viernes, 29 de abril de 2016


       Contrato de prácticas

Desde la sana costumbre que supone la observación del entorno suelo tomar nota para seguir en esta manía diaria de escribir. De hecho, más de una vez, tengo que almacenar las situaciones que se agolpan y guardan turno a modo de cola de embarque en un low cost  de  destino incierto. Y como yo no elijo ni el momento ni el lugar, cuando la situación se presenta, aplaudo para mis adentros. De hecho, ayer, sin esperarlo, volvió a suceder. Me encontraba en un establecimiento a la busca y captura de una prenda de vestir y entre revoltijos, perchas y estanterías de ropa apareció. Era una chica de unos veintipocos años escudada tras unas gafas de pasta que le daban un toque intelectual  custodiada por un pinganillo a modo de guardaespaldas. Poco que reprochar a su amabilidad, disposición, simpatía y profesionalidad. El esmero en el trato iba parejo a su buen hacer y en breves instantes dejó clara su valía. Adquirí  la prenda y a la espera  de retoques me disponía a salir del establecimiento. Todo normal, todo pausado, todo previsible. Hasta que frente a mí, a modo de banderillero cargado con dos camisas similares en su manos, ese rostro tostado por sus genes, clavó su mirada y me mostró las prendas. La primera reacción por mi parte fue suponer que aún se me notaban los años de la juventud que pasé tras el mostrador de la tienda en las épocas vacacionales y que acababa de toparme con un nuevo cliente. La reacción siguiente fue imaginarme como becario entrado en años  con un contrato de prácticas que el destino me ofrecía. La tercera fue sospechar que este señor me había confundido con el dueño del establecimiento y buscaba atención vip. Ninguna de las opciones correspondía a la razón última. Así que cuando le indiqué que no era ninguno de los perfiles que pensaba que  cumplía, él me espetó un “Choose me”  que me dejó boquiabierto. Me estaba bautizando como asesor de moda este  buen hombre y yo sin enterarme. De modo que, como disponía de tiempo, rechazamos las dos camisas que había elegido y comenzamos la peregrinación por  el resto de las prendas colgadas en un intento de convertirme en su “ personal  shopper” .  Que si demasiado clara para tu  piel, que si demasiado ancha para tu torso, que si las coderas no molaban, que si el cinturón a juego era el adecuado. Yo calculo que la suma rondaría algún centenar  de euros y su confianza en mi gusto al elegir sobrepasaba de largo sus esperanzas.  De hecho, a la media hora, el mostrador de la caja se mutó en un armario abierto a la espera de cobro.  Rechazando cualquier oferta laboral, que a estas alturas no me corresponde, me despedí de este buen señor cuya cetrina piel seguía luciendo  los níveos de su dentadura sonriente. Fue entonces cuando recordé  aquello que decía mi padre de “cualquiera puede despachar, pero no todos saben vender”    

Jesús(defrijan)

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