Maullidos en la Gran Manzana ( capítulo l )
Las ansias por conocer a la urbe neoyorquina no superaban el
listón de la curiosidad y en ella me embarqué dejándome arrastrar por la tibieza
de la esperanza que superase tales expectativas. Sí, lo reconozco, me puede más
la huella renacentista o la historia labrada por los siglos sobre piedras testigos
de avatares pretéritos, que la cegadora luz que refulge de los rascacielos.
Pero había que ir. De modo que tras una carrera contra el sol, salimos de día y
llegamos de día. O sea, una jornada de múltiples horas que trastocaron
descansos. Y como premonitorio presagio un bochorno acompañó a la lluvia a
nuestra llegada. Rápidamente el diseño de la parrilla callejera que forman las
avenidas y las calles numeradas en sentido ascendente o descendente, de Este a
Oeste, nos planteó un sudoku fácilmente entendible por el que desenvolverse.
Nada que no se hubiese visto ya en multitud de noticiarios, películas o
festividades de fin de año, excepto el
exceso. Exceso de ruido, exceso de
vehículos, exceso de peatones, exceso de obras y escasez de asfalto uniforme
ante tantas pisadas desgastadoras. Primeros indicios de tortícolis al elevar el
ángulo de la visión por encima de lo razonable y el olor a frituras saliendo de
los infinitos establecimientos sobre los que saciar hambres. Escaparates de maniquíes consumiendo sus vasos
de cartón con un mejunje que no me atrevería a calificar de café. Todo a lo
grande, sin duda. Y allá al norte Central Park oficiando de válvula oxigenante ante
tanta polución y redes wi-fi sobre las
que asaetear mensajes como mantras solitarios de quienes no querían serlo. Y más al sur, La Plaza del Tiempo, sobre la
que compiten rótulos de neón limosneando atenciones. Y más ruido. Y esa extraña
sensación de pregunta sin resolver ante tanto trasiego de gente que uniformada
del modo más variopinto se hace presente. Broadway trazando la diagonal como
línea disconforme con el paralelismo de sus vecinas pespunteada de musicales a
la espera del solícito reventa. Faltaban
los confetis para la celebración de
estar allí y desde los escaparates los gigantescos botones de chocolates o las
gominolas de kilo congratulándose de tal compañía. ¿Por dónde empezar a digerirla?
Esa era la cuestión y quizás la noche aportase soluciones. Mientras, la mochila descabalgaba de la
espalda y silenciosa se apiadaba e irónica callaba el “te lo avisé”.
Jesús(http://defrijan.bubok.es)
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