viernes, 8 de febrero de 2019


Contraseñas
Se veía venir y al final ha sucedido. Un señor ha guardado tanto celo en vida a la hora de preservar las claves de acceso a su caja fuerte que una vez fallecido nadie es capaz de abrirla. Por lo visto, y como si esto fuese poco, en dicha caja fuerte anidan millones de monedas virtuales que son intangibles. De modo que su valor está cotizado en base a las expectativas que cada quien deposite en ellos. Es decir, que si en un momento determinado la vorágine especulativa decide que son papel mojado, pues eso, cero sobre cero de valor. Y lo de papel mojado no deja de ser un sarcasmo, por supuesto. De modo que el tema urgente para los herederos estriba en encontrar las contraseñas que el desconfiado millonario creó como cerrojos infranqueables. Y aquí cada cual que lea esta posibilidad seguro que empieza a rememorar las suyas. Que si la de aquella cuenta de correo, que si aquella que cambié y no recuerdo, que dónde las apunté y en qué rincón del desordenado escritorio puse la nota. Total, ni idea. Toda la paranoia provocada por el miedo a ser descubierto te ha fagocitado y tú eres rehén de tu propia precaución. Como si de uno de los ladrones de Alí Babá se tratase, el “abracadabra” no funciona y ya no sabes a qué recurrir. La fecha de nacimiento, el nombre de aquella novia que te dejó, la matrícula del primer coche….todo se muestra inútil ante el empeño de esconder lo importante. Así que lo mejor será dejar las puertas abiertas y que cada cual entre o no a su antojo. Pero antes, sin duda alguna, como medida preventiva más que nada, lo mejor será configurar una contraseña madre que dé acceso a las subsiguientes contraseñas. O mejor aún, utilizar la misma para todos los pestillos y guardarse el dinero debajo del colchón, si es que lo tienes en metálico. Aún recuerdo aquella advertencia que lanzó Teresa al asegurar que su mejor caja fuerte era el ladrillo bailador que tenía en la entrada a su cocina. Aseguraba a cada tránsito hacia las perolas la existencia y cada vez que cambiaba de calzado un punto de inquietud le sobrevenía. Abría el resquicio con la rasqueta alineada juntos al resto de los utensilios y una vez recontado el capital por enésima vez, volvía a celar el suelo. Jamás necesitó de otros métodos y supo del valor de la vida día a día. Pasó olímpicamente de especulaciones bursátiles y el futuro de los bytes le sonaba a fantasía absurda. Antes de fallecer dejó pistas sobre cómo llegar al nido de sus ahorros. Como única contraseña dejó por escrito: “estas perras que tanto me ha costado juntar usadlas para pagar mi funeral”. Hoy en día, los herederos  siguen pensando qué hacer con aquellos billetes de mil pesetas que ni siquiera los coleccionistas desean para sí.    

No hay comentarios:

Publicar un comentario