1.
Los
botones de una madre, y el misal de la mía
Dentro del lacrimógeno mundo que se sirve de las redes para
hacerse compadecer, aparecen de vez en cuando, muy de vez en cuando, verdaderas
esencias de sentires que no nos dejan inmunes. Y una de ellas ha sido esta
aparecida ayer en la que se retrotraía en el tiempo hacia el dolor que supone
la pérdida de un ser querido, y más si se trata de una madre. A través del
desmantelamiento de una casa y sus enseres, los recuerdos se van agolpando como
negándote la posibilidad de un cierre definitivo con el pasado que tantas
alegrías te proporcionó bajo el amparo de sus brazos. Noches en velas cuidando
de tus dolencias, tardes de compañía en las que te narraba episodios de una
juventud casi perdida en el tiempo y mañanas de inviernos en los que a la nieve
caída se la combatía con un tazón de chocolate espeso traído a la cama antes de
la misa de doce. Y próximo a todo, aquel libro nacarado en negro con el rojizo
destacando sobre la tripa del mismo que recogía los rituales de la doctrina
indiscutible de una fe indiscutible en un tiempo indiscutible. Sobre la silla
de la coqueta, el velo preceptivo que taparía sus pensamientos dentro de la
nave eclesiástica y tú, acicalado como un querubín, de mozo de compañía en
busca de cumplir el precepto. Don Demetrio de espaldas luciendo tonsura y
lanzando a la asamblea unas consignas que no entendías por serte extraño ese
idioma venido del Vaticano. Y los minutos haciéndose horas a la espera del
toque de campanillas que exigía genuflexión o alzada. Allí, sentado sobre el
reclinatorio, ese misal te abría un mundo a la imaginación en el que la suma de
penitencias a los pecados inclinaba la balanza hacia una segura condena a los
reinos de Belcebú. Y cuando la congoja del no entendimiento se hacía fuerte
sobre mi rostro, ella me giraba la vista como diciendo entre letanías que no
era para tanto, que allí estaba ella para defenderme de toda amenaza a fuego
eterno. De ahí que la primera pieza que pedí y me fue concedida fuese el misal.
Cada vez que lo acaricio retornan aquellas sensaciones de protección, de amor
incondicional, de entrega eterna que en vida tuvimos y tras su marcha seguimos
teniendo. La caja de botones, el huevo de madera sobre el que remendar piezas,
los delantales y tantos y tantos elementos que nos la hacen presente, la siguen
trayendo cada vez que la necesitamos y siempre, siempre, con una sonrisa como
la que lucía en vida.
Jesús(defrijan)
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