jueves, 23 de abril de 2015

de mi libro "CARA A CARA"
Detalles

Él, ufano ante los otros, era manso cordero ante los propios. Como si quisiese perdonarse una deuda no contraída, todo en sus actos, lo encaminaba hacia el detalle lisonjero, servicial, esclavo. No solo de su propio sentir, sino de su propia condición que se autotildaba  de inmerecido triunfador. Toda su existencia, todo su devenir, no tenía otra meta que el de mostrarse de esta manera. A cambio, las migajas de la indulgencia, de la  mansa complacencia nacida del desprecio, le  reconfortaban  como reconforta  la peregrina caricia nacida de la obligación moral, y no del deseo. Sus manos buscaban las manos que cubrían los hielos de la no querencia a ser entrelazadas. Su sonrisa se explayaba en adulaciones hacia méritos que solo habitaban en su fantasía. Su piel lastraba las hendiduras de los surcos no sembrados en los páramos del menosprecio. Mieses no recogidas en los estíos helados del desamor. Y aun así, el empecinamiento, la obcecación y la falta de autoestima le urgían a superarse. ¿Superarse en qué? Si lo que necesitaba estímulo de superación era el “contra quién”. Nadaba en un lecho de cieno y las brazadas eran inútiles esfuerzos por remontar una corriente de tarquines. Y lo más purgante era que los otros y los otros otros, y los otros además de los otros otros, le habían  construido ese disfraz con el que se mostraba. Nadie osó en preguntarle por sus anhelos, por sus carencias, por sus decepciones. Su máscara de solidez prevenía de tal acto, aunque su interior guardase una vaga esperanza de comprensión ante su entrega. Recibió besos fríos, caricias muertas, consuelos precintados, complicidades necias. Todos los detalles, todos, con los que en su fuero interno había soñado, hicieron oídos sordos ante su callado clamor. Y nadie se dio o quiso darse cuenta de ello. Era un resignado y lo sabía y lo callaba.  Una vez, dicen que le oyeron hablar frente a su propio retrato, en voz baja. Y dicen que se le escuchó decir la frase más triste que nunca saliese de sus labios. Y dicen que cuando alguien a sus espaldas le inquirió por su soliloquio, este ingenuo triunfador, este esclavo de sí mismo, este preso de su autoestima solo supo distinguir en quien fuese no receptora de sus anhelos, la falta de detalle mostrada al ausentarse de la reunión familiar que, como siempre que llegaba ese día, le recordaba de dónde venía y cuánto les debía a todos ellos.

Todo un detalle.

Jesús(defrijan)

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