1. Manuel V.
La primera vez que lo vi fue tras la línea de banda
del campo de futbito. Allí, cruzando y descruzando los brazos, se esforzaba en
lanzar consignas a los jugadores de campo que a duras penas atendían a sus
indicaciones. El ambiente estaba lo suficientemente cargado como para no dejar
pasar más decibelios que los encargados de animar a voz en grito a los de uno u
otro bando. Vivía el encuentro como suelen vivirlo quienes entienden el valor
de la victoria y sobre todo el de la justicia de un resultado. No sé cómo quedaron,
pero sí sé que desde entonces hasta hoy, la vida nos va cruzando en las horas
previas al despertar de las aulas. Sigue ocupando la línea que separa, en esta
ocasión, la calzada de la acera, y sobre ella espera el discurrir de los
minutos que le sobran. Él, que tan acostumbrado ha estado al trasiego del
transporte, disfruta del paseo como si quisiera recuperar los años de
aposentamiento tras un volante. Sonríe con la sinceridad vestida de blanco y
alarga el consejo desde el púlpito que le otorga la experiencia. De sus gemelos
al aire se traslucen las pisadas que han supuesto un incesante ir y regresar
para dar cumplida cuenta de sus valores. Luce con orgullo los éxitos que sabe
que nacieron de sus semillas y a cada cosecha que le viene se renueva su espíritu.
Es, cómo negarlo, el exponente claro de un modo de hacer que parece estar
condenado al olvido, al ostracismo, a la compasión. Craso error el que cometen
aquellos que así lo consideran. En él, como en tantos otros como él, perviven
unas formas de hacer que conjugan y equilibran desde ambas vertientes directrices.
Tuvo que duplicarse y la multiplicación sigue tomándolo como modelo del querer
y del poder. Del duelo sarcástico que a menudo nos ofrecemos podría dar fe
cualquiera de los pasos de cebra que nos observan. Sigue pendiente una
conversación larga y tendida en la que los detalles guarden turno para no
atropellarse ni quedarse rezagados o ausentes. No seré yo quien ponga fecha. Lo
mejor será dejar que sea él quien así lo decida; simplemente habré de esperar a
que se creedme, tardará en suceder. Mientras tanto, a nada que la hora de
cierre se aproxime, me asomaré para ver si sigue debajo de la señal
acostumbrada. Del gesto de su mano que podría deducirse como propio de una hoz,
no haré caso; las espigas a segar hay que dejarlas crecer, verlas granar y
tener listo el sequer para cuando llegue el momento de recoger los frutos.
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