1.
Fixonia
Aquella mañana de Agosto amaneció tan luminosa como de
costumbre, fresca, con sabor a monte y desperezando vigilias de las tertulias
de la noche anterior. En el corro habitual, horas antes, entre todas ellas se
habían conjurado en acicalar cabelleras en vísperas de las fiestas patronales.
Unas a las otras comenzaron a trazar el plan y una vez decidida la ruta hacia
Campillo, sólo faltaba confirmar el medio de transporte. De modo que desde el
silencio expectante, todos los ojos giraron hacia mí, y con unas miradas suplicantes obtuvieron mi innecesaria
aprobación y aceptación a convertirme en chófer matutino. Volvieron al consenso cuando tomaron como
hora de salida las ocho de la mañana y con la premura de quienes están habituadas
a la puntualidad británica se fueron despidiendo de las sillas de anea. De modo
que allí me presenté acompañando a los primeros toques del reloj de la iglesia,
con el motor en marcha. Y allí estaba el póquer de damas, en la esquina de la
Puentecilla. Ovidia, mi tía Ángeles,
Otilia y mi madre. Y todas ellas armadas con unos bolsos a modo de cananas de los que sobresalían unos cilindros
blancos de plástico. La curiosidad me llevó a buscar la información que
sugerían y tuve la certeza de que las lacas personificadas venían de viaje con
nosotros. No entré en detalles a la hora de buscar respuestas ante la posibilidad
de ir a una peluquería con productos que sin duda abundaban en dicho
establecimiento. Supongo que la querencia a lo propio les hizo ser previsoras y
emprendimos el viaje. Obviamente llegamos con sumo adelanto y allí me
confirmaron que la hora concertada había sido las nueve de la mañana. Ninguna
supuso la celeridad del vehículo y ninguna puso reparos a la hora de esperar la
apertura del establecimiento entre los rosales adormecidos de la esquina. Hice
cálculos y supuse que nada sería finiquitado antes de las cinco horas
siguientes y entretuve el tiempo en mercadillos y demás pasos perdidos. Llegó
la hora de regreso y allí estaban las damas. Todas con el mismo peinado y con
cierta sensación de ligereza en los bolsos. Emprendimos el viaje de vuelta y
rápidamente el habitáculo tomó un sabor a ambientador lacado que amenazaba con
efectos secundarios impropios de la atención al volante. Entre que el aire
acondicionado les provocaba irritaciones bronquíticas y que el calor se hacía presente, tuve a bien
abrir las ventanas sin aminorar la marcha. Ahí vino la reacción de todas ellas
echándose mano a la cabeza en un intento de mantener forma y fondo de la obra
recién acabada. Reconozco que eché un pulso con el acelerador para probar la
eficacia de semejante aerosol y puedo asegurar que salí derrotado. No sólo
llegaron inmaculadas a Enguídanos sino que durante toda la semana de fiestas
fue innecesario el uso de cualquier retoque capilar. Obviamente, sabían lo que
se hacían cuando confiaron a semejante cilindro la eficacia de mantener intacto
unos cardados que no hubo acelerador posible que fuese capaz de derruirlos. No
sabría deciros el ahorro que supuso la laca, pero seguro que mereció la pena
llevarla de viaje.
Jesús(defrijan)
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