1. María, la Virgen
Desde siempre me ha
parecido la imagen viva del conformismo. Más allá de la aceptación del mandato
varonil, se ha visto como inmaculado icono electo por parte del Todopoderoso que
la quiso como madre de todos los creyentes que siguieron y siguen a su hijo. Y
en ello perdura. Y hacia su devoción se dirigen todas las advocaciones que su
nombre amplía en base a las prerrogativas que la Providencia le otorga. Sumisa,
como debe ser, según el dogma estipula, predica y promulga en eterna dilatación
temporal. De ella se espera que su pronta aparición saque del apuro al pastor apurado
que dormitaba perdido en una cueva perdida de una perdida comarca. De ella se
espera que sea capaz de aguantar el martirio que infrinjan las leyes a su único
hijo postulador de revoluciones no aceptadas ni ayer ni nunca. De ella se
esperan favores tras el recitado escueto de su salve que apenas se recuerda y
sin embargo se tiene en la recámara del apuro imprevisto. Tanto si se es
creyente como si no, a su primigenio nombre se le irán añadiendo los segundos
que hablen de páramos fértiles, vegas frondosas, amparos a débiles. Poco
importará si lo que se le exige entra dentro de lo razonable o no. Como madre
que es se le reclamará todo el auxilio sin recibir nada a cambio. En el mejor
de los casos, llegada su onomástica, se la vestirá de gala para rendirle
homenaje y con ello dar por cumplida la parte del contrato que a ella nos une. Del
modo que se verá envuelta en una algarada que posiblemente no le cuadre con su
sentir más íntimo y a la que no se atreverá a poner pegas. Verá como cada una
de las féminas que le copian el nombre lleva sobre su perfil la túnica que la
misma sociedad pretende aún sin ella pedirlo. Puede que sienta con ellas el mimetismo
de la solidaridad cuando vea cómo sufren por un hijo o cómo gozan con su
felicidad. Posiblemente siga preguntándose desde las andas procesionarias
cuánto tiempo ha de pasar todavía para que la equidad baje a pie de procesión y
allí se perpetúe. Mientras esas dudas permanecen, tras el sonido de las
cornetas y el redoble de los tambores, de su rostro bajará una lágrima encerada
hacia los siete puñales que le atraviesan el corazón año tras año. Será el momento
de elevar a duras penas la mirada hacia el enrejado balcón. Una saeta se le
hará cómplice y la misericordia como madre se fundirá con su manto.
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