martes, 22 de julio de 2014


Maullidos en la Gran Manzana ( capítulo l )

Las ansias por conocer a la urbe neoyorquina no superaban el listón de la curiosidad y en ella me embarqué dejándome arrastrar por la tibieza de la esperanza que superase tales expectativas. Sí, lo reconozco, me puede más la huella renacentista o la historia labrada por los siglos sobre piedras testigos de avatares pretéritos, que la cegadora luz que refulge de los rascacielos. Pero había que ir. De modo que tras una carrera contra el sol, salimos de día y llegamos de día. O sea, una jornada de múltiples horas que trastocaron descansos. Y como premonitorio presagio un bochorno acompañó a la lluvia a nuestra llegada. Rápidamente el diseño de la parrilla callejera que forman las avenidas y las calles numeradas en sentido ascendente o descendente, de Este a Oeste, nos planteó un sudoku fácilmente entendible por el que desenvolverse. Nada que no se hubiese visto ya en multitud de noticiarios, películas o festividades  de fin de año, excepto el exceso. Exceso de  ruido, exceso de vehículos, exceso de peatones, exceso de obras y escasez de asfalto uniforme ante tantas pisadas desgastadoras. Primeros indicios de tortícolis al elevar el ángulo de la visión por encima de lo razonable y el olor a frituras saliendo de los infinitos establecimientos sobre los que saciar hambres.  Escaparates de maniquíes consumiendo sus vasos de cartón con un mejunje que no me atrevería a calificar de café. Todo a lo grande, sin duda. Y allá al norte  Central Park oficiando de válvula oxigenante ante tanta polución y redes wi-fi  sobre las que asaetear mensajes como mantras solitarios de quienes no querían serlo.  Y más al sur, La Plaza del Tiempo, sobre la que compiten rótulos de neón limosneando atenciones. Y más ruido. Y esa extraña sensación de pregunta sin resolver ante tanto trasiego de gente que uniformada del modo más variopinto se hace presente. Broadway trazando la diagonal como línea disconforme con el paralelismo de sus vecinas pespunteada de musicales a la espera del  solícito reventa. Faltaban los confetis  para la celebración de estar allí y desde los escaparates los gigantescos botones de chocolates o las gominolas  de kilo congratulándose  de tal compañía. ¿Por dónde empezar a digerirla? Esa era la cuestión y quizás la noche aportase soluciones.  Mientras, la mochila descabalgaba de la espalda y silenciosa se apiadaba e irónica callaba el “te lo avisé”.   

Jesús(http://defrijan.bubok.es)

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