1. Blanquita
Acaban de
sonar las doce en el reloj de la torre y las llaves se mueven inquietas en sus
manos. Abre la verja y desciende lentamente hacia el atrio para repetir el
ritual al que tan acostumbrados nos tiene. Sobre sus espaldas, aquellas noches
de verano en las que las infancias nos sentíamos cómplices ante sus lúdicas proposiciones alrededor de la fuente.
Lleva en las venas la labor docente que llegó de Segovia y se afianzó y perpetuó
más allá de las acreditaciones. De ella surgirá la ironía en busca de la
aceptación acorde a su nivel. Simulará su media sonrisa ante la falta de
respuesta de quien desconocedor se sienta agraviado sin serlo. Ha visto
discurrir el tiempo y se aferra al tintineo del rito para darle a la ceremonia el
lugar que merece. A sus yemas se adherirán los botones repicadores que anuncien
al adviento en puertas. Mirará desde las alturas sin la petulancia que su misma
altura anticipa de modo injusto, equívoco, confuso. Nació en la época de las
renuncias y desde ellas sobrevive como cigüeña de paso y sin embargo
permanente. Sigue prestando oídos sordos
a quienes se mostraron comprensivos con el desafino de sus trinos corales en
mitad del ofertorio. Y, como si del destino no esperase mejor trato, abanica
las amistades, las trenza, las almidona y las permeabiliza. Quién sabe la de
veces que habrá abierto su diario y habrá sonreído ante las líneas en blanco
que restan por completar. El paralelismo del pudo haber sido y del fue se
mostrará magnánimo con ella para llevarle la mano en la caligrafía de su propia
redacción. Nada sería más decepcionante para ella misma que saltarse las dos
rayas y legar emborronada la redacción de su vida en el resto de la libreta. Su
lugar en la línea del tiempo estará mimetizado por el rumor del agua que tantas
mañanas la fue despertando. Del frío ya se encargaron quienes buscaron doblegarla
y sólo ella sabe si consiguieron su propósito o perdieron la disputa. Si alguna
vez regresáis a las noches añoradas por los juegos infantiles, girad la vista.
Allí, sentada sobre el banco que precede al ventanal de la alambrera, perdura
su estampa. Seguramente sentiréis el deseo de volver a oírla declamar el “musa,
tataramusa, jarrico mear, un pellizquito en el culo y echar a volar”. Entonces,
solo entonces comprobaréis que gracias a Blanquita el verano tuvo un sabor que
notaréis eterno por lejano que parezca.
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