miércoles, 23 de julio de 2014


      Maullidos en la Gran Manzana ( capítulo l I)

Y así, bochornoso, amaneció. Nos esperaba la presentación formal de manos de la cortesía de Hugo.  No pude por menos que recordar a oírle hablar aquel estribillo de Caco Senante en el que se preguntaba sobre el acierto de haberse convertido en lagarto asfáltico quien se sabía gaviota marina. Su sosiego en la palabra se enlazaba con la fina ironía de colombiano que vacilaba a las residencias ocupadas o por ocupar de las estrellas del celuloide. Lo de menos era acumular inquilinos famosos a los que intuir desde sus fachadas. Lo más sorprendente fue ver cómo se aglutinaban alrededor del pulmón verde  los nidos de quienes vivían de la ficción como queriendo respirar realidades. Llegamos a la esquina del escalofrío en la que se asienta el edificio Dakota. Allí aparecieron los tules negros del cochecito de paseo del bebé que la maestría de Polanski diseñase como obra maestra del terror y que tomó realidad en aquella orgía mansónica que truncó bellezas como la de Sharon Tate. Mía Farrow seguía asomándose a las ventanas sin saber muy bien qué camino seguir ante la encrucijada que su semilla maligna creciente  les  ofrecía. Y unos metros más abajo, Lennon,  alzaba sus dedos en señal de victoria por más que la estupidez fanática acabase con sus letras futuras. Dimos una nueva oportunidad a la paz frente a su círculo del paseo de los campos de fresas y apareció , esta vez sin metáforas, Yoko. La menudez cargada de pop y movimientos protestas que vestían  sus espaldas  caminaba pareja al recuerdo de las utopías que siguen por cumplirse. Se hizo el silencio que apenas se atrevió a romper el guitarrista  callejero que beatleaba  la salida del sol y el paso de cebra nos guiñó complicidades. Lo demás, carecía de importancia. Ni los museos modernistas, ni  la clínica sinaíta curalotodo ni las estatuas ecuestres  de héroes militares, ni  las nuevas sombras que los eternos rascacielos empezaban a extender sobre la oruga en la que viajábamos. La manzana mordida se codeaba con el piano gigante y convertían ese ángulo de la Quinta en el mundo de los sueños para todas las edades, para todos los bolsillos, para todas las sonrisas. Y el desfile de escenas ya rodadas en tal o cual hotel nos salía al encuentro cada vez que la melodiosa garganta del caleño curado en mil batallas intentaba hacerle un hueco a la cumbia entre tanta soberbia de hormigón.  En el apretón de despedida, tras la cordialidad, me pareció que cantaba para sí el vallenato de la suerte.

Jesús(http://defrijan.bubok.es)

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