Pedro Ayora
Durante muchos años el trío
que la amistad unía se hacía visible a la sombra del mediodía. Germán con su
sempiterno bigote blanco, mi padre Luciano con el instinto innato de la
prevención sanitaria y Pedro con su inseparable caliqueño adherido a los labios
como si formase parte de ellos. Y entre sarcasmos y retrancas uno protestaba de
cualquier cosa, el otro preconizaba todo tipo de desventuras futuras y el
tercero socarroneaba sobre lo anterior mientras se hacía la hora de partir hacia la mesa. El sol
apretaba y no era plan de llegar tarde a la partida de tute. Así, día tras día,
pasaban revista a lo admisible y a lo no permitido y como colofón a todo ello
renovaban los votos que la amistad decidió redactar. Rezaban del siguiente
modo: al primero que faltase, los dos restantes llevarían a hombros sus restos
en el ataúd correspondiente. Germán tuvo el “privilegio” y la redundancia en
los postulados antinicotínicos de mi padre tomaron rango de ley a pesar de no
ser escuchados. Años después, un frío viernes de noviembre, mi padre decidió
embarcarse en el viaje definitivo. Le correspondía a Pedro dar el último
empujón al ataúd en su tránsito hacia el nicho y dadas las bajas temperaturas
fui yo quien se lo di en su nombre. Pactos cumplidos. Pero faltaba una última
voluntad. De modo que pensé que me correspondería a mí por exfumador el
privilegio de determinar que Pedro, mi querido Pedro, tuviese en su trayecto
último el acompañamiento que tanto llevó en vida. De modo que un caliqueño será
quien le señale el camino de no retorno hacia la Eternidad y una vez allí ya
sabrá sacar a relucir los postulados que hablen de los beneficios de la nicotina.
Sé que será bien recibido y que cualquiera de los otros dos “mosqueteros” le
recriminarán su pronta llegada. Seguro estoy que sabrá darles cumplida respuesta. Les dirá
que los suyos se quedan estupendamente con la conciencia tranquila de haber
hecho todo y más por recompensarle una vida de renuncias y sacrificios. Estoy por apostar que achinará sus ojos de
nuevo mientras suelta su habitual “no me seas gangas” cuando le vuelvan a
recriminar sus querencias al chisquero. Posiblemente cruce sus piernas y desde
los sarmientos de sus manos atuse el pelo encanecido y firme que siempre le dio
estampa. Puede que pase todo eso y alguna cosa más que se me escapa. Pero de lo
que no me quedará la más mínima duda es de saber que con Pedro, con mi amigo
Pedro, sí, el de las patatas, se cierra un ciclo que firmaron los hombres de
bien que tan escasos resultan en los tiempos actuales.
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