Referéndum
Si la memoria no me falla, creo que fue a mediados de diciembre de mil
novecientos sesenta y seis. Franco, sí, sí, Franco, decidió solicitar el voto a
su propuesta mediante la cual se nombraría sucesor en la Jefatura del Estado al
hasta entonces desconocido príncipe Juan Carlos de Borbón. Las hemerotecas
darán más información sobre tal efemérides y las consecuencias posteriores de
tal decisión. Así que me voy a centrar en lo que aquella jornada supuso en
nosotros y nosotras, púberes en edad escolar, carentes de cualquier información
que no fuese más allá que la meramente deportiva. Oíamos a nuestros mayores
hablar de la obligatoriedad de ir a votar y por supuesto dábamos por válido el
resultado que se adivinaba sin necesidad de recuentos. De modo que aquel día, al estar la escuela ocupada por la
urna, la didáctica dejó paso a los votos. Como no era cuestión de andar
pululando de nido en nido o de era en era, don Emilio el cura logró
convertirnos en arqueólogos y bajo las órdenes de su hermano Félix, a la sazón
ingeniero de minas, nos encaminamos hacia las Vistillas. En aquellas rocas que fueron
riberas de pantanos pleistocénicos , los fósiles nos estaban esperando. En una
carrera desenfrenada por aportar cualquier vestigio al baúl contenedor,
cualquier piedra pasaba a ser un amonite o trilobite. Poco importaba si cientos
de metros más arriba se decantaban las voluntades de todos hacia la voluntad
del mismo. La unanimidad era la prueba más palpable de un camino común
emprendido por quienes buscaban una unidad de destino en lo universal. Nosotros,
a lo nuestro. Venga a rescatar del farallón huellas del pasado. Los dinosaurios
camparon a sus anchas y la prehistoria parecía eternizarse en las cercanías de Chorro.
El goce vuestro estaba en colaborar con
una misión inimaginable vísperas de una Navidad que volvería a ser blanca. De
hecho, entre las umbrías de los atajos, el musgo nos esperaba para completar el belén. La jornada fue lo suficientemente
soleada como para no necesitar demasiados abrigos y el agua de la fuente de
Santiago discurría tan fresca como de costumbre. Aún perduraba el aroma a espliego
destilado en la curva inmediata y la tarde llegó tras el encendido de las luces
que Pompeyo ejecutó como de costumbre. Nada cambiaba porque nada debía cambiar.
El recuento fue tan rápido como aplastante el resultado. Dábamos, o mejor,
daban, rendición y pleitesía a una sucesión que pronto demostraría la pasta de
la que estaba hecha. Nosotros, ajenos a los tejemanejes, volvimos a colocar las
cuatro piedras en la carretera. Un nuevo partido de fútbol estaba a punto de comenzar y no era aceptable
ningún retraso. El bocadillo de chocolate Josefillo tiempo hacía que había desaparecido.
No recuerdo qué equipo ganó. Poco importaba cuando la revancha volvería a ofrecerse
al día siguiente. Los dinosaurios volvieron a descansar tranquilos y la vida
siguió su curso.