Maullidos
en la Gran Manzana ( capítulo l I)
Y así, bochornoso, amaneció. Nos esperaba la presentación
formal de manos de la cortesía de Hugo. No pude por menos que recordar a oírle hablar aquel
estribillo de Caco Senante en el que se preguntaba sobre el acierto de haberse
convertido en lagarto asfáltico quien se sabía gaviota marina. Su sosiego en la
palabra se enlazaba con la fina ironía de colombiano que vacilaba a las
residencias ocupadas o por ocupar de las estrellas del celuloide. Lo de menos
era acumular inquilinos famosos a los que intuir desde sus fachadas. Lo más sorprendente
fue ver cómo se aglutinaban alrededor del pulmón verde los nidos de quienes vivían de la ficción como
queriendo respirar realidades. Llegamos a la esquina del escalofrío en la que
se asienta el edificio Dakota. Allí aparecieron los tules negros del cochecito
de paseo del bebé que la maestría de Polanski diseñase como obra maestra del
terror y que tomó realidad en aquella orgía mansónica que truncó bellezas como
la de Sharon Tate. Mía Farrow seguía asomándose a las ventanas sin saber muy
bien qué camino seguir ante la encrucijada que su semilla maligna
creciente les ofrecía. Y unos metros más abajo, Lennon, alzaba sus dedos en señal de victoria por más
que la estupidez fanática acabase con sus letras futuras. Dimos una nueva
oportunidad a la paz frente a su círculo del paseo de los campos de fresas y
apareció , esta vez sin metáforas, Yoko. La menudez cargada de pop y
movimientos protestas que vestían sus
espaldas caminaba pareja al recuerdo de
las utopías que siguen por cumplirse. Se hizo el silencio que apenas se atrevió
a romper el guitarrista callejero que
beatleaba la salida del sol y el paso de
cebra nos guiñó complicidades. Lo demás, carecía de importancia. Ni los museos
modernistas, ni la clínica sinaíta
curalotodo ni las estatuas ecuestres de
héroes militares, ni las nuevas sombras
que los eternos rascacielos empezaban a extender sobre la oruga en la que viajábamos.
La manzana mordida se codeaba con el piano gigante y convertían ese ángulo de
la Quinta en el mundo de los sueños para todas las edades, para todos los
bolsillos, para todas las sonrisas. Y el desfile de escenas ya rodadas en tal o
cual hotel nos salía al encuentro cada vez que la melodiosa garganta del caleño
curado en mil batallas intentaba hacerle un hueco a la cumbia entre tanta
soberbia de hormigón. En el apretón de
despedida, tras la cordialidad, me pareció que cantaba para sí el vallenato de la
suerte.
Jesús(http://defrijan.bubok.es)
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