viernes, 29 de septiembre de 2017


Referéndum



Si la memoria no me falla, creo que fue a mediados de diciembre de mil novecientos sesenta y seis. Franco, sí, sí, Franco, decidió solicitar el voto a su propuesta mediante la cual se nombraría sucesor en la Jefatura del Estado al hasta entonces desconocido príncipe Juan Carlos de Borbón. Las hemerotecas darán más información sobre tal efemérides y las consecuencias posteriores de tal decisión. Así que me voy a centrar en lo que aquella jornada supuso en nosotros y nosotras, púberes en edad escolar, carentes de cualquier información que no fuese más allá que la meramente deportiva. Oíamos a nuestros mayores hablar de la obligatoriedad de ir a votar y por supuesto dábamos por válido el resultado que se adivinaba sin necesidad de recuentos. De modo que  aquel día, al estar la escuela ocupada por la urna, la didáctica dejó paso a los votos. Como no era cuestión de andar pululando de nido en nido o de era en era, don Emilio el cura logró convertirnos en arqueólogos y bajo las órdenes de su hermano Félix, a la sazón ingeniero de minas, nos encaminamos hacia las Vistillas. En aquellas rocas que fueron riberas de pantanos pleistocénicos , los fósiles nos estaban esperando. En una carrera desenfrenada por aportar cualquier vestigio al baúl contenedor, cualquier piedra pasaba a ser un amonite o trilobite. Poco importaba si cientos de metros más arriba se decantaban las voluntades de todos hacia la voluntad del mismo. La unanimidad era la prueba más palpable de un camino común emprendido por quienes buscaban una unidad de destino en lo universal. Nosotros, a lo nuestro. Venga a rescatar del farallón huellas del pasado. Los dinosaurios camparon a sus anchas y la prehistoria parecía eternizarse en las cercanías de Chorro.  El goce vuestro estaba en colaborar con una misión inimaginable vísperas de una Navidad que volvería a ser blanca. De hecho, entre las umbrías de los atajos, el musgo nos esperaba para completar  el belén. La jornada fue lo suficientemente soleada como para no necesitar demasiados abrigos y el agua de la fuente de Santiago discurría tan fresca como de costumbre. Aún perduraba el aroma a espliego destilado en la curva inmediata y la tarde llegó tras el encendido de las luces que Pompeyo ejecutó como de costumbre. Nada cambiaba porque nada debía cambiar. El recuento fue tan rápido como aplastante el resultado. Dábamos, o mejor, daban, rendición y pleitesía a una sucesión que pronto demostraría la pasta de la que estaba hecha. Nosotros, ajenos a los tejemanejes, volvimos a colocar las cuatro piedras en la carretera. Un nuevo partido de fútbol  estaba a punto de comenzar y no era aceptable ningún retraso. El bocadillo de chocolate Josefillo tiempo hacía que había desaparecido. No recuerdo qué equipo ganó. Poco importaba cuando la revancha volvería a ofrecerse al día siguiente. Los dinosaurios volvieron a descansar tranquilos y la vida siguió su curso.   

jueves, 28 de septiembre de 2017


El juego del escondite


Aquellas noches eternas, de los veranos eternos, de nuestras breves infancias, eran las propicias para desarrollar semejante juego. Echábamos pies y alternábamos elecciones entre  quienes formarían  parte de uno u otro equipo. Uno buscaba y otro se escondía. Y el juego concluía cuando todos los miembros buscados eran localizados, apresados, retenidos, inmovilizados. Juegos infantiles sin más recompensa que saber buscar escondites más o menos prohibidos a los que ni se les ocurriría acudir al equipo perdedor. De hecho, y visto lo visto, creo que sería bueno rememorar aquellas simples reglas para el próximo fin de semana. Nada de echar un pulso porque parecería un inicio tabernero. Nada de lanzar la moneda al aire porque el césped no existe. Nada de “piedra, papel o tijera” por demasiado infantil. Lo suyo es echar pies y que la suerte decida. Si ganan unos podrán esconderse de los perseguidores donde más les plazca a la espera de que los encuentren. Si la fortuna se alía con los otros podrán poner límites topográficos a dichos escondites y decidir la duración del juego. Pero las reglas deberían establecerse hoy. Sí, vale, el verano ya se fue, pero da lo mismo. Que hagan la vista gorda que aún hace calor y saquen a la luz las reglas para poder seguir el encuentro. Porque de eso se trata, ¿no? De encontrarse para dar por concluido un juego tan simple para unos  como dramático para otros. Recuerdo cómo a algún participante de aquellos torneos se le escapaba alguna lágrima cuando no podía concluir la captura en el transcurso de la noche. Recuerdo cómo el silencio se hacía presente cuando pasaba cerca el grupo perseguidor y no lograba dar con la captura. Incluso recuerdo cómo alguno decidía mandar a la mierda el juego y aburrido se iba a dormir. Al día siguiente vería rostros desquiciados, soñolientos o felices según la fortuna hubiese decidido horas antes. Y él, o ella, tan fresco. Piénsenlo y verán como merece la pena volver a la niñez. Y si acaso el resultado no es lo suficientemente satisfactorio siempre podrán plantear para una nueva velada de juegos otro que más les acomode. De hecho, y asumiendo el riesgo que conlleva, les recomiendo el “bote bolero”. Bote con b y bolero sin música. Otro día explicaré las reglas a quienes estén tan interesadlos como ignorantes de las mismas. Pero recuerden el nombre no vaya a ser que le cambien las grafías y con ello todo el sentido. Si eso, ya el lunes, lo comentamos. El domingo no es el mejor día para desvelarse y mal que nos pese, el verano, y la infancia, quedaron atrás. Algunos no lo quieren ver, pero es la cruda realidad.      

miércoles, 27 de septiembre de 2017


Metáfora del quicio



A veces me conmueven las palabras que empiezan su declive en base al desuso. Nadie las necesita, nadie parece prestarles atención, nadie las reclama. Dormitan entre las páginas del diccionario a la espera de su definitiva desaparición en el desván del olvido en una nueva reedición del mismo. Fallecieron o están en vías de fallecer y en el mejor de los casos alguna acepción polisémica les prolonga su presencia. Frases hechas que pocas veces nos paramos a analizar y que sin embargo dominamos manejamos con estilo, o al menos lo intentamos. Y entre ellas el “sacar de quicio” es una de las más habituales. Dentro de la toponimia, el quicio es ese costado vertical de una puerta o ventana sobre el que se sustentan las hojas de  las mismas. O los pernios o las bisagras ya se encargan de dar sentido a las batientes hacia la apertura o clausura. De ahí que a la expresión aludida le venga como anillo al dedo. De hecho, si enumeramos la lista de situaciones que buscan y a veces consiguen sacarnos de quicio, probablemente necesitaríamos de algún lubricante que impidiese nuestro propio. Desde posturas inamovibles en base a postulados innegociables, a puntos de vista irracionales, nada parece ser capaz de aligerar el peso de la controversia. Hablamos sin escuchar y en el silencio auditivo manifestamos el desprecio a lo que pueda venirnos  sin analizar los postulados previos. O nos aburre, o nos incomoda, o sencillamente no es similar a nuestra postura. El caso estriba en no dar fe de existencias diferentes a las nuestras y cuanta más cerrazón mostremos, más proclives al desencajamiento nos mostraremos. Intentaremos controlar la sudoración. Simularemos los deseos más primitivos e irracionales como respuesta. Luciremos un rictus de exasperación. Y nuestro quicio estará en vías de emprender un viaje sin retorno. O eso lo asumimos, o lo tenemos crudo. Quizá será más lógico, práctico, prudente y fructífero, saber cuándo una situación puede desembocar en semejante letrina y cerrar el paso antes de que así suceda. Nada ni nadie se puede arrogar el derecho a desquiciarnos por más motivos que se invente para lograrlo. Si lo consigue, reforzará sus ideas y lo más probable será que se jacte de un triunfo que nunca reconocerá como derrota. Todo es cuestión de paciencia, de contar hasta diez o hasta cien, de pasar de largo ante lo que se ve venir. Las opiniones son demasiado variopintas como para alienarse tras ellas y tan inamovibles en algunos casos como para intentar que los goznes ajenos sujeten puertas que les vienen grandes. Adoro las metáforas y sé que más de uno sabrá interpretarla. Si así no fuera, tampoco pienso entablar un debate. Ni lo necesito ni perdería el tiempo con quien buscase sacarme del quicio que tanto valoro, respeto y cuido.          

martes, 26 de septiembre de 2017


El estrés



Ha decidido subirse al trono y parece que quiere inmortalizarse en él. El estrés, nuestro amigo estrés, el convidado de piedra que todo lo prueba y nada costea. Llega como sin avisar, ladino, sumergido en los problemas que a nada que nos paremos a reflexionar   vemos que carecen de importancia. Nada es más necesario que respirar, reír, amar, y toda una serie de títulos que por obvios acabamos olvidando. Así que sin darnos cuenta, el estrés, el inevitable estrés, aparece como de sorpresa cuando sabe que su labor de zapador amagado se ha ido curtiendo poco a poco. Consigue que la más simple de las naderías nos calce como armadura y ralentice nuestros pasos hacia la alegría. Nacimos para el gozo y entre unos y otros nos hemos ido recluyendo en las valvas de la negatividad. En el mejor de los casos, la comprobación de la no  exclusividad, nos aportará argumentos para pensar que es normal lo que por propia naturaleza no lo es. Y poco a poco va completando con fangos un vaso que nació inmaculado y empieza a ennegrecerse. Podría pensarse que es una cuestión inevitable y lo único evitable que existe es precisamente el acceso que le otorguemos. Esclavos de las obligaciones nos acabamos convirtiendo en  rehenes de las expectativas y deudores de la alegría. Así que no, de ninguna manera, en absoluto, hemos de dejar hueco a quien sólo intenta jodernos la existencia. Si lo promueven otros, desviaremos sus dardos; si nace de nosotros mismos, le daremos la espalda. Y se la daremos desde el convencimiento de la victoria sobre este taimado enemigo que nace como antiserotónico  despreciable. Madame de Chatelet ya lo apostilló en su postulado vital. Aseguraba haber nacido para ser feliz y nada ni nadie  lo iba a impedir. Ya fe que no lo impidieron. Ilustración que dejó a posteriori unas enseñanzas que debemos retomar de inmediato si no queremos darnos por vencido. Y cuando alguien turbio se nos acerque para remover nuestros miedos comprobará cuán infructuosos son sus intentos. Y lo mejor de todo, lo hasta ahora impensable, lo que creíamos inaccesible, será el reflejo de nuestro espejo. Cuando desde la simetría nos aparezca una arruga provocadora de tensiones la mandaremos a una dirección que desconoce y sin remite.  Pensémoslo y quien quiera seguir estos simples consejos que los haga suyos. A mí me han dado resultado y mira que hubo momentos en los que la negrura del túnel escamoteaba la luz de la salida. Al fin y al cabo estamos de paso y cada día que pasa supone un sustraendo que no vuelve ni espera ser usado como prueba de lo que resta.     

lunes, 25 de septiembre de 2017


Juegos malabares



No podía resistirme y no me resistí. Sabía que había corrido como la pólvora la noticia de la presencia de un “tigre”  en las inmediaciones de la Avenida de Francia. Que se había alertado a la policía sobre la “peligrosidad” del animal. No hizo falta más que el acicate de la curiosidad y la disponibilidad de Margaret, mi compañera Margaret, para pedaleando  llegar a ellos. Tras esperar paciente al fin de su mínima actuación sobre el paso de cebra parpadeante en rojo, comenzamos a charlar. No son el prototipo de indigentes de los que todos huyen y a los que todos lastimean, no. Son sencillamente  dos almas libres que han emprendido un viaje en el que los destinos se trazan día a día sin  otras pretensiones que las de hacer juegos malabares con su propia existencia. Ni rinden cuentas ni están dispuestos a someterse a las reglas en una sociedad que no les llena, no les convence y quién sabe si no les ha negado el derecho a ser libres y diferentes. Tras unos carros de acero y con la compañía de dos canes silenciosos muestran sus habilidades a modo de metáfora a quien quiera contemplarlos, aplaudirlos, gratificarlos. Dueños absolutos de sus tiempos cuyas aspiraciones moran bien lejos de las de los comunes vestidos de grises interiores. Saben que la precariedad no viene de la no tenencia, sino más bien del acaparamiento de inutilidades que nos anclan a lo innecesario. Miran de soslayo y sonríen. Uno no parece extrañar a su Cartagena natal a la que Pérez Reverte ya calificase como hijo suyo. El otro no parece extrañar a su Valladolid que no le ofrecía horizontes azules marinos a los que subirse y soñar. No mendigan; actúan. Y como pago suelen recoger las miradas de desprecio de quienes ni siquiera les miran avergonzados al reconocerse aprendices sin valor. Ellos van sobrados de ello. Claman entre risas por la posibilidad de conseguir ropa de repuesto que supla a la que les fue robada mientras dormían en las arenas.  No acusan a nadie de la pérdida porque el robo no lo contemplan como opción. Acarician al tigre como si entre los pliegues rayados del peluche anidase la esperanza de la utopía. Nada temen porque nada les acobarda. Hace tiempo que desanclaron su travesía y quién sabe cuándo la darán por concluida. No os confundáis con ellos. Nada de lo que os predisponga frente a ellos será tan real como ver en sus miradas el manuscrito del liberto de sus propias cadenas.  Uno, Rubén; el otro, Emilio. Comparten espacios y saben que le deben al tigre parte de su fama. Ante él se rinden y en mitad de sus rugidos lanzan al viento sus manos para ofrecernos a todos las habilidades que solamente los osados se atreven  a mostrar.

viernes, 22 de septiembre de 2017


El tigretón


Me produce cierta ternura este animal mitad cebra, mitad león. Es como si la naturaleza hubiese decidido bromear con los genes y le hubiese puesto un pijama al felino rey de la selva. Nada más desolador que verlo postrado a los pies a modo de alfombra con la mínima compasión por parte de quien lo divisa y todos los parabienes para quien lo mandó al taxidermista. Penoso, sin duda. Por eso cuando me cruzo con alguno aborrezco a Sandokán por no haber encontrado mejor diversión que despanzurrar al pobre animal que solamente intentaba preservar su espacio en la jungla. De hecho, aquella vez que en mitad de la pista y a los sones de la salsa, justo encima del escenario, apareció su silueta albina, recobré la paz. Estaba situado a modo de esfinge sobre el horizonte de las miradas en aquello que otrora fuera el cine Triunfo. Y allí se erigía como dominador de ausencias y dueño de los temores que sus colmillos aventuraban. Pasó la noche, pasó el tiempo y la fortuna me llevó a reencontrarlo en el “taller” de reparaciones ciclistas que bordea la vereda diestra del parque fluvial con dirección a Villamarxant. Seguía esbelto y no tuve el valor suficiente como para preguntar cómo había acabado allí. No, no era por miedo al tigre; más bien la reserva ante semejante lugar me hizo ser prudente y continué mi viaje. Hasta el sábado pasado. Circular por el carril bici en la Avinguda dels Tarongers y descubrir su perfil recostado sobre el fondo del tanatorio fue todo uno. Descansaba bajo las sombras de una acacia que daba cobijo al malabarista poseedor de un atrezo dispuesto a la actuación ante el semáforo en rojo. Creo que no me reconoció. Pero pude descubrir la cara de asombro de los conductores que le dieron vida mientras los gritos emocionados de los asientos traseros aplaudían a rabiar. Nunca se podrían haber imaginado que una de sus mascotas hubiese cobrado vida a la espera del fin de una actuación que ignoraban. Aplausos nerviosos y rictus de incredulidad dieron paso a la noticia que fue corriendo como la pólvora. Alguien, lector avezado de Salgari, sin duda, llamó a la autoridad y poco tardaron en dar testimonio de semejante captura. Según cuentan, desolado, el clown vagó por la noche de taberna en taberna calmando su desdicha y abandono. Había sido privado de su única compañía en pos de un temor que se demostró irreal. Sueño con volver a  encontrármelo y seguir sus huellas. Nada es más imprevisible que la propia vida cuando la paranoia se entrecruza con ella. Esta vez, os lo aseguro, dejaré constancia de su lozanía. Por si acaso ha recobrado la ferocidad mantendré la distancia, incluso con el malabarista.  

miércoles, 20 de septiembre de 2017


El papel higiénico



Sobre ese lienzo se esconde, o se muestra, según se mire, la cara oculta de nuestro cuerpo. Las antípodas físicas de la ingestión situadas a popa han sido desde siempre objeto de escarnio por más que supongan la escapatoria hacia la libertad de lo innecesario. De modo que por consuelo último, la pátina celolósica actúa como estandarte de  despedida y cierra el ciclo, con un poco de suerte, a diario.  Bien, hasta aquí, nada nuevo a lo ya sabido. A lo sumo recordar aquellos títulos que tantas veces nos lijaron y que tanto perduran en nuestra memoria, supondrá un homenaje a dichos cilindros incompletos que tanto lustre dieron a lo inmundo. El Elefante, envuelto en su celofán amarillento, santo y seña de aquellos momentos de soledad, sería el claro ejemplo de lo que digo. Posteriormente sería relegado por tisús almibarados a los que el perro juguetón desenrollaba por los pasillos proclamando suavidades y la cosa cambió a peor. Dejaron de tener ese aspecto marcial, ese taco casi estrácico y no hubo vuelta atrás. Hasta el punto de desembocar en la más absoluta de las pijadas que pudieran imaginarse. El rico suele hacer gala de su poderío siguiendo los dictados de Warhol y se ha emprendido  una caída rodante de consecuencias imprevisibles. De acuerdo, ser rico significa, demostrar a los demás que lo eres. Nada de acumular riquezas sin sacarlas a la luz. De poco serviría como estímulo al ego si no se lucen. Ahora bien, sobrepasar el límite y reemplazar el papel higiénico habitual por billetes de quinientos, es un exceso, incluso para el más pijo de los pijos. Horteras con innumerables ceros en sus cuentas bancarias que han decidido convertir los inodoros en huchas putrefactas e indigestas, jamás pensé que existieran. No quiero ni imaginarme el tipo de menús que han provocado semejantes desarreglos  gástricos. Me temo que lo más chic se instaló en esos cuartos oscuros y sospecho que el oro recubrirá las lozas para hacer juego. Sospecho que ni recuerdan aquella vez en la que el apretón  les llevó a la letrina sin percatarse de la ausencia auxiliadora del pliego necesario. Quién sabe si a partir de entonces decidieron llevar de modo permanente algún fajo de billetes por si acaso. Seguro que empezaron por los de mil pesetas, siguieron con los de cinco mil, cambiaron a los de cien euros y de ahí hasta el tope de existencias. Hay culos que no merecen peores lijas, debieron deducir. Lo que no dejo de pensar, lo que de verdad me inquieta es el hecho de desconocer el motivo que provocó tal desarreglo. No creo que fuese el temor a ser descubiertos defraudando al fisco, no. Ni creo que fuese la mala lectura de alguna revista con caché en aquel receptáculo. Ni creo que intentasen ocultar pruebas de procedencias, no, no lo creo. Porque si creyese en todo esto solo me quedaría el consuelo de mirar lastimosamente al rollo que paciente espera mi visita mientras leo y me despido de lo inservible.  Voy a ver si consigo rollos de billetes de quinientos falsos para comprobar qué se siente cuando uno se sienta y espera. Debe ser alucinante.   

martes, 19 de septiembre de 2017


En el nombre del padre



No, no voy a empezar el Padrenuestro, no. Primero porque no procede y segundo porque solamente recuerdo aquel que aprendí y ya está modificado.  Más bien voy a recapitular las vivencias que acabarían en la tumba del olvido tras la lápida de la ignorancia para quienes no lo conocieron. Intentaré, y ya veremos si lo consigo, ser todo lo imparcial que se puede ser cuando el pulso entre la razón y el sentimiento se abre ante las páginas en blanco. Probablemente será innecesario dar fe de virtudes y quizás limar defectos para lograr un resultado final aceptable. Fueron tantos años convividos como tantos hurtados al tiempo en pos de la obligación que el futuro demandaba, que me siento en deuda a posteriori con la historia de los intramuros personales y familiares. De modo que sin más salvavidas que el regreso a las neuronas  y antes de que estas empiecen a desfallecer  daré paso a estas memorias apócrifas. Poco importarán las ausencias si las presencias  cubren espacios en la medida en que  estos huecos libres acaben completando un puzle dispuesto a dar respuestas tantas veces no pedidas. Más de una vez cuando el paseo no planificado me lleva al camposanto acabo ojeando epitafios, escrutando miradas, reinventando conversaciones. Muchos de ellos darían paso a las mismas si hubiesen dilatado el tiempo de partida. De eso se trata, a ellos voy. Si al final compruebo la falta de ecuanimidad en el resultado siempre podré culpar al sentimiento que como hijo que fui emana desde la fuente del padre que soy. No pondré velos a la verdad y puede que alguien coetáneo con mi padre  alzará la mano en señal de aprobación con lo expuesto. De los yerros que pudieran surgir seré el firmante y asumo de antemano las responsabilidades. Cualquiera de nosotros nos mostramos de un modo ambivalente ante los demás y posiblemente la verdad anida en aquella cara que ocultamos por pudor. Quedan pues expuestas las intenciones y abierto el calendario de regreso a aquellas fechas que tanto añoro y tan próximas permanecen. Viaje al pasado para comprender el presente y con un poco de suerte diseñar el futuro. Si en alguna de las circunstancias, tú, amigo lector, encuentras similitudes con tu propia existencia, recuerda que compartisteis tiempos y no siempre fueron fáciles. A mi padre, y por extensión a todos aquellos que lo quisieron, va dedicado este prefacio. Quince de Febrero de mil novecientos diecinueve trazó la línea de salida. Veintitrés de Noviembre de dos mil siete trazó la llegada. A punto de cumplirse el decenio de su adiós es el momento de darle de nuevo la bienvenida.  

lunes, 18 de septiembre de 2017


Iacobus


A pesar de que su obra “El último Catón” no me acabase de convencer del todo por ser inverosímil su final, decidí releer a Matilde Asensi. La Historia resulta atrayente en la media en que te lleva a un pasado en el que te sumerges  modo de escudriñador en buscas de no sabes qué. Si además te adentra en una época tan magnificada como la Edad Media, te presenta a un caballero con dotes policíacas al que se le encarga descubrir un tesoro templario y te lleva por la ruta Iacobea, el cóctel no puede ser más seductor. Los engaños se dan por válidos al ser propiciados por personajes tan acostumbrados a ellos que buscan su propio lucro. Las venganzas acuden a las páginas como reclamo de persecuciones que incentivan el ritmo de la narración. El Vaticano como centro de operaciones y el caballero Galcerán como precursor de James Bond con yelmo y espada. Pistas que se van sucediendo más allá de la pulcra credibilidad de los datos que la Historia ha ido aportando, dan paso a una lectura incesante en busca del fin supuesto. Ya hubiese querido Indiana Jones estar en la piel del citado caballero. Posiblemente habría dado por concluida su serie con el primer rodaje de haberse convertido en el personaje de esta novela. Como no podía ser de otro modo, la codicia aparece como ingrediente imprescindible, atemporal, irrenunciable. Las pistas que en este trayecto se ofrecen al lector le predisponen a emprender a la mayor brevedad posible el Camino. Si por fe, por búsqueda de respuestas interiores, o por simple corroboración de lo expuesto por Matilde Asensi, da lo mismo. Lo importante será dejarse arrastrar a esa aventura de la que extraer enseñanzas o al menos diversión. Reconozco que por un momento tuve la tentación de emprender la ruta llevando como guía los capítulos de esta obra. Casi me lanzo a desentrañar las pruebas que el noble caballero ya logró poner en abierto. Incluso no descarto la idea para fechas venideras. Puede que no encuentre más recompensa que la de verme inmerso en una reedición personal de las aventuras de aquella época que tanta literatura provoca. Sé que si me decido, no podré dejar de echar un vistazo a los vestigios arquitectónicos que dan muestra de una etapa que tanto seduce. Lo de menos será encontrar en tesoro templario. No en balde todo aquel que ha realizado el Camino regresa con la sensación inexplicable de paz interior. Puede que la ilusión por encontrarla colabore a ello y no seré yo quien ponga interrogantes. A todos aquellos que estáis pensándolo os recomiendo este libro. Si al acabar decidís permanecer en vuestros aposentos al menos os habréis entretenido y siempre estaréis a tiempo de cambiar de idea.

viernes, 15 de septiembre de 2017


Mayéutica química



Según la Real Academia de la Lengua es el proceso mediante el cual se encuentran respuestas formulándote preguntas sin necesidad de que otros te solucionen las dudas. Tú mismo te encargas de averiguar, o no, el resumen del postulado que te has propuesto resolver, y a nada que te afanes, lo consigues. Solamente debes encaminarte por la senda del acierto o del error y puede que alcances lo que buscas. De cualquier modo, cuando las respuestas intentas encontrarlas en cualquier ámbito superior al meramente matemático, igual no aparecen, o lo que es más desolador, no las acabas de entender. De hecho recuerdo cómo un problema químico admitía una solución numérica a pesar de que la solución real era inviable. Tanto daba. El PH solicitado en semejante problema superaba ampliamente los límites de la Naturaleza alcalina o básica y poco importaba según el docente si era viable semejante mezcla o no. Lo válido era alcanzar el resultado. Dos años empecinados en resolverlo y al final caímos en la cuenta y nuestras caras de asombro aún siguen reflejadas en aquellas gafas de cristales gruesos y marco de concha negro que lucía en buen señor. Aprendí la lección y desde entonces así la aplico. Y quien no la asume para sí debe plantearse otros caminos, que posiblemente no le lleven a ningún lado. Bastante tenemos con seguir nuestros propios pasos como para andar dando lecciones a quien no las quiere o no sabe aprender. Me refiero a las aulas de la vida en las que todos estamos situados sobre pupitres. O tomas aquello que te es ofrecido y sacas provecho de ello si lo consideras o sencillamente das carpetazo y a otra cosa. De nada servirá buscar clases nocturnas o de apoyo cuando el curso hace tiempo que concluyó y no te diste cuenta o no quisiste darte cuenta. No hay más. La disolución, por ácida que parezca, se ha convertido en sal al mezclarse con las bases en el matraz adecuado. Punto final. Y aquí la metáfora cobrará rango de realidad te guste o no. El laboratorio cerró sus puertas y la alquimia sólo sirve para ilusamente buscar una piedra filosofal que jamás se encontrará. No existe, ni siquiera en Macondo, y ningún Merlín será capaz de hacerla presente. Ni siquiera Melquíades redivivo dará forma reales a las ilusiones de una chusma que quedará encantada con el superpoder del imán sin ver más allá. Cuestión de mayéutica. Cuestión de buscar o dejar de buscar las quimeras que únicamente sobreviven en circunloquios absurdos. De no hacerlo así, quienquiera que se empeñe, acabará siendo el triste remedo de Enrique IV de Castilla que gastó todas sus energías infructuosamente en pos de una aventura tan absurda como irreal.

jueves, 14 de septiembre de 2017


Geriátricos


Es cruzar la verja de entrada y el mundo cambia. Tras la apertura automática de la verja sale a tu encuentro todo un cúmulo de años que descuentan recuerdos y sobreviven apoyados. A ambos lados de los pasillos, en las salas de estar, aquellas y aquellos que fueron han ido dejando de ser y la cuesta abajo se les aprecia en la mirada. La mente fluctúa en según qué casos entre los recuerdos y los olvidos y en todos ellos se percibe el interrogante sin respuesta. Saben que han sido arrastrados por el raciocinio al mejor lugar razonable. Saben que no deben suponer una carga para quienes antes fueron su propia carga. Saben que las reglas de la vida quizá se escribieron de un modo equivocado y ellas y ellos resultan ser los paganos de este juego insensible. A su lado pululan uniformes que habituados a semejante escenario intentan no desfallecer ante la lástima. Cumplen con su deber y el desgaste emocional no les está permitido. A escasos metros la puerta de entrada se convirtió en cancela para evitar huidas hacia no se sabe dónde. Un olor a medicamentos invade los pasillos cuando el carro distribuidor los atraviesa y todo el ritual se renueva día a día, hora a hora. Alguna reclama la llamada urgente a su hijo. Como respuesta le llega un “enseguida viene” con la misma rapidez con la que ella olvida. Más allá, sobre unos hombros cuarteados, una muñeca vuelve a ser la hija a la que mecer y consolar de un lloro inexistente. Sobre el ventanal que da al patio unos hibiscus florecen ante la melancolía de estos otoños como queriendo paliar el paso a lo definitivo. Sobre la pared, un mural con mayúsculas, rotula frases a modo de consignas positivas. De cuando en cuando un desfile de sillas de ruedas se encamina a los ascensores. No ha anochecido y sin embargo el reloj de los turnos decide que el día concluye. La máquina de café miente. No ofrece nada de lo que muestra como si ella también hubiese decidido jugar con la razón.  Como si el consuelo hubiese llegado a sus conciencias las visitas regresan a sus hogares. Saben que hacen lo correcto. Su decisión fue la más coherente. Su plan de futuro ni siquiera aparece en el horizonte. Otra jornada más dejó paso a otra jornada menos. Mientras regresan, unos piensan qué tipo de sociedad les ha llevado a actuar así. Mientras permanecen, otros se internan en las habitaciones ignorando que un día más sumaron a su cuenta. Posiblemente no soñaron con este epílogo que se va escribiendo mientras la noche se cierne.  

miércoles, 13 de septiembre de 2017


Los renglones torcidos de Dios



Suelen ser especialmente atrayentes los escenarios psiquiátricos. Yo diría que, salvo los judiciales, son los números unos en captar la atención del lector. Allí aparecen normalidades mezcladas con distorsiones mentales y entre unos y otros el vaivén de los pensamientos se entrecruza con las corduras por los pasillos. Aparece entre el lector esa mezcla formada por la complicidad con el demente y la precaución ante el cuerdo. De cualquier modo, si a todo ello le añadimos un hilo argumental policíaco o similar, tendremos el cóctel perfecto para sentirnos enganchados a la lectura. En esta ocasión Luca de Tena maneja los perfiles de los personajes en la cuerda de lo creíble y lo dudable. Te conviertes en el funámbulo que conforme pasas páginas no sabes a qué carta quedarte de las múltiples que se te van mostrando. Un viaje a los intramuros de la mente en la que se encierran las quiméricas ilusiones maceradas en la psique catalogada de enferma, muchas veces, sin serlo. Recorres los corredores en busca de unas pistas creyéndote el brazo derecho del protagonismo y vas configurando un puzle cómplice al que dar solución, llegadas las últimas páginas. Parece ser que el Altísimo se empeña en mostrarte su perfecta caligrafía y tú vas aceptando las líneas pautadas de modo convencional. Para eso te has ido puliendo a lo largo de tu vida y crees conocer, por joven que seas, los vericuetos que la mente traza. Te has dejado llevar por lo evidente  y puede que la sorpresa te salga al encuentro a la más mínima ocasión. Será justamente en ese momento cuando tú mismo comenzarás a amasar frente al invisible espejo de lo aceptado si la razón te asiste o la locura te hizo cautivo. Posiblemente no sepas distinguir en cuál de las vertientes camina la auténtica naturaleza. Empezarás a comprobar cómo los renglones de ese cuaderno trazado ni son tan paralelos ni siempre están inmaculados a la vista de los otros. Lo mejor será no darle demasiadas vueltas y en un acto, quizá cobarde, dejarte arrastrar hacia la uniformidad. El verdadero problema estará cuando tu ego interior, tus oníricas expectativas, reclamen su puesto en tu vida y no sepas qué camino seguir. Entonces, si nadie lo remedia, verás que has ingresado en un psiquiátrico a desentrañar un crimen, y que por más intentos que realices, no le ves solución. Lo peor será cuando descubras que la solución la tienes frente al espejo. Un espejo opaco desde el que eres observado y en gran medida compadecido por mucho que te empeñes en ignorarlo.

lunes, 11 de septiembre de 2017


Fotos robadas

Desde que el mundo digital empezó a dar sus primeros pasos ya nada ha vuelto a ser igual. Aquellos tiempos en los que había que colocar el carrete de modo correcto, cerrar adecuadamente, enfocar con tino y esperar al revelado, quedaron tan obsoletos que a veces se les echa de menos. Cualquiera con un poco de dinero se puede sentir experto sin serlo y demostrarlo ante sus semejantes a la más mínima ocasión. Si el resultado no es el deseado, se elimina  y punto. Y si de lo que se trata es de dar rienda suelta a la persecución punitiva entonces la justificación al uso indiscriminado se nos muestra como deseable, imprescindible y plausible. Eso sí, por parte del que dispara, no de quien posa. Y si además te es remitida la fotografía con todo lujo de detalles, con todos los datos posibles, con todas las pistas que ni siquiera pedías, entonces sí, entonces te acabas de convertir en un objeto capturado a mayor gloria recaudatoria de la autoridad competente. Para ser equitativos deberían permitir, a semejanza de los parques de atracciones, que el sujeto fotografiado decidiese quedarse o no con dicha instantánea. Cada cual decidiría si como recuerdo del paso por semejante punto merecía la pena  guardarlo o mejor proceder a su ignorancia. Tampoco creo que sea pedir demasiado por parte del modelo cuando ha sido fotografiado sin su consentimiento. Y por supuesto sería exigible la acreditación del fotógrafo para dar fe de su profesionalidad, pulcritud, experiencia, y sentido común. Nada de colocar un fotomatón sin cortinillas que oculten las miradas de los curiosos. No señor. Nada de lanzar el flas y luego dar por válida la tarifa por lo que no pediste. De  poco  servirá que se justifiquen con planteamientos poco creíbles que todo lo fotografían por tu bien cuando el ánimo recaudatorio es lo que les mueve a ello. Mientras todo esto no se tenga en cuenta, de nada servirá seguir con las quejas. No sé si soy el único que se ve inmerso en la somnolencia cuando circulo por una autopista de pago o autovía libre del mismo a la escalofriante velocidad de ciento veinte kilómetros por hora. Da igual que sea un día luminoso, lluvioso o nebuloso. La placa manda y el pistolero está con la cámara cargada. Y si decides ser el suicida que atraviesa la estepa en solitario, con el horizonte despejado, sin nadie próximo, a la espeluznante marca hamiltoniana de ciento treinta y siete kilómetros por hora, el semiselfi lo tienes asegurado. Acabas de ser merecedor de la foto robada; eso sí, otros la roban por ti, pero tú la pagas. Si llega el caso, sonríe, que saldrás más guapo, aunque por dentro te estés acordando de toda la generación  del fotógrafo. A fin de cuentas igual te envían un marco y queda bonita en el cuarto de baño.    

sábado, 9 de septiembre de 2017


El balcón en invierno



La playa, el ambiente festivo, los chiringuitos. Todo apuntaba al relax y a la lectura simple de las revistas simples que husmean entre las vísceras del famoseo. Por eso me sorprendió ver camuflada a modo de rehén a esta novela de Luis Landero en la que ya la portada aporta unas pistas de lo que contiene. Ni más ni menos que una historia tan cercana y común a todos aquellos que tuvimos que dejar nuestras cunas en busca del ansiado progreso en la ciudad. Una familia extremeña, que podría haber sido conquense, decide soltar amarras de una nave que la tiene anclada al pueblo en busca de un futuro esperanzador para los hijos. Y a lo largo de la trama, a modo de confesión y redención con su pasado, el autor se encarga de llevarnos y traernos por las sendas de la nostalgia a unos años precarios y sin embargo añorados. No, no me fue difícil poner cara a los personajes porque tantos como aparecen entre sus líneas siguen viviendo entre los muros del recuerdo personal. Un regusto amargo a despedida continua sabiendo que el destino buscado y alcanzado no siempre se ofrece como recompensa merecedora de tal sacrificio. Por un momento me regresó la imagen de un amigo que este verano, como escondido, daba presencia a las calles que tantas veces recorriera de niño. Nos saludamos, nos abrazamos y me dijo “no conozco a nadie”. Horas después había desaparecido y dudo mucho que vuelva a pasar por ese mismo trance en futuros calendarios. El desarraigo que la novela destila se hizo presente de un modo cruel y te lleva a la certeza de reconocerte como extraño entre quienes no debieran serlo. Landero ejecuta un interminable tirabuzón entre sus vivencias añoradas y su situación de triunfo amargo al que la vida le ha llevado. Un desenterrar al padre para intentar comprender los sueños que para sus hijos tuviera. Un retrato en sepia de una madre abnegada que sabía de su misión y así la ejecutaba. Unos personajes cargados con los guiones de vida que no acabaron de protagonizar. Un grito desgarrado hacia los orígenes sublimados a pesar de las carencias. Una obra imprescindible pata todos aquellos que hemos hecho de nuestra vida un boceto de dos hemisferios sabiendo que uno es el racional y el otro el deseado. Quizá cuando alguno deguste esta obra entienda el porqué de mi renuncia a abandonar Enguídanos concluyendo el día; resulta demasiado doloroso saber que te vas a la par que la noche se cierne sobre el horizonte. Lectura recomendada, sobre todo, para quienes hemos pasado por esas mismas vicisitudes y para quienes no tienen claro el sentido de la añoranza.   

miércoles, 6 de septiembre de 2017


Miedo a las urnas



Las cartas se han ido distribuyendo sobre un tapete rojo y amarillo. Unas veces cuatribarrado y otras veces tricolor, pero distribuidas al fin y al cabo. Una de las partes aduce que las normas son las que son y soterradamente advierte de su escrupuloso cumplimiento mientras el mazo de la baraja exhibe su lomo repujado de arabescos rojos. La otra de las partes alega que las normas deben actualizarse y por lo tanto dar paso a quienes quieren participar de dicha timba. Falta por averiguar a cuánto asciende la apuesta. O si será una apuesta en blanco como si de una partida de “subastao” se manifestase a la hora de la sobremesa. Aquella rescata hacia la actualidad a la Carta Magna como abanderada de una convivencia entrada en años y para muchos acorde con un pensamiento mayoritario. Esta acumula cuatro dedos como señal de identidad ante quienes no considera merecedores de imponerles nada. La partida se ha ido desarrollando en sus previos a base de órdagos que unos consideran inadmisibles y otros inamovibles. De modo que a falta de unas semanas las casas de apuestas pueden ir lanzando anzuelos y dejando correr sedales para que el común de los mortales se arriesgue y apueste. Como gallos de pelea o púgiles televisivos, muestran músculo a la espera del día D o de los innumerables días D que nos esperan. Y el caso es que da la sensación de que ambas partes tienen razón si analizamos sus argumentos.  A más de uno de nosotros nos regresará aquella anécdota en la que la amenaza de huir del hogar paterno, por cualquier motivo que no recordamos, se saldó con un regreso a la hora de la cena en busca de la seguridad que dicho hogar nos proporcionaba. Las aventuras están para ser surcadas y suele ser la adolescencia la edad adecuada para intentar vivir utopías. Si quieren votar, pues que se les permita votar, y punto. En definitiva lo ha decidió una asamblea elegida en unas votaciones por el pueblo soberano y a ellos se deben. Si manipulan a su favor los resultados posteriores, eso sería otra cuestión a tratar, si es que merece la pena tratar algo tan básico como la libertad de elección. Todo lo demás, mandangas y ganas de marear ¿Quién no ha pasado por esa tesitura de elegir y en contra de opiniones cercanas tiró adelante? Equivocarse es de sabios por más que digan que de sabios es rectificar. Visto como ajustan sus yemas a los naipes lo mejor será permanecer atentos a la baza definitiva como si Paul Auster estuviese diseñando la continuación de su “Música del azar”. Seguro que nos sorprende más delo que nos imaginamos. Hagan juego, señores.

lunes, 4 de septiembre de 2017


El asombroso viaje de Pomponio Flato



A veces el destino se cruza y a modo de tahúr maneja las cartas de modo irónico. Así resultó en el paseo por la estación de Atocha mientras esperaba la salida del AVE de regreso. Jordania quedaba atrás y entre los paseos rutinarios acabé en la librería que redentora se ofrecía como adecuado entretenimiento. Hojear páginas de varios títulos y al final decidirme por Eduardo Mendoza no resultó demasiado costoso y dado que la zona visitada era próxima a la relatada, decidí empezar a leer. Resulta que estamos en época de Jesucristo mozalbete un patricio llamado Pomponio y apellidado Flato sigue las pistas de unas fuentes de eterna juventud de cuya existencia tuvo constancia en algún manuscrito leído. Fuentes que resultaron ser charcas infectas en cuyas aguas encontró la purificación rayana a la disentería extrema. Fuentes que empecé a sospechar que fuesen las mismas que suministraban agua a mi última parada en Ramada y que propiciaron mi solidaridad con semejante protagonista siglos después. El tal Pomponio logra subsistir y una vez recompuesto se ve inmerso en un caso detectivesco. Han asesinado a un prohombre y es cuestión de dar con el culpable del que nada se sabe. Ante la falta de pruebas las miradas de los jueces se fijan en José, padre putativo de Jesús, pulcro carpintero y próximo reo. Sumiso como tantas veces nos ha sido mostrado, se deja llevar por los acontecimientos como si añorase en las Escrituras Apócrifas un hueco protagonista que siempre se le negó.  Haceos una idea de la locura de argumento que empezaba a sonar a “La vida de Bryan”. Añadid a todo esto a un Cristo en su más pura esencia de crío canalla y llegaréis a la prueba irrefutable de considerar, si es que aún no lo habíais hecho, a Mendoza como un genio de las letras. Un hazmerreir continuo desde la más irreverente de las situaciones. Un modo de bajar a pie de calle a quienes tantas veces la santidad ha encumbrado a los púlpitos devocionarios como si su parte humana no existiera. No os la perdáis porque si lo hacéis estaréis obviando una novela que pone un punto y aparte entre los altares y la razón. Merece la pena buscar entre sus líneas las fuentes de la eterna juventud, que si usamos de la lógica, puede que nos lleven a un epílogo de carcajadas y un aplauso final. Lo demás, con un astringente, solucionado.