Ladridos encarcelados
La noche había resultado agitada y el cambio de turno se
retrasó más de lo habitual. Tras rellenar los formularios de rigor regresó a
casa al ritmo que las sondas desperezaban a las calles rociadas de silencios.
Los restos esparcidos por las aceras
hablaban de alegrías ficticias que lograron menguar penurias del alma en
aquellos que se mostraron dispuestos a mirar en otra dirección. Bajó la rampa,
cerró la llave de contacto y en la catarata del agua buscó la caricia que tanto
añoraba desde la soledad que le invadía. No quiso reverdecer las razones de su
marcha para no seguir hurgando en la llaga no cicatrizada que el abandono
cincelase. Deslizó unos centímetros los cristales y prendió la nicotina a la
que había regresado desde que el adiós hebrase los filtros por él. A las
primeras caladas le siguieron las volutas que buscaban ascensos y entonces sus
ojos se posaron en aquellos barrotes que celaban los balcones vecinos. Allí,
asomado y silencioso, el poseedor de la mirada triste lanzaba a la calle sus
pupilas mientras sus patas traseras oficiaban de almohada. Vio en su pelaje los
surcos de las caricias que puertas adentro, seguro estaba, recibiría por el
simple hecho de estar ahí acompañando soledades. Poco importaba que las orejas
gachas tendiesen al óleo de la imaginación el boceto del abandono al que se
veía sometido. Él, acostumbrado al sosiego, aparentaba calma ante el tiempo de
espera que concluiría cuando el alboroto reinase tras el ascenso de la persiana
que permanecía dormida. Fue en ese instante cuando comenzó a verse quien hasta
ahora solo se había mirado. Éste que basó su existencia en las razones que mal
aprendiera en los libros excluyentes de sentimientos, comenzó a despertar.
Quiso soñar que el tiempo retrocedía y misericordioso le ofrecía la posibilidad
de enmienda. Soñó verse perdonado y aceptado de nuevo por quien tantas veces lo
hiciera, creyendo en la sinceridad del arrepentimiento. No quiso retroceder a
los postulados que se demostraron falsos como cierto fuera su rechazo que ahora
purgaba. El cansancio le había abandonado y tras encender el tercero, las
orejas gachas giraron hacia la persiana que se alzaba a su espalda. Las
caricias que se profesaron escribieron
para él los postulados del cariño que nunca supo manifestar y que tanto
necesitaba. En ese instante, cuando los cristales del ventanal se cerraron a su
vista, contempló como las siluetas que abrían a la alegría un nuevo domingo. A
sus pies vio alzarse una barandilla de
barrotes por los que quiso asomar la tristeza de sus ojos al encuentro de
caricias.