viernes, 14 de septiembre de 2018


Pedro Ayora


Durante muchos años el trío que la amistad unía se hacía visible a la sombra del mediodía. Germán con su sempiterno bigote blanco, mi padre Luciano con el instinto innato de la prevención sanitaria y Pedro con su inseparable caliqueño adherido a los labios como si formase parte de ellos. Y entre sarcasmos y retrancas uno protestaba de cualquier cosa, el otro preconizaba todo tipo de desventuras futuras y el tercero socarroneaba sobre lo anterior mientras se  hacía la hora de partir hacia la mesa. El sol apretaba y no era plan de llegar tarde a la partida de tute. Así, día tras día, pasaban revista a lo admisible y a lo no permitido y como colofón a todo ello renovaban los votos que la amistad decidió redactar. Rezaban del siguiente modo: al primero que faltase, los dos restantes llevarían a hombros sus restos en el ataúd correspondiente. Germán tuvo el “privilegio” y la redundancia en los postulados antinicotínicos de mi padre tomaron rango de ley a pesar de no ser escuchados. Años después, un frío viernes de noviembre, mi padre decidió embarcarse en el viaje definitivo. Le correspondía a Pedro dar el último empujón al ataúd en su tránsito hacia el nicho y dadas las bajas temperaturas fui yo quien se lo di en su nombre. Pactos cumplidos. Pero faltaba una última voluntad. De modo que pensé que me correspondería a mí por exfumador el privilegio de determinar que Pedro, mi querido Pedro, tuviese en su trayecto último el acompañamiento que tanto llevó en vida. De modo que un caliqueño será quien le señale el camino de no retorno hacia la Eternidad y una vez allí ya sabrá sacar a relucir los postulados que hablen de los beneficios de la nicotina. Sé que será bien recibido y que cualquiera de los otros dos “mosqueteros” le recriminarán su pronta llegada. Seguro estoy  que sabrá darles cumplida respuesta. Les dirá que los suyos se quedan estupendamente con la conciencia tranquila de haber hecho todo y más por recompensarle una vida de renuncias y sacrificios.  Estoy por apostar que achinará sus ojos de nuevo mientras suelta su habitual “no me seas gangas” cuando le vuelvan a recriminar sus querencias al chisquero. Posiblemente cruce sus piernas y desde los sarmientos de sus manos atuse el pelo encanecido y firme que siempre le dio estampa. Puede que pase todo eso y alguna cosa más que se me escapa. Pero de lo que no me quedará la más mínima duda es de saber que con Pedro, con mi amigo Pedro, sí, el de las patatas, se cierra un ciclo que firmaron los hombres de bien que tan escasos resultan en los tiempos actuales.

No hay comentarios:

Publicar un comentario