Manuscrito
Visité la biblioteca que tantas veces me lanzó la invitación y
a la que tantas otras ignoré. El viento de otoño actuó de cómplice y antes de
darme cuenta me encontré delante de una serie de anaqueles convenientemente
ordenados a modo de consigna en la que depositar vivencias. Palpé al azar lomos
y cubiertas que aún ofrecían virginales propuestas de viajes interiores. Tras
las celosías, filas de aprendices se
afanaban por hacerse con las letras enceladas que nacieron de deseos encelados.
Todos sonaban a idénticos y diferentes en la similitud que esparce el repujado
o la humilde cubierta. Dudé y cuando ya
emprendía la huida nacida del desencanto
reparé en él. Era tan sencillo que hubiese
pasado desapercibido de no haber sido por las iniciales que firmaban los
trazos de un lápiz escriba que se prestó a aquel juego. De pie, lo abrí y en
ese momento la magia del misterio comenzó su función. Comprobé cómo unas mínimas hojas cuadriculadas manuscritas
se intercalaban entre las impresas a
modo de marcadoras. Renuncié a estas para centrarme en aquellas que
versaban declaraciones que el pudor
contenía. Soñé ser el testigo único de aquel juego hermoso en el que las idas y
venidas formaban circunloquios de dúos impares. Declaraciones ardientes a la espera de respuestas que, sin
fecha de entrega, llegarían a encontrar destinatarios. Descubrí el juego
amatorio de dos desconocidos que habían emprendido el camino del conocimiento
desde la palabra. Encadenados a una verja voluntaria que les ofrecía un vuelo
por los espacios del sueño, diseñaron realidades para huir de la realidad. Poco
importaba que el presente les ofreciese más prácticas alternativas si la forma
acababa diluyendo al fondo. Cada letra, cada palabra, era nacida desde el
temblor que la pasión caligrafía y sella. Vanas banalidades se mutaban en
ofrendas de sacrificio al que estaban subyugados por entero. Ese diario de
tatuado grafito mantuvo la posibilidad de la renuncia nacida del
arrepentimiento y las huellas de la goma no fueron necesarias. Así
permanecí fiel a la cita como espía
complacido y complaciente. Tuve la
decencia de respetar las horas en las que debía permanecer ausente ante el turno
de los amantes desconocidos. Aquel martes, cumpliendo con el rito habitual, entré como de costumbre y
sorprendido detuve mis pies. Me llamó la
atención el comprobar cómo una pareja entrada en años compartían mesa,
emparejaban sillas y alternaban la lectura de un libro que les resultaba tan
familiar como desconocido. Reparé en el modo en que la alternancia de la
lectura de uno daba paso a la audición del otro a la vez que las miradas se
empañaban. Los versos volaron entre
aquello que anotaban
mostos de conocimientos que convertirían a sus inmaculadas libretas en
lagares de verdades. Todo olía a silencio y el silencio se congratulaba. Habían
firmado un pacto secreto con los pergaminos encuadernados y hoy lo desvelaban
entre temblorosas manos que trenzaron dedos.
Acabaron de leer, doblaron las cuadrículas y a paso lento, salieron a la
par con destino claro. Nunca supe sus nombres ni los volví a ver. A lo que no
he podido renunciar es a seguir buscando
entre los estantes, olvidados
libros, con la esperanza de reencontrar entre sus letras impresas, manuscritos
de amor.
Jesús(http://defrijan.bubok.es)
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