martes, 27 de marzo de 2018


1. María, la Virgen



Desde siempre me ha parecido la imagen viva del conformismo. Más allá de la aceptación del mandato varonil, se ha visto como inmaculado icono electo por parte del Todopoderoso que la quiso como madre de todos los creyentes que siguieron y siguen a su hijo. Y en ello perdura. Y hacia su devoción se dirigen todas las advocaciones que su nombre amplía en base a las prerrogativas que la Providencia le otorga. Sumisa, como debe ser, según el dogma estipula, predica y promulga en eterna dilatación temporal. De ella se espera que su pronta aparición saque del apuro al pastor apurado que dormitaba perdido en una cueva perdida de una perdida comarca. De ella se espera que sea capaz de aguantar el martirio que infrinjan las leyes a su único hijo postulador de revoluciones no aceptadas ni ayer ni nunca. De ella se esperan favores tras el recitado escueto de su salve que apenas se recuerda y sin embargo se tiene en la recámara del apuro imprevisto. Tanto si se es creyente como si no, a su primigenio nombre se le irán añadiendo los segundos que hablen de páramos fértiles, vegas frondosas, amparos a débiles. Poco importará si lo que se le exige entra dentro de lo razonable o no. Como madre que es se le reclamará todo el auxilio sin recibir nada a cambio. En el mejor de los casos, llegada su onomástica, se la vestirá de gala para rendirle homenaje y con ello dar por cumplida la parte del contrato que a ella nos une. Del modo que se verá envuelta en una algarada que posiblemente no le cuadre con su sentir más íntimo y a la que no se atreverá a poner pegas. Verá como cada una de las féminas que le copian el nombre lleva sobre su perfil la túnica que la misma sociedad pretende aún sin ella pedirlo. Puede que sienta con ellas el mimetismo de la solidaridad cuando vea cómo sufren por un hijo o cómo gozan con su felicidad. Posiblemente siga preguntándose desde las andas procesionarias cuánto tiempo ha de pasar todavía para que la equidad baje a pie de procesión y allí se perpetúe. Mientras esas dudas permanecen, tras el sonido de las cornetas y el redoble de los tambores, de su rostro bajará una lágrima encerada hacia los siete puñales que le atraviesan el corazón año tras año. Será el momento de elevar a duras penas la mirada hacia el enrejado balcón. Una saeta se le hará cómplice y la misericordia como madre se fundirá con su manto.       

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