martes, 31 de enero de 2017


Los cómics



Tantas veces considerados los hermanos pobres de la lectura, los cómics, en muchas ocasiones han servido de inicio a la misma. Refrescad la memoria quienes seáis aficionados a ella y veréis como en vuestro currículo lector aparecen. Y lo hicieron desde las más variadas formas, tamaños y soportes. Los había apaisados de tirada semanal en los que Roberto Alcázar y Pedrín daban cumplida réplica a los modelos policíacos americanizados en busca de justicias inimaginables en la actualidad. Y si retrocedían en el tiempo, sobre formatos similares, El Jabato o El Capitán Trueno alternaban en disputas lectoras atravesando mares y cabalgando entre sus fieles amigos. Tardes eternas que se menguaban al calor de la lumbre entre sus viñetas imaginando las miles de aventuras que sus escudos presagiaban. Y si avanzábamos en los años, las Hazañas Bélicas surgían de entre las trincheras de manos del Sargento Gorila para dar cumplida cuenta a base de granadas o morteros de todos los enemigos que tomábamos como nuestros. La cuestión era leer aunque fuesen bocadillos enmarcados en aquellas páginas de papel tupido. Para los mayores quedaban las novelas de Marcial Lafuente Estefanía. No tenían dibujos sobre los que descansar las pupilas y el Lejano Oeste nos lo aproximaban Rintintín o Buffalo Bill y sus proezas. Nadie consideraba pecaminoso el exterminio de los “pieles rojas” desde su puntería ni la caza furibunda de bisontes. Cuestión de inocencias infantiles a las que fácilmente se les suele engañar. Cumplimos años y aparecieron por nuestros anaqueles como regalos de onomásticas las aventuras que promovía Julio Verne en aquellos libros de Bruguera simbiontes. La letra pura y dura alternaba con las meramente ilustradas y pasabas de unas a otras sin mayor complicación. El deseo de leer se iba afianzando irremediablemente y con él, tu paso hacia la adolescencia. De cuando en cuando revisabas, y sigues revisando, aquel formato enmarcado en tapas duras en las que Lucky Luke daba cuenta de los Primos Dalton. Te sigue extrayendo una sonrisa. Sonrisa que continúa si decides explorar la Galia de manos de un Astérix invencible que tantos momentos de gloria sigue proporcionando a la historia que pudo haber sido y fue. Una historia que forjó el deseo de dejarse llevar por las firmas que fueron capaces de encauzarnos por las vías del disfrute lector. Y en eso estamos, y en eso seguimos. Ocupando el altillo en nuestra propia viñeta de un cómic cuya dirección vuelve a ser el número 13 de la Rue del Percebe. Nadie quizás recuerde cuando fue la última vez que los leyó con el ímpetu propio de aquella curiosidad. Pero de lo que no me cabe duda es  que aquellos que los disfrutamos les debemos el saber que gracias a ellos, a nuestros queridos cómics, ahora seguimos enfrascados en la magia que toda lectura comporta. Quienes no los disfrutaron igual piensan que su infancia anduvo coja y quizás  lleven razón al pensarlo.   

lunes, 30 de enero de 2017


Priscilla

La primera vez que tuve noción de la obra fue en las proximidades del Soho londinense. Por la calle, una multitud de pelucas rosas coronaban a sus portadores que enfundados en ajustadísimos suéteres y mínimas minifaldas, acudían a las inmediaciones del teatro. Era como si Freddie Mercury  resucitase y pasase de nuevo su aspiradora reclamando un  "I Want to Break Free" a todos aquellos que transitábamos frente al neón del reclamo. Pasó el tiempo, llegó la oportunidad y Madrid se prestó a darle forma a semejante musical. Casi con el cocido recién ingerido acudimos al teatro y el giro incesante de la bola cristalina empezaba a dar fe de lo que nos esperaba. De buenas a primeras, sobre el escenario, el más puro ritmo discotequero dándonos la bienvenida y cientos de pies acompasando a las manos golpeaban los marcos de cada asiento. Allí se revivían los años que más de uno pasamos tendidos sobre los acordes que tanto nos sonaban y remitían a la añoranza. Entre número musical y bajadas de telón, quien más quien menos intentaba recordar el título de la canción y el intérprete de la misma. Puro goce que rejuvenecía a los pasos del boogie que tantas tardes y noches de disfrute nos legó. El argumento de la obra era lo de menos. El hecho de que tres amigos crucen el desierto de Australia en busca del hijo de uno de ellos para confesarle algo que ya no recuerdo, carecía de importancia. Los avatares propios de una travesía en autocaravana por el territorio de Tasmania procuraban aportar algo de reposo al frenético ritmo de semejante colorido. Plataformas sobre las que los pies ajustaban un equilibrio imposible dejaban huellas en cada uno de los números  y a la reivindicación sexual se le unía el regusto amargo de no haberla conseguido más allá de las lentejuelas permitidas desde el divertimento locuelo. Como si el hecho propio de reclamo sintiese pudor de estar presente, un cierto sabor agridulce supuraba hacia la platea e inmediatamente la música, siempre salvadora, bruñía las lágrimas de tristeza y rizaba las pelucas de nuevo. Dos horas largas de disfrute que más de uno debería hacer suyo para entender aquello que tantas veces se nos escapa. Que el tiempo pasa, es una realidad incuestionable; pero que gracias ello, si somos capaces de recorrer musicalmente un desierto llamado “hoy” desde una caravana llamada “vida” nos entenderemos mejor y haremos que los siguientes de la lista sepan de nuestros porqués. No será necesario claudicar cuando extraigamos del salpicadero aquel soporte musical que tanto habla de nosotros. Si decidimos ponernos pelucas rosas o no, eso ya, que cada cual lo decida por sí mismo.

domingo, 29 de enero de 2017


Eloísa está debajo de un almendro



Sin duda era viernes, no recuerdo exactamente de qué mes, pero era viernes. Y como todos los viernes a través de la televisión en blanco y negro de los años setenta Estudio 1 se encargaba de traernos a los televidentes amantes de la escena el teatro. Aquel viernes el turno era para Jardiel Poncela y su obra “Eloísa está debajo de un almendro”. Allí no aparecían más alharacas que la nacida de la buena interpretación y absortos quedábamos contemplando el desarrollo de la comedia. Así, como de hurtadillas, el aficionado al teatro cubría sus intereses y semana a semana esperaba un nuevo estreno catódico. De modo que quizás fuese la añoranza, la admiración por la labor teatral, o el darle sentido a una noche de sábado, los que me llevasen a la platea del Principal. Con la puntualidad de los cinco minutos de retraso preceptivos, comenzó la obra. Y nada más abrirse la escena pensé para mí que algo no cuadraba. Unos actores acicalados con atuendos grises metálicos parecían salir de los escenarios callejeros en los que las estatuas vivientes cobran vida sobre las aceras. Que la mayoría luciera pantorrillas debajo de sus pantalones cortos no sabría si catalogarlo de licencia del encargado del vestuario o simple broma que no venía a cuento. Y a todo ello, como único decorado un ortoedro sobre cuyas aristas se prendían neones según el desarrollo de la obra quisiera ordenar truenos,  lluvias o sobresaltos. La obra, la magnífica comedia, quedaba diluida y por si algo faltase, el sonido parecía provenir de un cuarto de baño cerrado sobre el que alguien reverbera sus trinos en los azulejos.  Ellos, actrices y actores, a lo suyo, demostrando un saber hacer que siempre es de admirar y quiero pensar que echando de menos algo más de clasicismo en el atrezo. Sí, ya sé, posiblemente el argumento lo esté dejando de lado; por si alguien no lo ha disfrutado todavía, le recomiendo vivamente que lea la obra. Y digo bien, que la lea. O en todo caso que se asegure antes de ir a presenciarla de que se ajustará a la idea que don Enrique tuvo al componerla, no vaya a ser que la decepción de la puesta en escena consiga dejarte un regusto amargo al bajar el telón. Ah, y en cuanto a las risitas provenientes del patio de butacas, misericordia; casi siempre aparece alguien camuflado entre la multitud que a la más mínima ocasión que se le brinde, participa desde la simpleza. Todo el derecho le asiste, sin duda. Quizás si hubiese gozado de aquellas noches teatrales de viernes añejos, su nivel sería distinto, y a mejor.  

viernes, 27 de enero de 2017

El amor en los tiempos del cólera


Que recién recibido el Premio Nobel de Literatura, y una vez cumplidas las obligaciones sociales que conlleva, sientas la necesidad de aislarte en Cartagena de Indias para no seguir viviendo de las rentas literarias, solamente lo podría hacer un genio. Un genio llamado Gabriel García Márquez, que tantos momentos de gloria ha dado a las letras. De modo que aislado del mundanal ruido y supongo que imbuido por el aire caribeño, decide dar inicio a una historia de amor eterna. Eterna porque la esperanza del amado no tiene límites y es capaz de resistir el paso de los años hasta verla cumplida. Ella, altiva señora de nombre Fermina, se desposa con el doctor Urbino y su vida discurre por los senderos del discreto encanto burgués de finales del XIX. Él, Florentino, amante decidido desde la pubertad de la mencionada Fermina, encuentra el momento preciso para reiniciar su conquista a la muerte accidental del galeno. Y el constante tira y afloja entre perseverancia y negación llega a durar más de cincuenta años. Ambas vidas han llevado su curso a lo largo de esta etapa pero en el ánimo del otrora trovador el recuerdo sigue presente y el ánimo de conquistarla no decae. Podría definirse como un culebrón más de aquellos que las Antillas propician y en cierto modo no faltaría a la verdad. Pero lo que realmente magnifica la historia es la manera en que la pluma de don Gabriel consigue hacernos partícipes de tan hermosos sentimientos. Por un lado la resistencia que toda educación femenina llevaba consigo en la que se imponían formas a fondos, por otro, el irrefrenable deseo del enamorado de alcanzar sus metas emotivas una vez alcanzadas las económicas. Da la sensación de haber visto este argumento en más de una ocasión y por ello mismo no puedes dejar de sonreír ante el hecho. Más de un rostro acude a ti y una mezcla de compasión y aplauso nace de dentro. ¿Quién no ha visto en alguna ocasión al abuelo de turno echar de menos a aquel amor que no llegó a ser?. ¿Quién no ha diseñado a través de una mirada escrutada la felicidad que en multitud de ocasiones se camufla en conveniencias?. Ahí es donde la genialidad de su pluma hace que el equilibrio entre sensiblería y credibilidad se mantenga. Lo de si está basada en la propia experiencia de sus abuelos o no, será lo de menos. Lo trascendente es comprobar cómo se puede escribir en los tiempos coléricos actuales una obra de arte como esta que supuso un nuevo peldaño hacia la gloria de quien ya la tenía ganada en vida. Evitad la versión fílmica, por lo que más queráis. A nadie se le ocurriría pensar que Javier Bardem puede responder al prototipo de amante persistente cargado de epístolas amorosas a la espera de un sí que tanto se hace de rogar.

jueves, 26 de enero de 2017

Groucho y yo

La primera impresión llegó al comprobar la portada del libro. Era doble y sobre la primera de ella dos orificios semejaban las lentes de las gafas del genio que se autobiografiaba en las páginas siguientes. Invitaban a introducir los dedos como si necesitásemos aseverar la verdad que más adelante se nos manifestaba. Nada que no fuese propio de este bigotudo levitado que tantos momentos de gloria diese al cine quedaría en el baúl del secreto. Un sucinto repaso a la prole que formaban sus hermanos y él y en la que las dotes del padre como sastre neoyorquino precisaban del prefijo para convertir en desastre todo aquello que el buen señor pretendía confeccionar. Amargo sabor que suele gestionarse mejor desde el sarcasmo que en primero persona actúa como bálsamo redentor de penurias anteriores. A nadie debe extrañar como a mí tampoco me extrañó, la sucesión de anécdotas que  lo largo de la confesión brotaban, porque de confesión se trata, al fin y al cabo. Pensar que alguien con sesenta y nueve años considera llegado el momento de hablar en pasado, hoy puede parecer prematuro y, visto el nivel de genialidad igual debió escribir una segunda parte o esperarse a completarla. Se cataloga a sí mismo como medrador del espectáculo en aquel Broadway siempre coloreado por las lentejuelas de la ilusión. Obviamente, y quizás sea el sino de los artistas, los rendimientos económicos no fueron lo suyo y como tantos otros sufrió las crisis inherentes a todos los cracks que la propia idea de una sociedad capitalista acaba provocando. No importaba a quien intentase dirigir esta obra; sabía de sobra que sería bien recibida cuando su firma fuese leída. Dado el cúmulo de citas que se le atribuyen podrían ser esas mismas citas las que compusieran por sí solas el argumento. Desde ellas mismas seríamos capaces de descubrir fisgonamente a Julius Henry Marx y entrever el dicho aquel que le asigna tristezas al clown que tantas risas provoca. He de reconocer que nada más acabarla sentí la necesidad de visionar por enésima vez alguno de sus títulos de celuloide. No pude por menos que intuir detrás de la máscara del habano y el mostacho al auténtico Groucho que la lectura dejó entrever. Supongo que quien más quien menos al escribir en presente sobre su pasado procura limar aquellos aspectos que la tristeza acabaría vistiendo de compasiones. Sea como fuere, leedla, y seguid una de sus máximas; en concreto aquella que pregonaba lo de “nunca olvido una cara, pero con la suya haré una excepción”. Quién sabe si le damos la vuelta y somos incapaces de perder de vista a aquel rostro que tantos momentos de gloria nos dejó y tantas líneas tatuó como legado definitivo de una vida de comediante supremo. 

miércoles, 25 de enero de 2017


Vida después de la vida



Llega un momento en nuestra existencia en el que el trascendentalismo de las preguntas acude a nosotros. ¿Quiénes somos?, ¿de dónde venimos? y sobre todo ¿adónde vamos? Suelen formar la terna existencial de las dudas. A las dos primeras se responde en base a descubrir nuestro árbol genealógico analogías que nos atestiguan. En cuanto a la tercera respuesta, la incógnita perdura y no hay forma de resolver el enigma. Lo más sencillo es dejarse llevar por la fe hasta que la fe por sí sola peca de tacaña a la hora de respondernos. Y allí en donde empieza el desfile de visionarios que han sido capaces de cruzar la línea entre la vida y la no vida. Son aquellos que se pertrechan tras unos folios para dar testimonio creíble de todos los testimonios ciertos o inventados de quienes han logrado regresar para contar sus vivencias y él, las ordena, encuaderna y saca a la luz. Y este libro en cuestión no iba a ser diferente. En él aparece el famoso pasillo oscuro a cuyo fondo una luz intensamente blanca capta tu atención, te reclama e imanta. Según cuenta Raymond A. Moody junior, la sensación de paz es inmensa y nada de lo que hasta la fecha se nos ha legado corresponde con el acceso al más allá. Por lo visto, tú mismo, o mejor, quien ya no eres, luchas desesperadamente por alcanzar la luz y desde la misma luz se juzga conveniente o no tu paso. Llega un momento en la lectura en el que te dan deseos de morirte un poco para hurgar en ese tránsito y solamente el miedo al no retorno lo evita. Empiezas a dar valor al refrán del malo conocido y decides seguir siendo el espectador lector que fisgonea en las dobles vidas de los regresados. Poco importará si tus creencias en la reencarnación se diluyen o siguen vigentes. De nada servirá empeñarte en cumplir unos preceptos que te aseguren un paraíso futuro, más que nada, porque siempre falta alguno por cumplir, si llegado el caso, ese foco albo, ese faro orientador, te toma como rehén hacia la Eternidad. Así que, amigos míos, antes de decidiros a pasar por semejante trance, echadle una ojeada. Lo más probable será que empecéis a hacer una lista de gente con la que no teníais ninguna intención de coincidir, y allí estarán de nuevo. Seguramente alguno lanzará el consabido “esto es vida” y no te quede más remedio que asentir por pereza ante tal axioma. Mientras tanto, mientras llega ese momento, mejor quedémonos en esta parte; la vida conocida no es precisamente una paraíso alfombrado, pero ¡qué narices!, habrá que vivirla por si no hay más. Si acaso, que otro nos apague la luz cuando llegue la hora.

martes, 24 de enero de 2017


A la sombra de la guillotina


Cuando un historiador como Fernando Díaz-Plaja decide contarte algo, por principio, tu atención se la prestas y de su obra sacas rédito. Si además encabeza la interminable lista de una colección que jamás acabas de completar, y el verano da sus últimos coletazos, allá que te lanzas. Desempolvas los atuendos adecuados y te sitúas en aquel París revolucionario en el que según parece la subida del pan llevó al final insospechado por la nobleza. Y aquí descubres cómo el triunvirato formado por Danton, Marat y Robespierre, se alza con el sentido primigenio de la igualdad, solidaridad y fraternidad promulgado por todo el país galo. Como tantas veces ocurre, la inicial mecha prendida, acaba siguiendo el sendero de la pólvora esparcida y el cadalso ya no distingue cuello que seccionar. Es como si de las manos se les hubiese escapado todo sentido de justicia y buscasen solo revanchas personales. En positivo la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano” legitimaba cualquier método para alcanzarlos. Un Tribunal inmisericorde firmando sentencias y un poso último ambivalente entre vicios y virtudes extraídos de aquel período en el que el Terror impuso leyes durante. Como todo vigía de su propia grey, acabó dudando y sospechando de tantos que todos los tantos provocaron su caída. Aquí es donde se manifiesta para unos el castigo a las propias injusticias y para otros la injusticia propia del desagradecimiento. Padres de la patria que no consiguieron salir indemnes de su mismo guion inconcluso ya los que la historia acabará tildando de excesivos guardianes del bien común. Ya vendrían tiempos posteriores en los que darle colorido pimpinélico y escarlata. La historia tantas veces se acaba vistiendo con sus galas más seductoras que nada nos debe sorprender. Nada, excepto la narración aséptica que a lo largo de la obra que nos ocupa, el autor nos lanza. Sólo nos resta visitar París, pasear por sus bulevares, desplazarnos a Versalles, asimilar el sentido de la soberbia irrigada de azul y no solo entenderemos, sino que puede que justifiquemos, semejantes desmanes. Mientras tanto, al ritmo que marque el Sena, ensayaremos  entre gorgoritos penosamente “La marsellesa”. Y es que hay canciones que solo son creíbles cuando las cantan los auténticos protagonistas. Todo lo demás, sencillamente, es puro folclore sin más valor que el que pueda extraerse de la máxima de “estaban locos estos franceses”, y seguir sonriendo desde la lejanía. Un Antiguo Régimen cayó y sin embargo no calló del todo como se sigue poniendo de manifiesto. Igual la historia precisa de revisiones para actualizarla.  

lunes, 23 de enero de 2017


El código da Vinci


Bueno, pues nada, otro superventas,, otro vellocino de oro del que colgarse para dar paso a una ficción más o menos creíble. Pues vale, si de eso se trata, vale. Si las líneas que separan las páginas son lo suficientemente espaciadas, si los capítulos funcionan al ritmo de motores multiválvulas del argumento, si la escena empieza en el Louvre y va desplazándose por Paris hasta acabar en Escocia, qué más da que sea su calidad sublime. El tema está tratado desde la doble vertiente matemática e histórica que de cuna progenitora le viene a Dan Brown y hace bien en sacarle partido. Fuera reflexiones sesudas y a dejarse llevar como si fueras el testigo de un James Bond protagonista. Aportaciones al número fi que te remiten a la caja de costura en busca de una cinta métrica para comprobar su teoría no dejan de darle colorido a esta novela pseudopoliciaca vertiginosa. Aquí todo vale si encaja con el tan manido asunto de la paternidad de Jesucristo. Parece necesario acercar al nivel de hombre a quien se declaraba hijo de Dios y dejar constancia del seguimiento de su sangre real en los sucesivos descendientes de Él y María Magdalena. Automáticamente te viene a la memoria toda la literatura que se ha escrito al respecto y sigues sintiendo deseos de visitar los escenarios por donde transitaron estos banqueros-guerreros-misioneros-ascetas. Empiezas a entender cómo la fantasía necesita de nuevos acicates que casi siempre miran hacia atrás como buscando fe, y no solamente religiosa. Rememoras las leyendas masónicas que tantas veces te fueron contadas a hurtadillas y sigues pensando que Da Vinci tuvo que ser uno de ellos, o no. Qué más da, si lo verdaderamente importante es dejarte llevar por la vorágine de la novela que te ha de durar escasamente dos tardes de intensa lectura invernal. Sabes que pronto, antes de lo que el propio editor pudiera sospechar, la novela dará paso a la película, y con ello el corolario del éxito habrá rubricado a la obra. Sucesivas secuelas que irán del cataclismo a la esperanza entre turbios intereses vaticanos que tanto se prestan a argumentos similares. Ya has cumplido con el papel que te sitúa como lector entre lectores de lecturas consumibles y respiras aliviado. Nadie te podrá tildar de exquisito ni falta que hace, en un mundo en el que las medianías se elevan a los altares de las letras. Momentos habrá para reconciliarse con la buena literatura. Pero reconozcámoslo, una tarde de invierno, con el gris del cielo por compañía, igual precisa de una lectura que no indigeste el café de la sobremesa.    

viernes, 20 de enero de 2017


Lo bello y lo triste


Actualidad, entre Kioto y Kamakura, y un novelista llamado Toshio como protagonista. Padre de familia, reconocido escritor y padre de dos hijos, que tuvo hace años una relación con Otoko, amante y pintora. Y como tantas veces sucede en la vida, él acude años después a interesarse por su examante. En ese encuentro se desencadenará una caída irrefrenable con trágicas consecuencias. Allí entra en escena la protegida amante de su otrora amante que por celos urde una venganza de lo más sibilina incluyendo en la misma a la propia familia del protagonista.  Podría resumirse esta especie de introducción en todo lo anterior y sería pecar de injusto y pacato. No es sólo una novela de amores despechados, de vueltas atrás en el tiempo, de recuerdos magnificados, de celos incontenibles. Es todo eso unido a la más pura trama de la novela negra con la sutileza que dan los almendros en flor nipones llegada la fecha. Es un compendio de emociones tales que no sabes muy bien a quien tener lástima, de quien hacerte cómplice o a quien perdonar sus excesos basados en la pasión incontenible. Compadeces a la legítima consorte por lo desvalida que aparece dejándose llevar por la fe en sus ideales destruidos al descubrir el engaño. Tienes deseos de convertirte en el chivato que advierta a Taichiro, hijo mayor, de los peligros que entraña el arte sibilino de la seducción que busca su ruina. Intentas hacerle razonar a Keiko, aprendiz de pintora, del peligro que entrañan  los excesos. Y al final optas por dejar que la inmensa bola de nieve que se ha ido formando siga su curso a riesgo de ver cómo la autodestrucción cumple con su papel. Parece sencillo reconocer en Otoko a la única equilibrada del argumento pese a tener a lo largo de su vida motivos más que suficientes para no serlo. Y las ganas de gritarle a Fumiko para ver si despierta de una vez de su sueño imposible, las callas; bastante dolor lleva consigo misma ante el hecho de saberse segundo plato como para tener que ir hurgando en la herida. Dentro del halo suicida que suelen tener las novelas niponas, esta se lleva la palma. Imprescindible para aquellos que sean incapaces de comprender que el equilibrio exigido a las pasiones no siempre se suele mantener y en la mayoría de las ocasiones gana la razón. Leedla; leedla y veréis lo que significa literatura en mayúsculas. Ya diréis si lo bello y lo triste siempre caminan de la mano y cada cual es el culpable de que así sea. Puede que en la siguiente floración de los almendros vuelva a nosotros, cautivos lectores, el sabor amargo de la buena literatura y con ella la primavera de nuevo. 

miércoles, 18 de enero de 2017


El conde Lucanor



Suelen tener los libros ejemplarizantes un plus añadido de aprobación por parte del lector. Es como si a raíz de manifestar un modelo a seguir, mediante su lectura y asimilación, el lector entendiese sin darse cuenta la moraleja buscada y con ella un aprendizaje. Y si se trata de ver cómo un miembro de la nobleza aprende los mecanismos para seguir en el púlpito, nuestro asombro se engrandece, por la gracia o no del divino. Da la sensación de que don Juan Manuel decidió a la hora de escribirlo sentar las bases de los límites establecidos en cada una de las castas sociales que le tocó vivir y disfrutar. Y para no pecar de presuntuoso, al propio conde se le asigna un ayuda de cámara, un brazo derecho, un maquiavélico ser indisimulado, que le va abriendo los ojos al maniqueísmo eterno. Lo más gracioso del asunto es que al acabar de leerlo, más de uno en su fuero interno, da validez y asimila en consecuencia ese modo de actuar. Con un mínimo de visión histórica podría perdonarse el hecho que supone haber sido concebida hace siglos. Con un máximo de visión histórica nadie sería capaz de perdonarse el estar de acuerdo con la prevalencia en los púlpitos de los de siempre. Poco importará pensar que las coronas ya no son lo que eran si ahora llevan trajes a rayas y sus palacios son los centros de poder en los últimos pisos de los rascacielos. Será más de lo mismo por mucho que el atuendo haya cambiado. Siempre aparecerá un correveidile que ejerza su papel a la sombra sin que caigamos en la cuenta de exigirle cuentas. Pasarán generaciones enteras por el escenario de las marionetas cuyos hilos se mueven en la sombra y seguiremos en las mismas. Los cincuenta capítulos de esta obra serán tan actuales como nuestra misma inacción o conformismo permita. Y en caso de que perciban por sus pies el más mínimo atisbo de lascas prendedoras de piras que les repudian, cambiarán de Patronio y todos contentos.  De modo que no perdáis la ocasión de releerlo si no lo hicisteis en las aulas o ya apenas lo recordáis. Hay cosas que nunca cambian y lo más triste del caso es que seguimos permitiendo que así suceda. La brevedad de la media centuria de ejemplos lleva una carga de profundidad lo suficientemente potente como para hacernos reflexionar y darnos cuenta de lo que somos y a quienes se lo debemos. Quizás al acabarlo notemos un latigazo en nuestra conciencia y aún estemos a tiempo de reescribirlo para generaciones futuras. Nunca está demás una puesta al día cuando el motivo así lo merece y urge.

El oro de los dioses

Hace años, hace unos cuantos veranos, y de manos de una amiga cercana, se me presentó la posibilidad de leer este libro. Lo firmaba un tal Von Däniken, que entre otros oficios tenía a bien adjuntar el de pastelero. Supongo que la inercia del fin de la canícula estival aceleró el deseo y allá que me lancé. He de reconocer que el tema tenía cierta enjundia y que en todo adolescente anida el deseo de desmontar el mundo transmitido por los mayores. De modo que  poco importaba si lo que aseguraba este buen hombre era o no cierto ante el deseo de vivir una aventura a cada renglón leído. Dijo haber sido espeleólogo por las entrañas de Ecuador hacia una cueva en la que ciertas estatuas doradas compartían espacio con tablillas metálicas. Inmediatamente dio por cierta la visita de los alienígenas, obviamente, olvidadizos de lo que dejaban en semejantes nidos. Aportó todo tipo de pruebas fotográficas y poco importaba la certidumbre de las mismas. El hecho fundamental radicaba en dar crédito a lo que el maestro de los bollos aseveraba. Una imaginación fuera de toda duda traspasando la frontera de la tahona helvética para cocer a fuego lento semejante sarta de invenciones. Dijo tener la certeza de haber visto al párroco próximo a la ciudad próxima a dicha cueva acaparar dichos tesoros, bajo permiso y supervisión , eso sí, de la Santa Sede. Aquí ya no sabía si sonreír, partirme la quijada o cerrar definitivamente semejante bodrio. Pudo más la curiosidad y continué para ver hasta donde era capaz de llegar semejante obrador. Dijo que una de las estatuas halladas correspondía a un astronauta con traje espacial incluido y que su mano diestra controlaba a la nave nodriza cuando le sobrevino el óbito. El tema iba cobrando más y más tintes surrealistas y no era plan de quedarme a medias. De modo que seguí a mi propio instinto curioso y llegué al final sin resolver el enigma de la presencia o no de dichos visitantes extracelestiales. Pensé que algo no acababa de entender cuando tal superventas era avalado por miles y miles de lectores. Rumié mi ignorancia y por si no hubiese tenido bastante, al cabo de un año, asistí al estreno. Sí, efectivamente, este genio descendiente de Guillermo Tell, había logrado vender su obra como guión y una película salía a darle vida. Al horror de la lectura se unió el lamento del visionado. Miré al cielo que cubría aquel cine de verano y pedí en silencio alguna prueba a favor de lo leído y visto. Nada de nada. El criccrac de las pipas se mezcló con el de los grillos y salí con la plena certeza de la existencia de dichos extraterrestres entre las sillas de plástico más cercanas. Y como yo, las decenas de compañeros de gravas, cada vez que nos mirábamos a la cara al abandonar aquel recinto, pensaban de igual modo. Aquellos que sigáis pensando que existen y son pudorosos para manifestarse, leedla. Os entrarán unas ganas repentinas de saborear un bizcocho, embadurnar una tostada con queso, abrir una navaja de multiusos o agitar un cencerro como señal de bienvenida por si se les ocurre volver. Los agnósticos, pasad de hojearlo u ojearlo y conformaos con mirar hacia arriba para averiguar a qué vuelo pertenecen las luces que parpadean en mitad de la noche.

martes, 17 de enero de 2017


Discurso sobre la felicidad

“Para ser felices, debemos deshacernos de nuestros prejuicios, ser virtuosos, gozar de buena salud, tener inclinaciones y pasiones, ser propensos a la ilusión, pues debemos la mayor parte de nuestros placeres a la ilusión y ¡ay de los que la pierden!”. Este podría ser el resumen de todo el discurso que tuviese a bien plantear Émilie du Châtelet. Una dama ilustrada que considera la felicidad como algo inherente al ser humano que solamente la rigidez de las normas morales coarta. Para mayor lamento, la felicidad femenina, acrecienta ese déficit ya tal punto esta  buena señora se revela. Tengamos en cuenta la época en la que se desarrolla la obra y veremos que el papel asignado a las damas iba poco más allá de meros floreros o comparsas del hombre al que se le reservaban privilegios militares, sociales, y de cualquier otra índole. Aboga por una educación igualitaria en pos de un equilibrio, que, reconozcámoslo, aún no se da después de siglos de espera. Ella, llegó a codearse con la intelectualidad de la época y alcanzó su cénit al compartir epístolas y amores con Voltaire. De ahí que en cada misiva de ida y vuelta se vislumbren postulados que dan crédito a las ideas de ambos mientras las pieles actúan de nexo. El consorte, más ocupado en conseguir condecoraciones, sabe que su nivel no alcanza a entender más allá del sonido de las pólvoras rugientes y ella necesita lo que no tiene. “Sólo sé que he nacido para ser feliz”, llega a espetarle a su amante refugiado en Suiza, huido de los intransigentes que tanto temen al pensamiento. Y sabe que su propia felicidad no podrá venir cojeando desde el único apoyo de la riqueza material que ya la cubre. Sus anhelos trasciende lo físico y la filosofía de vida se adueña del entorno y del lector cada vez que se hace cómplice de las lecturas soliloquias. Una dama de su tiempo adelantada a su tiempo que fue capaz de lanzar un dardo a las casacas encorsetadas y a las pelucas que tantas veces cubren a cerebros vacíos. Un modelo de vida para todas aquellas que reclaman igualdades sin darse cuenta de que su estatus es por naturaleza superior al del varón. Rampante varón que en multitud de ocasiones creerá en un modelo de mujer al que dominar con oropeles que fingen realidades y ocultan certezas. Una obra, en resumen, que cualquiera de nosotros, progenitores de futuros, deberíamos leer y recomendar a nuestras sucesoras. Más que nada para evitar caídas en las simas de la estupidez que alguien les pudiese plantear como paraísos. Pero sobre todo para entender desde esta parte mal llamada dominante, que si alguien es capaz de conocer el sentido de la felicidad, es ella, la mujer, por más discursos que lancemos creyendo que escribimos por ellas.   

lunes, 16 de enero de 2017

La ciudad de los prodigios
Es decir, Barcelona. En concreto, la Barcelona comprendida entre los años finales del siglo XIX y comienzos del XX, entre dos Exposiciones Universales. En ese marco, nuestro protagonista, Onofre Bouvila, pasa de su cuna de pagés pirenaico, a la búsqueda de un futuro más halagüeño en la gran urbe que acabará fagocitando para sí a tantos como él. Un ascenso social de quien sabe buscar con todo tipo de artimañas esa escalera hacia el éxito al más puro estilo picaresco que tantos momentos de gloria y solidaridad provoca en el lector. En más de una línea saltan ante tus ojos los antepasados rostros de los actuales rostros y entiendes el porqué de su situación actual en la sociedad catalana y por extensión en cualquier otra que se le asemeje. La complicidad con los actos del protagonista que acabas desarrollando te da que pensar en si tú mismo habrías actuado de modo similar llegado el caso. Por un lado, el conformismo situándote en el nivel correspondiente a tu estirpe. Por otro, el deseo incontenible de dar el salto hacia escalones superiores desde los que ignorar el vértigo que supone mirara hacia abajo. Y todo ello en mitad de las convulsiones que ya a principios de siglo lo vaticinaban de destructivo a todos los niveles. Caciquismos en estado puro, sombras mafiosas que pregonan en “conmigo o contra mí”, especuladores del suelo a mayor gloria personal y miseria ajena. Puede que llegado este momento el lector crea que nos hemos equivocado de fechas y estamos retratando la plena actualidad. De ahí la grandeza de esta novela, su atemporalidad, por desgracia. Cualquier posicionamiento que tomemos nos parecerá justificado y en algunos casos desearemos ser uno los charnegos que cruzó el Ebro en busca de fortuna y quizás la consiguió. Puede que algún apellido haya revertido vocales para dar fe de “seny” y antigüedad y en algún momento de su existencia no sepa situar exactamente su origen. Poco importará. En definitiva cada quien es de donde pace más que de donde nace como tantas veces queda de manifiesto. Solamente habría que tener en cuenta que al final, la vida, en mayor o menor medida, te sale al encuentro. Y puede que como al admirado Onofre, un crack bursátil te sirva como excusa perfecta para desaparecer ante los demás y emprender una nueva vida. Poco importará si es real o solamente producto de la imaginación de aquellos que te tomaron como ejemplo, y no siempre, recomendable. Lectura obligada para más de un caso que yo me conozco, y que algún lector reconocerá sobre su mismo reflejo.       

domingo, 15 de enero de 2017


La ciudad de las estrellas



Más comercialmente conocida como “La, La, Land”, “La ciudad de las estrellas”  acaba de debutar en las pantallas avalada por el récord de siete premios Grammy. No es que resulte muy conveniente dejarte seducir por tales galardones que buscan rendimientos taquilleros, pero la tentación muchas veces supera a la continencia, y por lo tanto, a pecar se ha dicho y ya veremos qué penitencia pagamos. Solo que si en vez de penitencia culposa, a los breves minutos de visionar la película empiezas a gozar de su frescura, a ti mismo te redimes y alegras de haber optado por ella. Que un atasco matutino en plena autopista de circunvalación se convierta en un número musical al estilo de “West Side Story”  provoca  la primera sorpresa agradable y anticipa todo lo que durante las dos horas siguientes va a acaecer. Dos vidas paralelamente jóvenes cargadas de sueños en la ciudad de los sueños que intentan verlos cumplidos, se acaban cruzando. Y no sólo cruzando sino anudando en pos de convertirse en uno desde sus diferentes quimeras que nacen de las ilusiones. Por un momento “The Way We Were”  regresa del recuerdo, y los rostros de  Robert Redford y Barbra Streisand cambian de semblante por los de  Ryan Gosling  y Emma Stone, interpretando a un músico de jazz y a una aspirante a actriz. Por un momento  Singin' in the Rain” reaparece de la mano, o mejor, de los pasos, de Gene Kelly  y Debbie Reynolds  y la pareja protagonista les rinde homenaje. Porque de eso se trata, de rendir homenaje a un género cinematográfico que tantas glorias ha dado a lo largo de la historia del celuloide. Y en paralelo, sin abusar en exceso, la melodía que consigue emocionar al más insensible de los espectadores como hilo conductora de esta preciosa historia de amor. Lejos quedarán los pastiches de aquellas poco creíbles conforme el argumento avance en sus vidas. Memorables serán los minutos en los que el canto interior silenciosamente tararee el “qué hubiese pasado si…” que todos en algún momento de nuestra existencia hemos sentido. Y con todo ello, saldrás con la sensación de haber presenciado algo magnífico que sin duda alguna acaparará más de una estatuilla. Mi apuesta fijo en cuatro.   Mejor actor, mejor actriz, mejor director y mejor banda sonora serán lo mínimo exigible. Puede que esté errado y que los cánones del galardón vayan por otros derroteros. Pero de lo que no tengo duda es que merece la pena, y de qué manera, volver al cine para deleitarse con la frescura de una película como esta. Cuando vayáis, prestad atención al modo de hablar de los ojos de ambos, y ya me diréis si hablan solos.       

sábado, 14 de enero de 2017


Los peligros del selfie


Es evidente que han surgido los selfies como prueba fidedigna de nuestra propia existencia, posición, localización y demás nominaciones. Como si necesitásemos ser seguidos por unos ojos próximos o ajenos a los que les moviese la curiosidad del saber qué hacemos, o a qué hora, o por dónde. De modo, que quien más quien menos, se-nos, ha-hemos, apuntado a la moda en cuestión y comenzamos a completar un álbum digital de los más variopinto y multicolor. Hasta aquí, nada que no sepamos, y que a unos le repugna y a otros le hace gracia. Pero ¿qué sucede cuando el selfie en cuestión se realiza sin meditar las consecuencias? Pues que te atienes a ellas y en el peor de los casos, las pagas. Esta reflexión quizás le faltó a aquel que ayer decidió regresar a su país de origen después de haber pasado unos días, imagino que gratos, con amigos y/o, familiares, y/o, compañeros. Su natural impulso tantas veces copiado le llevó a realizarse un autorretrato en mitad del vagón del metro que une como serpiente subterránea a Valencia con la terminal aeroportuaria de Manises. Y ni corto ni perezoso, zas, flas al canto desde su móvil, desde su sonrisa inmaculadamente blanca, desde su tez inmaculadamente cobriza, desde su antebrazo alzado, desde su buen sabor de boca en el recuerdo. Dejó por un momento una mochila sobre el asiento próximo y ahí comenzó la paranoia global de todo el vagón. Miradas de soslayo en busca de inexistentes detonadores, rictus de terror en los viajeros que se presumían inmolados en breve, pasos raudos hacia los timbres que solicitaban parada urgente. Y allí, el buen hombre, presenciando como pasaría a ser el acusado de no se sabe qué y tanto se presupone. Coches patrullas chirriando sirenas, avenidas cortadas, incógnitas en el aire. Y todo desde la más que temerosa sospecha de ver en aquel que regresaba a quien no era. Psicosis provocada por la incesante muestra catódica de los mediodías en los noticiarios que desgranan a modo de cuentagotas los actos violentos que nos explotan a mitad del segundo plato. Tal y como está el patio, no quiero ni pensar en el hecho de llevar a modo de recuerdo, algún masclet fallero. La que se podría organizar sería de traca, y nunca mejor dicho. Así que, y sin pretender dar consejos a nadie, habrá que tener especial cuidado con los selfies de aquí en adelante. Posiblemente no dejen de ser un acto tan inocente como narcisista, pero ante la psicosis que provoca el miedo, nada ni nadie atenderá a razones.  

viernes, 13 de enero de 2017

El extranjero


Empieza con un óbito y finaliza con los preliminares de otro. Esta novela no podía ser concebida de otro modo diferente a cómo la diseñó Albert Camus. En ella, el preludio lo ofrece la vida gris de un protagonista cuyas máximas ambiciones son las nacidas del deseo propio de vivir y dejar vivir. Saltos placenteros a los que se coge que van desde el reducido grupo de amigos a la amante que insiste en formalizar una relación que en absoluto le apremia ni considera necesaria. Un existencialismo al más puro estilo del observador que disfruta de cada momento sin cuestionarse grandes quimeras a resolver tanto terrenales como divinas. Y como siempre suele suceder, la rueda del infortunio decide girar por él sin haberlo solicitado. Una lúdica jornada de playa se ve enturbiada por la presencia de unos ajenos directos que buscan venganza en un amigo. Todo parece discurrir acorde con el guion de una trifulca sin más, hasta que el calor nubla las entendederas y las balas hacen acto de presencia. Un giro de ciento ochenta grados que lo somete al engranaje judicial como un acusado más y en el que no se siente especialmente culpable. Acaba pareciendo que es el espectador de un espectáculo que lo tiene por protagonista y las salidas de tono del juez tachándolo de impío le confieren a la narración la cicuta de todo sentimiento agnóstico. La ley sigue su curso y entre el fiscal inmune al desaliento y el abogado defensor acomodado en su papel de perdedor, nuestro amigo, sigue hacia un final previsible. Como no podría ser de otro modo, a modo de consolador, un sacerdote le conmina a arrepentirse para limpiar su alma y es incapaz de aceptar que no admita dicho consuelo. No concibe la vida sin el temor a Dios y ahí se le desmontan todos sus planteamientos mientras está a punto de convertirse en una nueva víctima por su insistencia. Final abierto, o mejor, segado, por la caída de la hoja de la guillotina en la que se rebana completamente los planteamientos sociorreligiosos de una sociedad que sigue sin aceptar un no por respuesta por parte de los descarrilados miembros de la misma. Un argumento en el que la muerte no se plantea como final de nada sino más bien como principio de todo. Una muerte simbólica más allá del texto que sería capaz de tambalear los cimientos de un status quo que sigue feliz ante la inacción. Regusto a verdad al acabar su lectura y cierto rictus sarcástico al comprobar cómo el cadalso del día a día nos finiquita y seguimos siendo incapaces de gritarle “basta”.  

jueves, 12 de enero de 2017

La pasión turca


Situándose en la época en la que la sociedad española estaba abriéndose a nuevos conceptos de relaciones, a nuevas libertades, a nuevos horizontes, Antonio Gala sitúa la acción. Y digo acción cuando debería decir emoción. Emoción aletargada en el interior de la protagonista que  ha sido educada según unos cánones burgueses que someten sus deseos. Una existencia tan cómodamente gris como las de sus cercanas que acepta como irremediable tributo a pagar por una posición social envidiable para casi todos. Hasta que la monotonía y el hartazgo encuentran la válvula de escape en un viaje a Constantinopla, es decir, Bizancio, es decir, Estambul. Allí, dentro del “todo incluido” aún en ciernes, las miradas se cruzan. El guía, avezado en tales lides, descubre las carencias de la protagonista y comienza a diseñar el plan para remediarlo. No necesita de demasiados esfuerzos por estar avalado por partida doble. De un lado su propio don de gentes  y por otro el deseo contenido de ella para descubrir lo que hasta la fecha le estaba vetado. Una irrefrenable cuesta abajo en las que la entrega por parte de ambos esconde diferentes propósitos. Ella, ciega de deseo, se deja llevar a la senda por la que él la introduce en turbios negocios camuflados de kilins. Empiezas a sentirte en la necesidad de abrirle los ojos para que vea la cruda realidad a la que está abocada y compadeces a la propia protagonista que no es consciente de su caída libre. Poco a poco, el hartazgo se hace presente en el efebo amante, que no deja de ser un coleccionista de vidas de las que sacar partido. La nula aceptación por parte de la familia otomana de la nueva esposa viene a sumarse a las desdichas de quien no quiere reconocer lo evidente. No la quiere, no la ha querido, se ha servido de ella. Así, el desenlace es tan previsible como inevitable. Salvo que el argumento pase a ser guion cinematográfico y motu proprio el director decida cambiarlo en pos de quedar bien. De nada sirve el enfado del autor de la novela cuando descubre que ha destrozado todo el planteamiento en aras a sacar un rendimiento económico en la taquilla de turno. Obviamente, es un fiasco, una estafa, una burla inadmisible. Así que quienes quieran salir con el sabor a venganza cumplido que vean la película; pero quienes decidan darse un baño de pasiones en pieles ajenas, que opten por la novela. Ya cada cual decidirá si le merece la pena uno u otro epílogo, y si le merece la pena o no decantarse por la emoción o por la razón. Dicotomía vital y maniquea que tantas veces suele acompañar a multitud de grises existencias.   

miércoles, 11 de enero de 2017


Rebelión en la granja



Desde luego, Orwell, era un visionario, como el tiempo nos ha ido demostrando. Y dentro del planteamiento a futuro que esta novela saca al tapete, nada mejor que retomar el impagable uniforme de la prosopopeya para darle a cada cual su merecido. Al más puro estilo fabulista, como si de Samaniego o Iriarte se tratase, toma la pluma y empieza a diseñar una sociedad desde el entorno campestre de una granja. Allí, hartos de la explotación a la que se ven sometidos por su dueño, los animales se rebelan. Y en su propia rebelión se van colocando los cimientos de una utopía que todos aceptan, aplauden, vitorean y hacen viable. Un idílico entorno más propio de los “Locus amoenus” de Horacio que siglos después retomase en sus églogas  Garcilaso, y que en manos de Orwell renacen en un principio como culminación de un sueño de libertad y paz. Todo desde el más puro estilo hippie de la posguerra precursor del que años después vendría a ponerse lisérgicamente de moda. La cuestión está en que una vez guillotinados a los dueños, expulsados de sus dominios, repudiados definitivamente, los propios animales empiezan a organizarse. Y prontamente las divergencias entre los cabecillas saltan a la palestra. Uno, abogando por el férreo cumplimiento de un credo que él mismo instaura y que mantiene con ayuda de corifeos y guardias pretorianos que le sirven ciegamente. Otro desde el convencimiento de que los derroteros por los que se va desarrollando el nuevo espacio de libertad no son los soñados. Obviamente, este último es derrotado, expulsado, eliminado, estigmatizado. Queda un único líder que con astucia sibilina sigue dando pasos hacia su preponderancia y la de los semejantes y como contrapunto a los interrogantes se alzan himnos y banderas que tienen por finalidad desenmascarar a los divergentes. De modo que estos continúan aceptando todo aquello que jamás pensaron que aceptarían y su penuria lleva la misma intensidad que la opulencia de la clase dirigente. No es demasiado difícil al lector vestirse con la piel del animal correspondiente en cada caso. Es más, yo diría que la resignación  primigenia se convierte en un clamor de rechazo a la “propia granja” en la que se ve a diario. Y lo más doloroso es comprobar cómo incluso viendo que los desmanes se siguen repitiendo entre los que mandan, gobiernan, dirigen, deciden, seguimos resignados a nuestra suerte. Ya no sabemos si somos caballos trotones, gallinas ponedoras, o cualquier otra especie sobreexplotada y muda. Cuando las siete leyes que dieron origen a la primera constitución se nos modifican, las damos por válidas por habernos negado el derecho a aprender a nosotros mismos. Lo que empezó como una fábula más o menos divertida, empieza a buscar un epílogo dramático de nuestro guion vital. Todo aquello que prometieron blanco ahora es negro, o gris, o azul, o verde….y seguimos aceptándolo. Leedla si no lo habéis hecho ya. Leedla y si al acabar de hacerlo os sigue pareciendo un cuento para los minutos previos a irse a dormir, habréis comprendido lo que significa predicar en el desierto. Como lema os quedará aquel que resume subrepticiamente los postulados iniciales por un “Todos los animales somos iguales,  pero algunos son más iguales que otros”.         

lunes, 9 de enero de 2017


Las cenizas de Ángela



Las novelas autobiográficas suelen tener un plus añadido de aceptación. Es como si el lector se sintiese obligado a ser confidente de todas las vivencias ajenas y entre ellas salir en auxilio del o de los protagonistas a modo de Verónica enjugalágrimas. Porque ese es el segundo aditivo a tamaño experimento: la lástima. Una lástima, que no digo que no se ajuste a la realidad, pero que está barnizada con todo tipo de aditivos para hacerse presente. Alcoholismo paterno, enfermedades filiales, penurias económicas, rechazos familiares….vamos un todo en uno. Y en medio de todo ello un viaje migratorio inverso a los habituales que llevan a la familia en cuestión de Estados Unidos a Irlanda. Como si ya de por sí Irlanda no fuese la cuna del optimismo, allá que regresan a buscar entre las miserias un modo de subsistir. Entre tanto, la Segunda Guerra Mundial que viene a unirse al drama y el tiempo que va pasando para Frank que mantiene la esperanza de regresar al país que le vio nacer y buscarse un futuro halagüeño. Una y otra vez las vueltas de rosca del infortunio cebándose en la familia McCourt y el lector preguntándose dónde estará el límite a tanta desdicha. Empiezas a considerar privilegiados a aquellos que has conocido en la vida real, a aquellos que la vida les ha dado mandobles dolientes y que comparativamente con esta familia irlandesa, son unos afortunados por ser menores sus desgracias. Te imaginas cómo las verdes praderas de la isla se van tiñendo de nieblas no solo físicas y cómo los efluvios del lúpulo y las graduaciones del wiski, se suman al guión. Realmente no eres capaz de asimilar tanta bajada a los infiernos de la desesperación y el seguir leyéndola no tiene otro fin que el de buscar una salida más o menos liviana a tanto sufrimiento. Supongo que se da por válido el final de la obra cuando el propio autor protagonista, en su viaje de vuelta a la costa occidental del Atlántico, exclama un “¡Lo es!” para responder a la pregunta del acompañante referida al país al que regresan. Si ya las cenizas se apagaron con esta expresión, mi consejo es que a nadie se le ocurra leer la continuación. El propio título, “Lo es”, no deja de aventurarnos en una obra anodina, simple, vacía, que solo sirve para dar las gracias a las oportunidades que ofrece un país en el que dicen que todos los sueños e pueden realizar. Ni el viaje de ida, ni el de vuelta merecen la pena, por más que el primero obtuviera el visado del Premio Pulitzer. Aunque, como siempre, para gustos, los colores.      

sábado, 7 de enero de 2017

El niño con el pijama de rayas


Pues eso, otra vez con lo mismo, otra vez con los niños sufrientes como protagonistas, otra vez con la sensiblería presta al derramamiento de lágrimas. Es evidente que toda novela, sea del subgénero      que se quiera, puede parirse de modo natural, por cesárea, con anestesia epidural…Pero cuando al poco tiempo de iniciar su lectura empiezas a ver los moldes sobre la que está cocida, las dudas del acierto en la elección se aferran a ti. Observas que un campo de concentración nazi  es poco menos que un parque de atracciones para niños empijamados con estrellas de seis puntas sobre el pecho; percibes que al otro lado de la valla, el más aburrido de los niños nibelungos no sabe con qué distraerse; compruebas que el celo de los guardianes en la custodia de los prisioneros desaparece cuando se trata de velar por la familia del director de la cárcel; y presumes que el final va a ser el que al final es, te preguntas por qué es necesario semejante parto.  Se ha escrito tanto desde tantos puntos de vista sobre el Holocausto Judío en la Segunda Guerra Mundial que reincidir sobre la variante infantil dándole una pátina de sensiblería estúpida, está de más. Viene a ti la similar versión cinematográfica en la que se proclama la belleza de la vida y no sabes cuál de las dos similitudes es menos creíble. Repasas la titánica lucha de los prisioneros en la construcción del túnel de escapada de “La gran evasión”  y el partido de fútbol en “Evasión o victoria” y te das cuenta de que el tema siempre va cosido con dobles pespuntes como si necesitase de más créditos. Así, y volviendo a las púberes criaturas a ambos lados de las alambradas, no acabas de entender que nadie sea capaz de reconocer a su propio vástago cuando un niño sefardí suplanta su personalidad. No puedes ni imaginar la cara de imbécil que pondrá el comandante cuando compruebe la   irremediable confusión que llevará a la cámara de gas o al crematorio a su propio hijo. Todo dispuesto a la lágrima fácil y miles de preguntas sin resolver quedan en el aire: ¿Quién dejó de vigilar al niño de esta parte del cerco?; ¿quién dejó de repasar los espinos para evitar túneles por los que escabullirse?; ¿quién dejó de fijarse en el aspecto de skin que tenía el querubín con su cabeza rapada?; ¿nadie reparó en el código numérico del antebrazo del niño cuando cambió de identidad?; ¿los perros guardianes se distraían buscando huesos enterrados?; en resumen, una novela absolutamente prescindible, como prescindible será, imagino, la versión cinéfila. Sensiblerías basadas en el padecimiento infantil solamente conducen a camuflar rúbricas de firmas mediocres. Pero, como siempre, para gustos, los colores.    

miércoles, 4 de enero de 2017


Rojo y negro



Podría suponerse que esa dualidad de colores que da título a la novela de Stendhal responde al maniqueísmo propio de la existencia. Pasión frente a luto, vivacidad frente a tristeza, alegría frente a duelo. Sea como fuere, en estas líneas que conforman la obra, el desarrollo vital de un joven provinciano alejado de los cánones que la cuna le otorga, sigue un trayecto hacia el éxito social y capitalino de mano de las pasiones. El joven Julián, a medida que se va desligando de sus raíces empieza a crecer de un modo tan inesperado como dubitativo hacia un éxito esperanzado. Y como primer peldaño de su ascenso, el amor adúltero le sale al paso y a él se aferra. Podría parecer que juega con los sentimientos de quien hasta entonces no ha conocido el significado de los mismos al llevarlos sujetos por las riendas del convencionalismo. Y allí, ambos dos, se dejan  arrastrar por los designios que no son capaces de controlar. Ella, la pulcra señora Rênal, la fiel esposa, la madre equilibrada, se deja llevar por el futuro del hoy que su amante le proporciona. Sacian entre los vaivenes de las normas sus apetencias y solamente la admiración napoleónica de él se interpone en sus planes. La suerte está echada y, por más giros que la llegada a la gran urbe le pueda ofrecer, Julián sabe que su suerte está echada. Allí, de manos de su atractivo, es llevado a las inmediaciones de la alta burguesía y como si de un juguete se tratase, Mathilde de La Mole, hija del marqués de tal título, pretende convertirlo en otro de sus pretendientes. Lejos estaba de sospechar que será ella misma quien acabe rendida a los encantos de este que tan dispar resulta del resto de los de su casta. Julián sigue su ascenso y una serie de circunstancias en las que los celos de su amante anterior van abocando a la obra hacia un final trágico. Un asesinato incompleto, un juicio severísimo en el que no admite ayudas a su favor, un encarcelamiento a la espera de la guillotina y una cascada de actos heroicos por parte de aquella que no es capaz de asumir su destino. Un hijo en vísperas que no podrá disfrutar de su padre convertido en un clon del Bautista bajo el capricho de una Salomé llamada penitencia. La cueva del Jura será quien sirva de panteón poniendo epílogo a una de las obras que mejor reflejan el poder del deseo por más obstáculos que la vida les proponga. Como toda obra romántica, el final es tan previsible que acabas sintiendo lástima por aquellos que no supieron medir las consecuencias de sus actos mientras la vida misma les sigue compadeciendo.