Contraseñas
Se veía venir y al final
ha sucedido. Un señor ha guardado tanto celo en vida a la hora de preservar las
claves de acceso a su caja fuerte que una vez fallecido nadie es capaz de
abrirla. Por lo visto, y como si esto fuese poco, en dicha caja fuerte anidan
millones de monedas virtuales que son intangibles. De modo que su valor está
cotizado en base a las expectativas que cada quien deposite en ellos. Es decir,
que si en un momento determinado la vorágine especulativa decide que son papel
mojado, pues eso, cero sobre cero de valor. Y lo de papel mojado no deja de ser
un sarcasmo, por supuesto. De modo que el tema urgente para los herederos
estriba en encontrar las contraseñas que el desconfiado millonario creó como
cerrojos infranqueables. Y aquí cada cual que lea esta posibilidad seguro que
empieza a rememorar las suyas. Que si la de aquella cuenta de correo, que si
aquella que cambié y no recuerdo, que dónde las apunté y en qué rincón del
desordenado escritorio puse la nota. Total, ni idea. Toda la paranoia provocada
por el miedo a ser descubierto te ha fagocitado y tú eres rehén de tu propia
precaución. Como si de uno de los ladrones de Alí Babá se tratase, el
“abracadabra” no funciona y ya no sabes a qué recurrir. La fecha de nacimiento,
el nombre de aquella novia que te dejó, la matrícula del primer coche….todo se
muestra inútil ante el empeño de esconder lo importante. Así que lo mejor será
dejar las puertas abiertas y que cada cual entre o no a su antojo. Pero antes,
sin duda alguna, como medida preventiva más que nada, lo mejor será configurar
una contraseña madre que dé acceso a las subsiguientes contraseñas. O mejor
aún, utilizar la misma para todos los pestillos y guardarse el dinero debajo
del colchón, si es que lo tienes en metálico. Aún recuerdo aquella advertencia
que lanzó Teresa al asegurar que su mejor caja fuerte era el ladrillo bailador
que tenía en la entrada a su cocina. Aseguraba a cada tránsito hacia las perolas
la existencia y cada vez que cambiaba de calzado un punto de inquietud le
sobrevenía. Abría el resquicio con la rasqueta alineada juntos al resto de los
utensilios y una vez recontado el capital por enésima vez, volvía a celar el
suelo. Jamás necesitó de otros métodos y supo del valor de la vida día a día.
Pasó olímpicamente de especulaciones bursátiles y el futuro de los bytes le
sonaba a fantasía absurda. Antes de fallecer dejó pistas sobre cómo llegar al
nido de sus ahorros. Como única contraseña dejó por escrito: “estas perras que
tanto me ha costado juntar usadlas para pagar mi funeral”. Hoy en día, los
herederos siguen pensando qué hacer con
aquellos billetes de mil pesetas que ni siquiera los coleccionistas desean para
sí.
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