El lector voraz
Quiero pensar que a base de
practicar el sano divertimento de la lectura, quien más, quien menos, se puede
convertir en un lector voraz. Quizás desde la más tierna infancia las
influencias recibidas aporten su ánimo para que en ello se convierta aquel que
por principio rechaza el internarse en el laberinto de palabras por las que
discurrir en su tiempo de ocio. No en balde, las querencias del incipiente
lector irán por otros derroteros en los que el desmenuzamiento de las historias
impresas no tendrá especial predilección. De cualquier modo, con el tiempo, a
medida que les ofrezcamos una oportunidad de mostrarse como son, estas
historias escritas alcanzarán su objetivo final y sentirán que su nacimiento no
ha sido en balde. Y entonces, aquel que en principio renunció a someterse a los
dictados de la obligatoriedad lectora, descubrirá que en sí mismo anida el
esclavo de la misma por propia voluntad. Y no sólo eso, sino que además,
comprobará la diferencia existente entre la nadería o la excelencia a medida
que su paladar de buen lector se haya acostumbrado a la exquisitez. Por eso
lamentará la llegada del final de aquel libro que le cautiva de tal modo que ya
se plantea su relectura; por eso sentirá una tibieza purgante al acabar una
historia que no le aportó nada más que grises; por eso rechazará las versiones
fílmicas de las obras maestras que adulterarán su visión exclusiva de
personajes, voces, movimientos, decorados. Se ha convertido en aquello que
quienes auspiciaron su crecimiento soñaron y acabará el libro degustando el
sabor de la inmensidad o escupiendo los posos. Sabe que la misericordia le
llevó a concluir aquella senda que a partir de las primeras páginas anticipaba
lo siguiente. Aprenderá a dejar de lado aquellas historias que no consigan atraparlo,
por más que la mayoría circundante le anime a seguir en esa caravana por el
desierto de la nadería en la que se vio inmerso. Creo que la opción más
respetable, la más coherente, la menos realista, sería permitir la lectura a
modo de cata para que por sí mismo decidiese si llevarla a término o no. Y eso
sí, pagar un suplemento por la dedicatoria y otro por la fotografía al lado del
autor. Es más, creo que debería fotografiarse simplemente, llevarse una
autógrafo y sobre la portada del libro publicitado, fingirse ávidos lectores.
Al final ganarían todos. Ellos, como poseedores del icono viviente admirado;
los otros como profetas cuyos seguidores dan vueltas a la manzana para posar a
su lado; aquellos como inversores mínimos de ediciones a las que extraer
pingües beneficios; pero sobretodo quienes ganarían serían aquellos ávidos
lectores que llevan años sabiendo distinguir entre líneas lo que las líneas
mismas encierran. Y eso, amigos míos, necesita práctica. .
Jesús(http://defrijan.bubok.es)
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