lunes, 5 de mayo de 2014


          El lector voraz

Quiero pensar que a base de practicar el sano divertimento de la lectura, quien más, quien menos, se puede convertir en un lector voraz. Quizás desde la más tierna infancia las influencias recibidas aporten su ánimo para que en ello se convierta aquel que por principio rechaza el internarse en el laberinto de palabras por las que discurrir en su tiempo de ocio. No en balde, las querencias del incipiente lector irán por otros derroteros en los que el desmenuzamiento de las historias impresas no tendrá especial predilección. De cualquier modo, con el tiempo, a medida que les ofrezcamos una oportunidad de mostrarse como son, estas historias escritas alcanzarán su objetivo final y sentirán que su nacimiento no ha sido en balde. Y entonces, aquel que en principio renunció a someterse a los dictados de la obligatoriedad lectora, descubrirá que en sí mismo anida el esclavo de la misma por propia voluntad. Y no sólo eso, sino que además, comprobará la diferencia existente entre la nadería o la excelencia a medida que su paladar de buen lector se haya acostumbrado a la exquisitez. Por eso lamentará la llegada del final de aquel libro que le cautiva de tal modo que ya se plantea su relectura; por eso sentirá una tibieza purgante al acabar una historia que no le aportó nada más que grises; por eso rechazará las versiones fílmicas de las obras maestras que adulterarán su visión exclusiva de personajes, voces, movimientos, decorados. Se ha convertido en aquello que quienes auspiciaron su crecimiento soñaron y acabará el libro degustando el sabor de la inmensidad o escupiendo los posos. Sabe que la misericordia le llevó a concluir aquella senda que a partir de las primeras páginas anticipaba lo siguiente. Aprenderá a dejar de lado  aquellas historias que no consigan atraparlo, por más que la mayoría circundante le anime a seguir en esa caravana por el desierto de la nadería en la que se vio inmerso. Creo que la opción más respetable, la más coherente, la menos realista, sería permitir la lectura a modo de cata para que por sí mismo decidiese si llevarla a término o no. Y eso sí, pagar un suplemento por la dedicatoria y otro por la fotografía al lado del autor. Es más, creo que debería fotografiarse simplemente, llevarse una autógrafo y sobre la portada del libro publicitado, fingirse ávidos lectores. Al final ganarían todos. Ellos, como poseedores del icono viviente admirado; los otros como profetas cuyos seguidores dan vueltas a la manzana para posar a su lado; aquellos como inversores mínimos de ediciones a las que extraer pingües beneficios; pero sobretodo quienes ganarían serían aquellos ávidos lectores que llevan años sabiendo distinguir entre líneas lo que las líneas mismas encierran. Y eso, amigos míos, necesita práctica.      .

 

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