le preguntaba
a José desde su peana si quedaba mucho para terminar. Éste le mandó callar y
más pronto que tarde concluyó con algún que otro bis de por medio al que todos
nos sumamos. Y es que ya se sabe que a los pequeños de la casa, cualquier tiempo
de espera se les hace eterno.