lunes, 20 de abril de 2015


 

     La biblioteca municipal

Constaba de dos plantas en un edificio próximo al colegio de las monjas y algo alejado del nuestro. En la planta inferior se desarrollaron conferencias y exposiciones a las que pudimos asistir en aras a una mejor preparación con mayor o menor interés con tal de traspasar los muros claustrales. No obstante, en su piso superior, más de una tarde coincidimos todos aquellos que desde distintas aulas compartíamos profesores y temarios. Especialmente gratificante resultaba el hecho de buscar biografías de autores literarios que el padre Francisco  nos había encargado como trabajo extra a la hora de pulir nuestro aprendizaje. Aquellas enciclopedias de tapas duras vieron como la avidez por ser atrapadas por los más rápidos les daban vida. Allí, entre aquellos recios tomos se nos mostraban las obras y milagros de los grandes literatos universales. Caso de coincidir en el espacio y tiempo con otros colegas, el acuerdo de compartición se hacía expreso. Mientras unos se decantaban por transcribir vida, obra y milagros de Santa Teresa, otros hurgaban en las excelencias de Lope de Vega, Garcilaso, Fray Luis de León, Quevedo, Góngora, Bécquer, Machado, Hernández y tantos genios inmortales. Creo que allí, en medio de la sala cuasi silenciosa, el amor por los libros cobró cuerpo. Nada de lo corriente hoy en día como soporte moderno existía; así que el uso pulcro de la copia a mano de los mismos nos convirtió en un simulacro de escribas medievales de un convento llamado aprendizaje. Sólo la aparición de las consabidas risas entre adolescentes sacaba de la sala al silencio mientras el bibliotecario nos reprendía con poca convicción y algo de envidia. Allí convivían manifestaciones poéticas de los grandes a disposición de quienes no manejábamos su vocabulario de modo tan excelso y sí entendíamos sus emociones pasadas que se hacían presentes. Aquellos manuscritos fueron calificados desde la ecuanimidad cómplice por quien entendía que las emociones merecen un sobresaliente a esa edad. Tuvo el cuidadoso descuido de poner la nota al margen de los trabajos. Creyó que no nos dimos cuenta de que su verdadera intención estaba en no emborronar lo que la ilusión de unos adolescentes había parido. Los papeles de barba convenientemente grapados en cuya primera hoja lucía una portada con letra gótica fueron tomando color pardo con el transcurso de los años. Lo que nunca perdió brillo fue la certeza de que en aquella biblioteca algo en nuestro interior comenzó a hacerse cierto. 
 
Jesús(defrijan)

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