1.
Simón el sefardita
Llegaron desde los despojos los textos apócrifos que fueron
negados por las tiaras para no ver derrotados a sus postulados impuestos. Así
que los guardó celosamente a las miradas ajenas aquel sefardita que sobrevivía
en los brazos del miedo ante el implacable juicio del delator acechante. De
modo, que en las noches de vigilia, tras las tupidas cortinas de su trastienda
comenzó a hojear las verdades expuestas. Pasó revista a los textos y al llegar
a Noé, algo le llamó la atención de manera especial. No fue quien eligió a las
parejas de animales prediluvianos, sino más bien, cada animal aportó sus
méritos para verse salvado ante la inminente ruina torrencial. De modo que la
cabra adujo su inteligencia, don de mando, orgullo, constancia. Y fue aceptado.
Vino después el carnero y abogó por su ironía, practicidad, valor de la amistad,
sentido lógico, fuerza. Y tras ciertos momentos de duda, fue aceptado también.
Le siguió el toro que vino a justificarse en base a su fortaleza, entrega,
comprensión y vulnerabilidad oculta. No tuvo dudas, Noé, y le dio paso de
inmediato. Así se iba completando la nave que esperaba a los grises del cielo
profetizados. Mientras, Simón, el judío inquieto, trazaba las líneas de los
bocetos que acabarían formando parte de las ilustraciones de su futura
traducción a expensas de verse condenado a las llamas. Sabía de las
fluctuaciones del ánimo que aquellos prelados gemelos caprichosos esparcían
entre los súbditos a los que atemorizaban con proclamas de excomuniones. No
obstante su deseo superaba a los temores y decidió seguir con las lecturas de
vigilias a las que poner imagen. Así que vio presentarse al león que
sencillamente, soberanamente, exigió su hueco. Traía en su cabeza la corona que
hablaba por él y ningún mérito añadido era necesario mostrar. Y así pasó. Las
virginales maderas de arca comenzaban a mostrar los equilibrios en la balanza
que los balanceos que tal trasiego de seres animados provocaba. Noé miró al
frente y desde sus pies, el escorpión
asomó sus pinzas y retrasó el aguijón. Dijo ser merecedor del hueco por su
pulcritud, sentido colaborador, capacidad de sacrificio. Al preguntarle por la
intensidad de su veneno, dijo que no recordaba la última vez que lo usó. Mentía
y se le notaba. Jamás llegó a hacerlo. De modo que a paso vivo entró. Vino tras
él, como despistado, caminando de espaldas, el cangrejo. Acababa de salir de un
nuevo naufragio entre las rocas habituales y no pedía nada. Sencillamente, Noé,
lo vio tan desvalido que le supuso
méritos suficientes y le abrió paso. Y entonces un galopar se abrió
hueco. Era el centauro quien se presentaba con el torso erguido. Prendido de
él, un arco con flechas llamó la atención del patriarca y al preguntarle por
ello, la respuesta sirvió como
pasaporte. Dijo llevarlas para protegerse cuando a todas luces mostraban
inmaculado uso por no haberlas usado jamás. No hizo falta añadir más. Pasó y
ocupó su hueco. Y entonces comenzó el diluvio. Llovió y llovió y llovió. Y ya
cuando el arca comenzó a flotar, todos oyeron el chapoteo de las escamas.
Prestaron atención y comprobaron que los peces seguían la estela que las
maderas marcaban. No es que retrasaran su llegada, no. Sencillamente
prefirieron ceder espacios a quienes no tenían la posibilidad de sobrevivir
nadando. Dicen que se les adivinaban los saltos de gozo cada vez que la nave
sorteaba la agresión del terreno montañoso al que las aguas la enviaban. Pasaron los cuarenta días y cuando la calma
llegó, lentamente fueron saliendo. Vieron de lejos a unas aletas que les daban
de nuevo la bienvenida mientras tomaban la senda que los ríos trazaron. Esa noche,
acabada la lectura, Simón el sefardita, supo por fin la verdadera naturaleza
del ser humano y guardó para sí el
manuscrito encontrado. Cuenta la leyenda que cada vez que alguien mira a los
ojos, oye el susurro en su interior de una voz que le anticipa lo que muestran.
Dicen que suena a castellano antiguo y no es difícil entenderla.
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