miércoles, 7 de mayo de 2014


  La prisa

Esa compañera constante que a modo de sombra permanente nos subyuga en el día a día ya la que hemos admitido sin pedirle explicaciones. Desde temprana edad nos acostumbran, y lo que es peor, acostumbramos a los que nos siguen, a darla por bienvenida. Por eso emprendemos una carrera absurda hacia lo imprescindible que se nos presenta como zanahoria ansiada a la que perseguir y nunca alcanzar. Ahora  llamamos estrés al resultado final  al que nos aboca la susodicha cuando acelera nuestro reloj vital. Nadie será  capaz de disfutar de unos minutos más en el despertar a la mañana porque caso de hacerlo el remordimiento aparecerá a cada instante. Allí se irán sumando las consecuencias de haber perdido el tiempo ante el sibilino canto del despertador vengativo. Y sobre la chepa luciremos el cansancio que provoca el remordimiento. Mentalmente solucionaremos los imprescindibles avatares que tan prescindibles serían a nada que los analizásemos bien. Eso sí, desde el asiento del vehículo que  nos trasladará a la obligación de modo mecánico soltando una salva de noticias luctuosas, programas musicales aderezados de humor, previsiones meteorológicas y un sinfín de motivos más que se sumarán a la prisa que nos anuda la corbata del tiempo. Soñaremos con la llegada del fin de semana para poner en práctica aquello que más motivos de satisfacción nos aporta en el tiempo de ocio. Y estaremos tan acostumbrados al acelerón que no seremos capaces de saborearlo convenientemente. Tomaremos esas horas como exprimidor de tiempos que acabarán por dejarnos insatisfechos. Llegará el mediodía del domingo y casi nos vestiremos de luto aunque nos queden horas de las que gozar  por estar maleducados al respecto. Y soñaremos con las vacaciones a las que llegaremos con esa carga de previsiones que necesitarán de otras vacaciones para descansar de aquellas. Lo dicho, alguien se ha encargado de acelerar el tiempo y ninguno hemos sido capaces de echar el freno. Me viene a la memoria el hecho de ir a por el pan que nuestras madres practicaban tan a menudo y en esa instantánea se resume lo perdido en aras a no se sabe qué. O las tertulias de café al olor del dominó. O las tardes de juegos en pleno campo. O tantas y tantas situaciones en las que la devoción imponía su criterio. Ahora que tan de moda está el hecho de multar a los excesivamente veloces, quizá sería el momento de meditarnos si merece la pena tal celeridad. La estamos sufriendo en nuestras propias vidas y lo que es peor, le estamos haciendo extensiva a nuestros descendientes como principal mecanismo a utilizar a la hora de no sufrir retrasos. ¿Retrasos en su inserción social en la que estamos empezando a dejar de creer? Pensémoslo o el día menos pensado un epitafio nos firmará, eso sí, de modo lento y permanente nuestra llegada a la meta que a lo peor no queríamos atravesar. 

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