miércoles, 30 de noviembre de 2016


El camino

Mucho cuidado con no confundirla con aquella que escribiese aquel monseñor que hablaba de la obra de dios. Mucho cuidado con obviar el artículo que forma parte del título y que en nada tiene que ver con la antes mencionada. Aquella ni la leí ni me interesa y esta encierra en sí misma un retrato tan cercano en las sensaciones como lejano en el tiempo de aquellos que nos asemejamos al protagonista. Solo un genio de la pluma como Delibes sería capaz de poner en marcha un relato en forma novelada del desarraigo que supone abandonar tu niñez en pos de un desarrollo hacia la vida adulta que no has pedido de modo tan repentino. Sabes que nada volverá a ser semejante a lo que dejas atrás y las mismas interrogantes de los personajes de la novela te van asaltando. La vas haciendo tuya en la medida en que te solidarizas con quienes apuran las horas previas a emprender un camino de no retorno. Dan ganas de soplarles al oído lo que les espera cuando el tiempo transcurrido te ha convertido en el veterano del exilio. Solo les quedarán los espacios interescolares para cimentar convivencias familiares y con el dolor irán cociendo los ladrillos de su futuro. Y todo, durante esa noche previa a la marcha, desde una línea de salida que mira al infinito buscando respuestas. Con un poco de suerte conseguirás poner rostro a los personajes tomados de los que tuviste la fortuna o desgracia de conocer en la representación real de esa obra. Cambiarán mínimamente los espacios, quizás las clases, quizás los temarios. Serás capaz de alejar las penurias que fueron solapándose a tu piel y en aquellos doce años que tienes enfrente querrás revivir lo que ya no tiene vuelta atrás. Se te hará corta la lectura; como si le faltase el camino de regreso que tú tan bien conoces. Y conforme analices esa especie de carencia comprenderás que don Miguel dejó abierto este regreso para que cada cual lo caligrafiase según sus vivencias. Si alguna vez me pareció imprescindible recomendar un libro, esta sería la suprema. Aquellos que no sientan paralelismos personales con la narración, que al menos tengan a mano la curiosidad de saber cómo nos fue. Aquellos que fuimos clones, al leerla, nos veremos reflejados, y quién sabe si reconciliados  con el destino que nos trajo al punto actual.  Por lo que a mí concierne,  “Cuatro años y un día”, quiso ser una crónica que en multitud de ocasiones sigue respondiendo por mí y por unos cuantos más.       

lunes, 28 de noviembre de 2016


Terapia intensiva

Movido por el faranduleo que proponía la amistad y acunado por la envidia que me provoca el oficio de actor, acudí. Y como tantas otras veces, desde el patio de butacas empecé a observar cómo el oficio de comediante daba paso a una consulta de psiquiatría en la que el docto intentaba poner en orden el pensamiento del paciente de turno. Allí, los guiños a la comedia se iban camuflando con un poso de amargura conforme más de uno de los asistentes descubría en su interior más profundo la cruda realidad que les venía de pleno. Un ir y regresar al subconsciente desde el que afloraban reflejos psicóticos sin cortinas de ducha intentando dar cabida a la carcajada y consiguiendo su propósito. Un dúo sobre el escenario dando vida a cada quien en algún momento de su existencia que Manuel y Sergio supieron canalizar a la perfección. Complejos de Edipo que fueron dándose la vuelta para estamparnos a modo de espejo la realidad diaria que tantas carencias acumula y tan pocas vías de escape consigue. Sobre la desnudez de unas paredes sin títulos colgados, unos colgados de sí mismos psicoanalizaban para nosotros la más cruda realidad y nos hacían reflexionar entre pausa y pausa de las carcajadas. Poco importaba si el sueño pasaba a ser realidad o si todo lo fingido daba la vuelta para maquillar insatisfacciones. Los prados verdes, oníricos paraísos, fluían desde las hipnosis y golpeaban los costados de quienes tantas veces nos negamos vivir una vida que sabe a pesadilla. Dos clones de tantos que entre tantos se mimetizan para no profundizar en la herida de la insatisfacción de quienes se mantiene cómodos en su papel de espectadores. Por momentos,  Lemmon y Matthau, cercanos, íntimos, socarrones y compasivos, tuvieron su acertada réplica y con ellos llegamos la certeza de saber combinar la ironía con el rictus del inconformismo. Cada cual, esclavizado por sus propias pesadillas, habrá intentado encontrar respuestas en la farmacopea o en el diván del docto que se presta a solucionar sus límites traspasados; pero puede que pocos hayan intentado reírse de sí mismos, de sus torpezas, de sus errores. A todos sin excepción les habría venido bien presenciar en vivo su propia ceguera en esta Terapia Intensiva que supo poner cordura a lo que tantas veces llamamos locura. Aquellos que sigan buscando explicaciones a su transitar por la vida como corredores de un pasillo sin fondo, se la recomiendo especialmente. Irán a disfrutar de una comedia y saldrán reconciliados consigo mismos.   

viernes, 25 de noviembre de 2016


Leyendas de Bécquer: El monte de las ánimas

La casa olía a lamparillas de aceite y velas diseminadas por doquier. Posiblemente lanzaban al Infinito una señal que les hiciese entender que seguían presentes en la memoria y que bajo la parpadeante luz, podrían orientar su regreso durante las horas del día que les homenajeaba. Recuerdos que afloraban en torno a la mesa que recibía los tibios rayos de sol que se desperezaban con el otoño bien entrado. El tañer lastimero de las campanas que nos recordaba sin cesar el duelo de su ausencia compitiendo con los primeros humos de las estufas de leña. Rezos, visitas a las cruces, y la noche llegando. Y antes de conciliar el sueño, sobre la mesita, el libro deseado y temido de las Leyendas de Bécquer. Bajo sus tapas esperando turno estaban aquellas que hablaban de regresos a la vida de los finados muertos bajo los influjos del desamor. Allí, protegido con el edredón por el que sobresalían las iniciales bordadas de las sábanas, mis ojos dispuestos de revivir en la lectura, lo que de la lectura nacía. Soria, la poética Soria, prestando un monte animado a las pruebas de amor que una pérfida Beatriz lanzaba a un enamoradísimo Alonso retándolo a recuperar una estola entre los árboles huidizos ante la batalla renacida. Un rito eterno entre el amor y la muerte que casi siempre concluye con la victoria de la segunda cuando el primero sólo va en un sentido del camino. Sobre las sombras de la habitación, el ulular del viento que se colaba indiscreto por las rendijas para sumarse a la vigilia. Un pulso entre  el deseo de acabar la lectura y el temor a apagar la luz por más racionalidades que me llegasen. Imaginaba el piafar del caballo sangrante de regreso y la congoja ascendía hasta mis ojos que se negaban a darse descanso.  Al otro lado de la puerta erigiéndose como  dóricas sobre el techo de vigas, las maderas que sustentaban a las caídas del agua y sobre la cúpula ennegrecida, un transitar de nubes en busca de insospechados destinos. Fantasmales recreaciones que acompañaban a las horas hasta que los primeros pasos sobre los adoquines de la calle levantaban el telón de un nuevo día. Sobre el reclinatorio heredado, las huellas de una invisible mujer que un año más había llegado y penaba la culpa de su osadía y vagaba de nuevo hasta encontrar la paz para su alma. Los cascos de las monturas marcando el transitar hacia una nueva jornada y a lo lejos la niebla deslizándose a modo de telón sobre un escenario llamado infancia. 

jueves, 24 de noviembre de 2016


Trapos sucios en el aire

Un miércoles por la tarde no parece que sea el día más indicado para acudir al teatro. Nos hemos encasillado tanto en la rutina diaria que suele aparecer sobre la conciencia una especie de costura que muchas veces nos inmoviliza y prejuzga. Y erramos más de lo que deberíamos al hacerle caso. Por eso podría parecer que la asistencia a un nuevo concepto teatral en tamaño reducido sería la consecuencia de un nuevo recorte; estamos tan habituados a ellos que en absoluto nos resultaría extraño. Quizá la celeridad en la que el día a día nos envuelve también se encargue de meter prisa a cualquier manifestación escénica con el doble propósito de no aburrir en exceso ni ocupar demasiado tiempo de nuestro escaso tiempo de ocio. Sea como fuere, convertidos en conejillos de indias, de la mano de nuestros vástagos, allá que nos dirigimos. Y a fe que la primera sensación fue de curiosidad al compartir cuarto oscuro con doce desconocidos espectadores que fueron ocupando los taburetes dispuestos en derredor de un inexistente escenario. Una mesa sobre la que descansaba un portátil y una incógnita sobre qué nos esperaba durante los próximos quince minutos. Y de sopetón aparecieron. Él intentando quitarse el carmín delator que unos labios adúlteros le habían consignado; ella pidiendo explicaciones a quien además de copresentador televisivo ejercía de pareja fue de los platós. Y entre reproche y defensa, unas noticias del corazón saliendo a escena con la ironía entre dientes por parte de ambos. Y por si esto fuera poco, el ritmo de los octosílabos al más puro estilo de entremés de Lope de Rueda, aportando vivacidad a la obra. Amparo Sospedra, clamando coloretes en el intermedio del noticiario, con los que disimular su disgusto. Por su parte, José Enrique Pérez, pidiendo retoque sobre sus inexistentes bucles a  la peluquera de turno. Y nosotros, espectadores partícipes asumiendo un papel secundario en una obra que recordaba a los sainetes inmortales que la televisión ha copiado para darles protagonismo contemporáneo. “Trapos sucios en el aire” que fueron capaces de airearse desde la proximidad y complicidad de todos los que tuvimos la fortuna de asistir. Un disfrute inesperado, sorprendente y recomendable. No dejéis pasar la ocasión  si no lo habéis disfrutado aún. Eso sí, acudid preparados para salir a escena porque un nuevo concepto de representaciones teatrales ha llegado y a buen seguro que se quedará por mucho tiempo. Y si es un miércoles por la tarde, mejor que mejor. Ya se encargarán Amparo y José Enrique de vestirla de sonrisas con unos “Trapos sucios en el aire”  mientras Ruzafa se viste de anfitriona.  

martes, 22 de noviembre de 2016

Sesión triple


La de aquella tarde de domingo en la que unos cuantos cinéfilos nos aventuramos hacia el cine Aliatar. Allí, dos filas de amigos procedentes de la misma residencia, dispuestos a disfrutar del triplete formado por “La pantera rosa”, “Toma el dinero y corre” y “American grafiti”.  La primera hora y media descubriendo las penurias de un Woody Allen al que las circunstancias de una niñez de niño no querido y una adolescencia de púber incomprendido le llevaban a delinquir del modo más absurdo imaginable. Intentar pertenecer a una banda musical callejera cargado con un chelo; perpetrar un atraco con una nota manuscrita e ilegible en la que se pide al cajero la recaudación; idear una escapada de la prisión con una pistola troquelada de jabón en mitad del diluvio y ver cómo se diluye en pompas, os dará una idea de lo surrealista del guion y a la par del coro de carcajadas que tuvieron su continuación en la siguiente proyección. Allí, un diamante descomunal codiciado por todos es custodiado de forma torpe por un no menos torpe Peter Sellers en su papel de inspector Clouseau. Entradas y salidas de los más variopintos personajes le dan un ritmo a la comedia propio de Blake Edwards con la subsiguiente secuela televisiva en formato de cómic. Lo de menos es comprobar dónde termina la codiciada joya; poco importa si lo realmente atractivo es disfrutar de semejante guion disparatado. Un breve intermedio y el agridulce sabor de toda despedida de una etapa, a escena. Imbuidos en la noche de la graduación quinceañera, a ritmo de rock and roll, unos amigos se saben protagonistas de un capítulo de sus vidas que no volverán a recorrer. Emisora de radio dando ritmo al color de la noche en la que se desarrolla todo la película mientras un incesante transitar de vehículos cruzan la avenida principal buscando retarse con el rival de turno a manos de las cilindradas. Tímidos que quieren sentirse provocadores ante la policía para ser miembros de una banda callejera llena de tupés, dan paso al aplauso que todo tímido merece en su acto de osadía. Un George Lucas que antes de embarcarse en guerras galácticas decide poner rúbrica a aquellos años adolescentes que en mayor o menor medida, todos hemos sentido. Un film que puso broche de oro a la mejor sesión continua que he presenciado jamás y que puso un punto y aparte al disfrute como espectador. Vendrían más sesiones, en más salas, en distintos horarios, con distintas fortunas; pero aquella sigue presente en mi memoria cada vez que paso por la puerta por más que ahora escuche el tintineo de las máquinas tragaperras donde antes estaba el ambigú.            

lunes, 21 de noviembre de 2016


Puede que asistir a una boda un domingo por la tarde cuente con el hándicap de la pereza. El lunes amenaza con su pronta llegada y el recuerdo del fin de semana es suficiente como para dejar languidecer al ánimo hasta la noche. O puede que la llamada de Lorca golpee el picaporte de tu desánimo y te incite a visitar de nuevo el Flumen y dejarte llevar. Y allí comprenderás al poco de comenzar la función cómo el escenario se convierte en un retrato fiel de la España que tan lejana nos parece y tan presente pervive, desgraciadamente. Dos familias que arrastran lutos interiores y los visten de lutos de conveniencias salen a la luz. El ánimo de unir sangres y herencias provoca que sus vástagos sean marionetas destinadas a un enlace en el que la pasión camina coja. La futura novia, la obediente novia, se deja arrastrar a una tarea que no siente mientras su corazón late por aquel que fuera su novio y ahora forma parte de su familia cercana. De nada sirve que ambos se intenten ignorar cuando el palpitar les une. De poco servirán las capitulaciones de los padres ante una decisión que creen firme, que creen nacida del amor, y que nada en la conveniencia de la frialdad. Madrina del novio que sigue sin sacarse el dolor que las navajas de duelos comparte magistralmente escena con el padre de la novia que sigue soñando con ser el patriarca terrateniente de su descendencia futura. Mujer del que fuese novio que se debate en el torrente secano de los celos irremediablemente sabiendo que no es amada. Y el futuro esposo que no acaba de entender los pudores y cambios de humor de su prometida, ciego ante lo evidente. No lo quiere y por más racionalidades que exhiba, jamás lo querrá. Irá descubriendo a través de la noche inconclusa y nupcial, el sabor amargo de no ser correspondido. Y no lamentará el hecho de no ser deseado; sino más bien buscará venganza bajo el estandarte del honor quebrantado y con la ayuda de los invitados al convite emprenderán una cacería. No ha sido capaz de entender la grandeza del sentir y la excusa del deshonor le servirá en bandeja de plata el brillo acerado de las navajas que la luna refleja. Sangre sobre sangre y quejidos del destino que darán como resultado el fin de dos cuerpos rivales hacia un único corazón. El desgarro, el dolor y el negro premonitorio como jueces de una tragedia esperada. Y allí, combinando escenas, los pasos de baile y las sombras y luces con sabor a aceituna dando testimonio de cómo, de nuevo, José Saiz, ha sabido llenar el patio de butacas del Flumen de maestría. Una tarde que se presentaba anodina acabó siendo todo lo  lorquiana que un domingo permite ser cuando es dirigida con acierto e interpretada con todo el talento como el que ayer salió a escena.        

viernes, 18 de noviembre de 2016


El diablo sobre ruedas



Todas las películas tildadas de “road movie” tienen su encanto especial. Al guion propiamente dicho se le añade el placer de viajar y entre ambos te transportan durante noventa minutos por los vericuetos de la historia. De hecho, la filmoteca está plagada de ellas y no será la última vez que aparezcan por estas teclas. En lo que a la mencionada en el título se refiere, he de decir que me sorprendió el saber que Steven Spielberg  era su director. Quizás porque mi desconocimiento lo ubicaba a partir de E.T. y no me había interesado en exceso la historia de una alienígena abandonado a su suerte. La cuestión empezó a ponerse interesante cuando el otrora McCloud protagonizado por Dennis Weaver representaba a un comercial que intentaba regresar a casa a lomos de un Mustang. Sin saber muy bien por qué, un camión cisterna conducido por un vaquero al que no se le ve el rostro, comienza a seguirle. Más de uno de nosotros hemos tenido esa misma sensación al circular por alguna autovía con un vehículo de gran tonelaje a nuestras espaldas, ¿verdad? Pues bien, a las primeras millas de trayecto, no le da importancia; pero conforme va transcurriendo la cinta y la persecución continúa, el nerviosismo del interrogante aparece. De nada sirve cambiar de ruta, hacer paradas no programadas, recargar combustible innecesariamente. La sombra del fudre oxidado sigue acosándolo. La búsqueda del límite en el velocímetro por parte del perseguido es respondida por el “pie a  tabla” del perseguidor y la angustia sigue en aumento.  Nadie se explica que un simple adelantamiento haya abierto la espita de los motivos que llevan a tal obsesión y empiezas a sentir afinidad por el miedo que el protagonista está exudando al no conseguir zafarse de su perseguidor. Las preguntas sin respuesta suelen llevar a ese círculo en el que lo irracional busca protagonismo. Y tras la cámara, un genio manejando a su antojo los estados de ánimo de quienes nos movemos inquietos sobre el sillón intentando cambiar de marcha, subiendo revoluciones y sobrepasando los límites del cuentakilómetros. Una estética cuidada con abundancia de primerísimos planos que contribuyen a la credibilidad de la obra. Una más de las que dan protagonismo a las ruedas como si mediante su rotación fuésemos capaces de transportarnos  a los diferentes estados de ánimo. Desde que la vi, os lo aseguro, cada vez que adelanto a un mastodonte similar, me entra la duda de si se lo tomará a mal y emprenderá una persecución sin marcha atrás de la que será prácticamente imposible salir ileso.            

jueves, 17 de noviembre de 2016

La ciudad de los prodigios

A esa elección me llevó la casualidad, como tantas veces sucede. Acababa de leer el best seller de turno y el autor del mismo se confesaba admirador profundo de Eduardo Mendoza. Si aquel había sido capaz de ponerle luz a un viento en penumbra, qué no sería posible esperar de su maestro. De modo que abrí el ejemplar y empecé a descubrir a una serie de personajes en la Cataluña de principios de siglo veinte. El protagonista, Onofre Bouvila, entiende que su vida debe progresar lejos del campo en el que ha nacido y se encamina hacia Barcelona como si de un charnego autóctono se tratase. Allí se confabulan sus ansias de ascenso social y su carencia de escrúpulos a la hora de pisar a quien sea necesario para pasar por encima de quien haga falta y alcanzar sus objetivos. Una ciudad que se muestra receptiva en mitad de los avatares políticos que la acunan y que entre ellos busca el despegue en forma de Exposición Universal de sus virtudes y posibilidades. Allí se trae a escena al nuevo pícaro que siglo atrás naciese en el Barroco y todo un cúmulo de entresijos dan paso a un guion absolutamente genial. El hilo conductor de la historia no pierde ni por un segundo el ritmo y el interés por conocer las andanzas de este hijo de payeses no conocen ni escrúpulos ni límites. Todo vale y en ese mismo aval es como si el futuro se nos fuese mostrando en una baraja plagada de comodines que sigue ocupando el tapete en la actualidad. Un noreste que se ha ido nutriendo de oleadas de gentes venidas de más al sur del delta del Ebro y que se han integrado echando raíces generación tras generación. Podría poner nombres a copias de Bouvila, pero sería innecesario. Lo que es absolutamente imprescindible es la lectura de esta crónica novelada de una época para poder entender muchos porqués que quizás se nos escapan. Puede que una vez leída seamos capaces de unir cabos entre generaciones y podremos comprobar cómo un gran modelo puede dar pie a un gran discípulo. Creo que existe una versión cinematográfica de esta novela; como de costumbre, no la veré. Una vez que lees algo magnífico, tu propio guión no necesita de actores a los que poner cara o voz. Si mientras tanto cae en vuestras manos alguna historia de Gurb firmada por Mendoza, pasadla de largo. Imagino que todo autor tiene momentos en los que le encanta vacilar con las letras y pasárselo bien para desintoxicarse de argumentos profundos.       

miércoles, 16 de noviembre de 2016


El patio de Triana

Era costumbre en aquellos años setenta que al runrún de las canciones de moda se organizasen conciertos promocionales. Así solía llenarse la plaza de toros de Valencia en la que sobre la arena se alzaba un escenario y sobre él un compendio de grupos o solistas que daban a conocer sus éxitos del momento o ya obtenidos. De modo que me acerqué al centro en cuestión y adquirí un long play de The Stories en el que se incluía su mítico Brother Louie y con él se me adjuntó una entrada para el festival inminente. A toque de reclamo, entre las figuras rimbombantes estaban Tony Ronald y Paper Lace. Por eso, aquella noche de primavera apuntaba a ser especial. Y vaya si lo fue. Nada más encenderse los focos, el locutor de turno anunció a un nuevo grupo que procedía de Sevilla. Un trío que se proponía la fusión de los aires andaluces con el rock sinfónico. Un grupo que lideraba un tal Jesús de la Rosa y que llevaba por nombre Triana. Imaginad el impacto que supuso a estos tímpanos escuchar algo novedoso más allá de las canciones pop de moda o de aquellas que se postulaban como melodías veraniegas próximas a ser números unos. “Creo recordar que por la noche, el pájaro blanco echó a volar” y la piel se me puso erizada ante aquella maravilla titulada “En el lago” que se incluía en el álbum “El Patio”. Esa mezcla de compases electrónicos con toques flamencos resultó increíble y con el tiempo transcurrido sigue siéndolo. Abrieron un camino que otros seguirían en el que la genialidad viajó pareja con el infortunio personal de algunos de sus componentes. Llegué a escucharla como fondo musical de Manuela, una magnífica película y el desgarro del quejío de Jesús sigue presente. Poco importaron que los restantes grupos o solistas hiciesen brincar a las gradas del coso a ritmo de sus éxitos radiados. Allí acababa de producirse un hecho insólito que mereció varias vueltas al ruedo y que acaba de cumplir cuarenta años. Si alguien no ha disfrutado del frescor de dicho patio, no debería retrasar su visita. El rumor del agua se empapará en los poros y seguro estoy que será transportado a una época en la que la genialidad no era parida desde el marketing sino desde los estribillos que concluían con  ” En nuestros corazones, en busca, de una estrella fugaz”

martes, 15 de noviembre de 2016


El gato negro



Cuentan de Poe que gran parte de su inspiración terrorífica la conseguía bebiendo absenta. Que en las resacas posteriores todos los demonios salían a la luz y que se servía de ellos para crear esos relatos que a tantas generaciones nos han puesto un nudo en la garganta al leerlos.  Podríamos decantarnos por cualquiera de ellos y a fe que no saldríamos defraudados en absoluto. Así que me detendré en este que da título al texto e intentaré seguir imaginando los distintos estados de ánimo por los que transcurre el ser humano cuando se deja llevar por las pasiones descontroladas. Testigo fiel de la historia, el gato negro, compañero del protagonista al que se somete hasta puntos insospechados de crueldad y sometimiento. Una voz de conciencia callada que va demostrando al propio amo el cúmulo de errores que va acumulando y que él mismo es incapaz de aceptar. Pocas veces el insensato hace acto de contrición y en esta ocasión sigue buscando culpabilidades entre aquellos que más le quieren. Hasta el punto de segar la vida de la inocente cónyuge que se ve impotente ante la locura que el alcohol ha propiciado y acaba siendo pagana de los excesos ajenos. Recobrado el seso, el miedo a la justicia aparece y el asesino urde un plan para eliminar el rastro de todo sospecha hacia él. Hueco de pared que hasta entonces permanecía simulado se ofrece a ser el nicho de la inocente y las pesquisas policiales no dan con la causa de la desaparición de su esposa. Tiempo atrás, el felino dejó de existir en otro arrebato de ira y pasó a ser sustituido por uno que diríase gemelo del finado. Incluso podría tildársele de reencarnación de aquel al llevar sobre su rostro una señal que le recordaba al maltrato ejercido sobre su predecesor. Las pesquisas siguen y a la desaparición de la esposa se le une la del gato negro. El culpable aún no descubierto sigue con la tranquilidad que le da el saberse inmune a las pruebas que no se consiguen en su contra. Una última revisión a la vivienda por parte de la policía parece que va a poner punto y final al caso; es evidente que no hay cadáver y por lo tanto el archivo de la investigación se presenta como más que razonable. Y cuando el ascenso por la escalera desde el sótano parece culminar con un interrogante, un maullido casi inaudible, proporciona la hebra del hilo conductor hacia el desenlace inesperado. Lo restante os lo dejo para que vayáis imaginando el epílogo de la historia. Sólo añadiré que cuando llegan a mis manos historias truculentas de terror basadas en sanguíneas escenas, vísceras al aire, motosierras a todo tren, no puedo por menos que partirme de risa y sentir lástima por los aprendices autores de las mismas. Y es que cualquier comparación, y más en este caso, es innecesaria.     

lunes, 14 de noviembre de 2016


Palmeras en la nieve

Se llamaba Vicenta y su deje canario siempre la acompañó. Narraba cómo fueron sus últimos días en la antigua Guinea Española ejerciendo de esposa del encargado de una de las empresas madereras; cómo la salida de la colonia fue de precipitada y peligrosa; cómo un antiguo empleado llamado  Macías se convirtió en el presidente de la nacida república; cómo echaba de menos aquellos días que tan feliz la hicieron. De ahí que anoche, antes de entrar a la sala a presenciar la película coetánea no pudiese por menos que recordarla   y así me dispuse a revivir aquella época que de su boca presencié. Y a fe que fue todo un acierto al elección. La ambientación, la fotografía, el ritmo, la banda sonora, todo  ensamblado de modo perfecto en ese ir y venir de la historia entre las nieves oscenses y la selva guineana. Allí el argumento entrelazaba amores perseguidos con abusos capataces,  esperanzas de libertad con placeres vespertinos, pasados presentes con secretos sacados a la luz de la curiosidad. De modo que un funeral se convierte en un bautismo a una historia que te lleva y trae por las sendas de la emoción con el sabor tenue del  cacao de las plantaciones.  Las sucesivas interpretaciones no hacen más aportación que la suma de credibilidades que tan difíciles resultan cuando nacen de unos rostros catalogados de bellos en detrimento de sus otras virtudes. Un continuo tira y afloja entre quienes quieren alcanzar sus objetivos y quienes pretenden ponérselos difíciles. Y todo ello dentro de un puzle compuesto por tres generaciones que, separadas seis mil kilómetros, permanecen más unidas que las habitualmente cercanas.  El ritmo con el que es dirigida la historia es el auténtico culpable de que las tres horas de duración se queden escasas a la espera de un final diferente que sería tan deseable como  incoherente.  Ella, decide seguir los pasos de Alfonsina  mientras la memoria regresa  a las sienes plateadas de él que la tienen presente. Pocas veces un argumento ha sido tan conmovedor y tan bien llevado a la pantalla al haber sabido caminar sobre el cable del funambulismo del culebrón y no haber caído al precipicio de lo previsible. Ahora que han pasado tantos años es cuando empiezo a comprender el porqué a Vicenta se le humedecían los ojos cada vez que recordaba aquella etapa mientras preparaba las papas con mojo. Quién sabe si no  fue testigo de alguna historia similar a la de anoche y la calló para siempre por no fundir a la nieve con el sol que atravesaba sus palmeras.      

domingo, 13 de noviembre de 2016


Cheste



Hay ocasiones en las que la proximidad del escenario provoca el retraso a la hora de acudir a la representación. Como si lo cercano siempre estuviese en la cola de espera cediendo el turno a lo alejado y se conformase. Hasta que llega un momento en el que decides darle salida a la curiosidad y comprobar en primera línea si es tanto como dicen. Y acudes a Cheste para ver con tus propios ojos cómo se ha convertido en un multitudinario box en el que los aficionados campan a sus anchas. Y decir a sus anchas no deja de ser un sarcasmo cuando compruebas que las abarrotadas calles se engalanan con monos de cuero venidos de cualquier latitud para disfrutar del espectáculo callejero y compartirlo. Música atronadora surcando la noche desde los más variopintos podios de djs mientras las barras se nos ofrecen como oasis taberneros en los que remediar el relente que quiere hacerse un hueco. Barbacoas que darán paso a kilométricos entrepanes con los que alejar los cansancios; plantas bajas convertidas en jaimas alquiladas por los lugareños que han huido del mundanal ruido; panaderías que han improvisado un chillout con tablones de la trastienda; mercaderes de camisetas conmemorativas de la fecha para dar fe de presencia. Y todo ello aderezado con el paso de las máquinas rugientes entre los peatones que se saben comparsas de este fin de semana. Por aquí y por allá, rugidos de puños que acompañan a la música creando un límite ilimitado de decibelios que ni los tapones acústicos son capaces de evitar. Gomas quemadas que dan un tizne de caucho a las matrículas traseras y gloria de egos a los protagonistas dueños de semejantes cabalgaduras. Estos centauros que son capaces de recorrerse cientos y cientos de kilómetros en pos de una reunión en la que nada se disputa y todo se disfruta serán capaces de aglutinar en torno a los octanos la pasión que nace de las cilindradas. A escasa distancia las tiendas de campaña se han ido diseminando para convertir a los alrededores en un campamento de camaradería. La noche será intensa y quizás el descanso mengüe; sin embargo, aquellos que llegaron, sabrán que volvieron a acertar, sabrán reírse de quienes les tildan de locos, sabrán que están en lo cierto al dejarse guiar por una pasión que pocos entienden y muchos envidian. Mientras tanto, en el recuerdo de quienes vimos pasar cascos tuneados, de quienes oímos rugidos desde la acera, de quienes hace años nos dejamos llevar por la sensatez equivocadamente, hoy, una vez más, perdurará la admiración y el deseo insatisfecho de volver atrás en el tiempo y tomar la decisión adecuada.                

viernes, 11 de noviembre de 2016


El retrato de Dorian Gray

En algún momento de nuestra vida puede que todos nos hayamos planteado qué hubiera sido de nosotros si las circunstancias hubiesen sido diferentes. Qué tipo de suerte nos deparará el futuro y qué tipo de circunstancias nos han llevado ser lo que somos. Y entre todos estos interrogantes quizás el paso del tiempo sea uno de los que menos inmunes nos mantiene. O bien lo aceptamos como pago a la propia vida, o bien lo rechazamos por saberlo talador de porvenires. De hecho, a lo largo de la historia que da pie a esta maravilla de libro, el rechazo a envejecer aparece nada más cobrar vida un cuadro pintado en honor de Dorian.  El efebo no puede por menos que disgustarse al comenzar a pensar cómo el futuro se llevará de su piel la belleza que atesora y convertirá a los poros de la misma en surcos arrugados camino del otoño. Y a tal efecto decide pactar con el diablo el mantenimiento de su estado actual a costa de hipotecar su alma. Y como contrato escrito en óleo, su retrato. Los más abyectos placeres pasan a formar parte de este que se siente permanentemente joven y nada se le opone y nada respeta que no sea su  propio goce hedonista. Poco importa el lecho de desengaños que va diseminando a lo largo de su inmutable existencia y solo a los demás les pasan las estaciones. Y como suele suceder en ocasiones, la curiosidad le lleva a contemplar detenidamente su espejo enmarcado. Y allí empieza a comprobar el paso de lo inevitable. Sobre las pinceladas de ayer aparecen rictus de envejecimiento más allá de lo meramente físico. El cuadro se ha convertido en su propia conciencia y ante ella el remedio que concibe es esconderlo de todo vista en el desván bajo llave. Un amanto tupida ejerce de sudario opaco y a nadie le es permitido el acceso a semejante lugar. La vida sigue, los cadáveres del alma se van acumulando a su alrededor y llega el momento en el cual la curiosidad le lleva al extremo de acercarse a la celda en la que reposa su cuadro. Una ligera esperanza se mezcla con el temor de ver lo que sospecha y no quiere. Nadie mejor que él mismo sabe de su forma de actuar y el remordimiento interno le provoca un eco incapaz de silenciar. Más fuerte que el miedo se muestra la tentación y lentamente desliza la manta que velaba al cuadro. La visión que se le refleja habla por sí sola de lo que ha sido su vida. Un cortaplumas imposible de detener surca el silencio de la estancia y se clava sobre la pintura. Lo que resta para el final, os lo dejo en suspenso. Óscar Wilde puso firma como notario a algo tan bellamente escrito que no seré yo quien revele el epílogo de tan sublime obra. Leedla y si tenéis arrestos, pactar con el diablo vuestro futuro.    

jueves, 10 de noviembre de 2016


El viaje prodigioso



Desde siempre la Edad Media me ha fascinado. Esa época de oscurantismo en la que el dios justiciero estaba presto a tomarse venganza ante los pecados de los humildes tiene su punto atractivo que camina entre los raíles de la ignorancia y el abuso de los poderosos. Por lo tanto no supuso un gran esfuerzo detenerme sobre aquel libro cuya portada en blanco era atravesada por una cruz roja un tanto peculiar. Para eliminar cualquier atisbo de duda, ver la firma de Manuel Leguineche acompañado de María Antonia Velasco como relatadores de pluma periodística, fue determinante. Narraban las circunstancias en las que se llevó a cabo la Primera Cruzada en pos de recuperar Jerusalén para la causa cristiana. Y dado que la Europa de aquellos años se debatía entre guerras y epidemias, solamente fue necesaria la aparición de un ermitaño llamado Pedro, para que vociferando como un poseso, envalentonase a todos aquellos que nada tenían que perder porque ya lo habían perdido todo, a recuperar para la cristiandad la Ciudad Eterna. Dejemos a un lado, que no en el olvido, los intereses papales; añadamos  las fantasías de caballeros en busca de gloria y posesiones; unamos a todo ello a unas multitudes que nada poseían y embarquémoslos en una odisea tan absurda como irrefrenable, y ya tendremos la columna vertebral de semejante expedición formada y en marcha. Los deseos de la plebe por ser testigos de milagros llegaron al extremo de considerar al asno de Pedro el Ermitaño como reencarnación santa de vaya usted a saber quién. Y en su voracidad por conseguir como visados reliquias de santidad, el pobre onagro perdiendo a marchas forzadas sus crines de manos de aquellos posesos ciegos de fe y famélicos de sustentos. Idas y vueltas por los mil parajes hasta desembocar en las inmediaciones del Templo y convertir a la Jerusalén objeto de rescate en un río de sangre que el fanatismo promulgó. Ciudad que pasaría a ser el pimpampum de las creencias que la quieren para sí, y en eso seguimos. De poco han servido el paso de los siglos para desmontar fanatismos; pero si alguna vez alguna circunstancia tuvo un origen divertido a la par que catatónico, fue aquella en la que unos bordaron cruces sobre su pecho como visado de ida; que lo volvieron a bordar sobre su espalda como visado de vuelta;  y que siguen dando pie a pensar que el ser humano, con tal de viajar, hace lo que sea, por muy absurdo que sea el motivo. Si no conocéis Jerusalén, leed este libro. Un reportero como Manuel Leguineche forjó en él una de las crónicas más divertidas e increíbles que se pueden disfrutar. 

miércoles, 9 de noviembre de 2016


Trump versus Clinton



Igual estas líneas deberían aparecer en otro entorno que no fuese el de la crítica de espectáculos; igual debería dejar que los sesudos analistas diesen sus argumentos a los ignorantes que no sabemos interpretar voluntades; ni lo sé ni me interesa en absoluto. Así que me ceñiré a mi papel de espectador para valorar estas representaciones que en varios capítulos han dado como resultado un final poco previsible para muchos. El guion parecía apuntar a un duelo de sexos muy al estilo americano, en plan comedia burguesa, con sus más y sus menos. Él, el prototipo de ejecutivo encorbatado y recubierto de dólares y ella la dama serena a la espera del regreso del esposo enfrascada en la cocina probando el último artilugio ofrecido por la teletienda de turno. Tras los tabiques divisorios del hogar, las televisiones hablando de sus dimes y diretes intercalando imágenes de destrucciones en países que apenas saben localizar. Y ellos dos, siguiendo las indicaciones de sus asesores, de sus maquilladores, de sus peluqueros, ensayando papeles con los que convertirse en vendedores de seguros de vida al estilo yankee. Y los demás, mirando de reojo ese telefilm tantas veces visto. Recordando a guapos presidentes invasores de bahías cubanas, a presidentes cowboys ocupando islas con sabor a granada, a presidentes confraternizando con los más turbios de los poderes económicos. O montando guerras en el lejano oriente a costa de lo que sea menester. Una película que acaba de recordar a otras con un remake previsible. Y en medio, él, trajeado  héroe de junglas de cristal, invencible brooker neoyorquino jugando con los comodines que necesite, para ganar la última baza y ponernos un nudo en la garganta. Ella, llevando como segundón a quien ya ocupó su puesto y le fueron perdonados hisopos inguinales de becarias, con la ilusión maltrecha de tocar la gloria y no hacerla suya. Una sosa peligrosa y un crápula declarado. Buena pareja para inmortalizar por Hollywood a nada que se hubiesen puesto de acuerdo para ir juntos y catarse un góspel. No sería la primera vez que aquellos que parecían inmiscibles acaban siendo uno. Por eso mi valoración crítica de este espectáculo es positiva. A mí me gustan las sorpresas. Ahora sólo nos queda esperar a los capítulos venideros y mirar al cielo. No para pedir explicaciones a la divinidad; más bien para comprobar si algún misil cruza sobre nuestras cabezas y yerra en el objetivo programado. He visto tantas veces este tipo de representaciones que nada me sorprendería como imprevisible final. A partir de mañana, alguien debería promover este esperpento como digno candidato a los óscar. Me muero de ganas por oír de labios de Billy Crystal aquello de  “ in  the winner is…”  

martes, 8 de noviembre de 2016


Tokio Blues

Me impactó, ya lo creo que me impactó. Y quizás fuese la casualidad la que me llevó a enfrascarme en la lectura de un escritor japonés con el propósito de desilusionarme a las primeras de cambio. Y con ello pensar que  los escritos llegados del Lejano Oriente alcanzaban un nivel excesivo para mi capacidad de asimilación. Sin duda, el subtítulo que daba nombre a una canción de los Beatles, acrecentó mi curiosidad y allá que me sumergí. Poco tardaron en aparecer los personajes protagonistas enfrascados en conflictos que asoman a los veintipocos años. La soledad, el dolor, las pasiones, todo en una amalgama de sensibilidad manejada con maestría que mantiene al margen a la cursilería. Una obra que se hace universal al tratar los temas de que de por sí ya lo son se den donde se den. Unas idas y vueltas en torno al psique de los personajes que te hacen ser solidario con ellos al compartir debilidades, temores, cruces de fronteras del ánimo. Y en todo ello, Murakami, abriéndose ante ti como el maestro de la narrativa que no necesita de decorados variantes para dejarte un poso de buen hacer. Novela para degustar en momentos especiales en los que todo parece derrumbarse a tu alrededor y la salida del túnel no se percibe ni como mínima esperanza tenue de luz. Revueltas estudiantiles como coro a unas inquietudes que dejaron para la leyenda a aquel sesenta y ocho nacido en París y esparcido por todo el mundo. Conflictos entre el deber y el querer, que tantas y tantas veces se empeñan en llamar a la puerta. Y que cuando lo hacen, suelen golpear el picaporte de un modo diferente en cada caso, por mucho que busque, un mismo fin. Una novela intimista en la que el autor se nos muestra como partícipe de aquellos vaivenes de una juventud que parece echar en falta. Un grafiti decorado con las guirnaldas de la desilusión que los almanaques cuelgan con sabor a ayer y sin vuelta atrás. Una apertura, en definitiva, al mundo imaginativo de este genio de las letras que sabe transmitir algo más que argumentos fáciles  los devotos lectores entre los que me cuento. No será la última vez en la que vuelva a aparecer por estas letras. Más de una de sus obras he tenido el placer de degustar y así quiero recomendarlas. Pero de lo que no cabe duda, es que hubo un día en el que me dejé llevar por la curiosidad de unos acordes que sonaban a blues, llegaban de Japón y los ejecutaba un maestro.       

viernes, 4 de noviembre de 2016


Patricia Sornosa Flores

La tarde apuntaba a lloviznas y con la llegada de la noche el debut como espectadores nos vino a buscar. La curiosidad y el conocimiento, desde la lejanía, nos hablaba de una artista del escenario parapetada delante de la verdad. De modo que sin más dilación y tras no pocos intentos de dejar en reposo permisible al carruaje, accedimos al local. En seguida nos dimos cuenta de la falta de precaución que nos llevó a no reservar y nos adosamos a la barra a la espera. Al frente, una pantalla ejercía de telonera vestida de verde mientras llegaba el momento y los aguerridos pateaban ilusiones. Y entonces apareció. Su inconfundible sonrisa, sin duda herencia de genes, se vistió de rojo anticipando lo que minutos después exhalaría a modo de volcán monologado. Un leve saludo desde la distancia a la espera de concluir con su misión de receptora nos rompió el hielo que toda primera vez aporta y minutos después, embarcados en las presentaciones nos dimos a conocer. La instantánea testigo del momento quedó prendida como aguja de un alfiletero  de costurero presta  a enhebrarse a la menor ocasión. Así que una vez dispuestos, el escenario  la reclamó y a él se subió. Ella, a modo de bailarina de carrillón, enfundada en el negro que le daba un toque sobrio, se disponía a brindarnos un recital de historias que por cotidianas no dejan de ser protagonistas de nuestra existencia. Había decidido darle preponderancia a sus  ojos captores de reacciones y a sus labios manantes de guiones y nada accesorio podía interponerse entre ella y los de abajo.  Aquello no era un monólogo, no; más bien era un diálogo entre la genialidad y la rapidez de reacción a la hora de no perderse detalle de cuanto allí nacía. El sarcasmo se vistió de gala y la ironía dejó a un lado el formalismo para dar un repaso, tan cierto como sangrante, a todos los rincones que atenazan nuestro existir. La política, el clero, las relaciones fracasadas, todo llegaba puntual para ser espolsado a modo de estera y puesto a orear. Ni un solo bucle de sus rizos anteriores osó plantearse la conveniencia o no de lo correcto. Allí sólo había verdad y la verdad pedía paso. El coro tintineante de las copas apiñadas se unía a las risas que reaccionaban con décimas de segundo de retraso en una digestión vivaz de semejante vorágine de certezas. Guiños a la edad como árnica hacia su paso que desde las mesas adyacentes corroboraban y  un punto de complicidad con la sangre que la sangre aplaudió. Hora y media de espectáculo tan íntimo como provocador, tan abierto como sutil, tan procaz como merecedor de todo el aplauso que lo cierto merece. Grande, Patricia, grande.   Puedes  seguir vistiendo de luto para acceder a la tarima; pero lo que no admite dudas  es que el iris de la inteligencia sobre un escenario te viste por dentro.       

jueves, 3 de noviembre de 2016


Hoy no me puedo levantar

Jamás una canción resultó más agobiante desde su incesante salida a las ondas radiofónicas. Era un no parar que las recientes emisoras de frecuencia modulada exhibieron para deleite de quienes venían a tomar relevo en la moda musical destronando a la música disco para hacerle un hueco al tecno pop. Y como representantes de esa vorágine de grupos, Mecano, rechazando el deber de levantarse tras un fin de semana brutal como aquellos fueron. Un himno como tantos otros de aquella generación que acabó por convertirse en una cadena de locos con más de una víctima dejada por el camino. De ahí que cuando se planteó la posibilidad de acudir a la obra musical que revivía aquellos momentos, las dudas me asaltasen. Era como negarme el derecho a revancha con la no asistencia y a la par la curiosidad por comprobar qué tal se veía desde la distancia aquella época de desenfreno en el que el lema de colocarse saltaba de boca en boca. Y a fe que no me defraudó. Una puesta en escena en la que los protagonistas salen del claustro materno de provincias y a la llamada de “Madrid me mata” intentan abrirse un hueco en la movida efervescente no dejó lugar al reproche. Sucesivos turnos musicales dentro de un guion perfectamente estructurado  con dos hermanos como protagonistas. La eterna lucha del bien y el mal reflejada en las actitudes de quienes alternaban la vestimenta vaquera con el cuero y los pelos tintados de colores. Una sucesión de melodías intercaladas entre escenas de amores no correspondidos e ilusiones truncadas por el exceso. Una precisión musical más propia de estar enlatada que expuesta en directo. Y los mil y un personajes que cayeron o que supieron amoldarse como iconos de aquel tiempo entrando y saliendo al escenario. Las edades de quienes estábamos sentados daban fe de cuántos recuerdos se iban apareciendo entre las filas a media luz como testigos de una época vivida y disfrutada. Personajes secundarios que acaparaban papeles principales como suele suceder a los ídolos caídos en cualquier generación. Porque de eso se trataba, de dejar constancia de un tiempo que pasó llevándose consigo las polillas de un pasado y encaminarnos a un futuro tan incierto como apetecible de libertades no siempre bien dirigidas por los instintos reprimidos. Sólo al acabar la función, mientras los pasillos se poblaban de pasos canosos, en alguna garganta se pudo adivinar el estribillo que nacía con cierto punto nostálgico y que tantas buenas madrugadas nos llegó a proporcionar.

miércoles, 2 de noviembre de 2016


Cincuenta penumbras de Grey
Era cuestión de tiempo y ya está aquí. Ha sido necesario esperar unos cuantos años, no demasiados, para que la famosa trilogía erótica llegase a la gran pantalla para culminar su éxito. Porque sí, el éxito lo tiene asegurado, al igual que lo tuvo la versión escrita de semejante culebrón. Dicen que el mal escritor tiene que conformarse con intentar ser un crítico y en ninguna de las versiones me veo situado. Ni como escritor tengo méritos suficientes ni como crítico criterios que comulguen con el dogma. Pero sí que me gusta leer y ver y por lo tanto algún juicio de valor puedo aportar en el caso que acontece. Reconozco que cuando empecé a leer la primera sombra un cierto halo a ya leído me vino a la mente. Un guaperas, multimillonario, vicioso y generoso resultaba ser el clon de gigoló ya visto con anterioridad en otros personajes. La diferencia estribaba en que aquel cobraba por sus servicios y este Grey, los plasmaba en un contrato basura escrito para mayor gloria de sus perversiones. Perversiones que, como no, una anterior señora Robinson, se encargó de alimentar en el puro adolescente que fuese y ya no era. Este ángel caído en el averno del sexo sadomasoquista, mira por donde, necesitaba reafirmar su creencia en el amor puro de la mano, es un decir, de la angelical “Peggy  Sue” que vino como caída del cielo a redimirlo. Un tufo a culebrón empezaba a expandirse por las páginas a base de idas y venidas entre los enfados y reconciliaciones tras las series de latigazos. La coherencia con la credibilidad no estaba invitada y allí se trataba de despertar la libido a quien lívido se debería poner al participar de semejantes orgías en papel de imprenta. Aquí, desde su tumba, el marqués de Sade miraba a Justine y se mofaba de sus absurdos imitadores. Pero daba igual. Lo importante era moverse en el límite no pecaminoso para que el color rosa perdurase en dicha obra. Astucia en la confección del argumento al que se embarcó la autora, que sin duda, no sabe ni de Lulú ni de sus edades, para mayor desgracia suya.  Total que entre el fraude y la ñoñería seguía malviviendo una trama que no había quien la sostuviese. Del segundo tomo, apenas recuerdo nada y del tercero recuerdo que en la página doce dije basta. Aquel cóctel resultaba insufrible y no era cuestión de seguir dándole crédito. Vi en sueños a Buñuel partiéndose de risa mientras Catherine seguía soñándose “Belle de Jour”  y fue imposible seguir. Por eso le auguro un inmenso éxito a la película. Porque seguimos siendo más de ver que de leer y más aún de leer gilipolleces que de degustar verdaderas obras de arte. Vivimos en un tiempo en el que el imperio de los sentidos ha dado paso al reinado de la mediocridad y el erotismo no iba a ser una excepción. De todos modos, ni caso a lo dicho; no soy escritor y de los críticos ya sabéis lo que dicen.