martes, 8 de abril de 2014


 

1.     Simón el sefardita

Llegaron desde los despojos los textos apócrifos que fueron negados por las tiaras para no ver derrotados a sus postulados impuestos. Así que los guardó celosamente a las miradas ajenas aquel sefardita que sobrevivía en los brazos del miedo ante el implacable juicio del delator acechante. De modo, que en las noches de vigilia, tras las tupidas cortinas de su trastienda comenzó a hojear las verdades expuestas. Pasó revista a los textos y al llegar a Noé, algo le llamó la atención de manera especial. No fue quien eligió a las parejas de animales prediluvianos, sino más bien, cada animal aportó sus méritos para verse salvado ante la inminente ruina torrencial. De modo que la cabra adujo su inteligencia, don de mando, orgullo, constancia. Y fue aceptado. Vino después el carnero y abogó por su ironía, practicidad, valor de la amistad, sentido lógico, fuerza. Y tras ciertos momentos de duda, fue aceptado también. Le siguió el toro que vino a justificarse en base a su fortaleza, entrega, comprensión y vulnerabilidad oculta. No tuvo dudas, Noé, y le dio paso de inmediato. Así se iba completando la nave que esperaba a los grises del cielo profetizados. Mientras, Simón, el judío inquieto, trazaba las líneas de los bocetos que acabarían formando parte de las ilustraciones de su futura traducción a expensas de verse condenado a las llamas. Sabía de las fluctuaciones del ánimo que aquellos prelados gemelos caprichosos esparcían entre los súbditos a los que atemorizaban con proclamas de excomuniones. No obstante su deseo superaba a los temores y decidió seguir con las lecturas de vigilias a las que poner imagen. Así que vio presentarse al león que sencillamente, soberanamente, exigió su hueco. Traía en su cabeza la corona que hablaba por él y ningún mérito añadido era necesario mostrar. Y así pasó. Las virginales maderas de arca comenzaban a mostrar los equilibrios en la balanza que los balanceos que tal trasiego de seres animados provocaba. Noé miró al frente  y desde sus pies, el escorpión asomó sus pinzas y retrasó el aguijón. Dijo ser merecedor del hueco por su pulcritud, sentido colaborador, capacidad de sacrificio. Al preguntarle por la intensidad de su veneno, dijo que no recordaba la última vez que lo usó. Mentía y se le notaba. Jamás llegó a hacerlo. De modo que a paso vivo entró. Vino tras él, como despistado, caminando de espaldas, el cangrejo. Acababa de salir de un nuevo naufragio entre las rocas habituales y no pedía nada. Sencillamente, Noé, lo vio tan desvalido que le supuso  méritos suficientes y le abrió paso. Y entonces un galopar se abrió hueco. Era el centauro quien se presentaba con el torso erguido. Prendido de él, un arco con flechas llamó la atención del patriarca y al preguntarle por ello, la respuesta  sirvió como pasaporte. Dijo llevarlas para protegerse cuando a todas luces mostraban inmaculado uso por no haberlas usado jamás. No hizo falta añadir más. Pasó y ocupó su hueco. Y entonces comenzó el diluvio. Llovió y llovió y llovió. Y ya cuando el arca comenzó a flotar, todos oyeron el chapoteo de las escamas. Prestaron atención y comprobaron que los peces seguían la estela que las maderas marcaban. No es que retrasaran su llegada, no. Sencillamente prefirieron ceder espacios a quienes no tenían la posibilidad de sobrevivir nadando. Dicen que se les adivinaban los saltos de gozo cada vez que la nave sorteaba la agresión del terreno montañoso al que las aguas la enviaban.  Pasaron los cuarenta días y cuando la calma llegó, lentamente fueron saliendo. Vieron de lejos a unas aletas que les daban de nuevo la bienvenida mientras tomaban la senda que los ríos trazaron. Esa noche, acabada la lectura, Simón el sefardita, supo por fin la verdadera naturaleza del ser  humano y guardó para sí el manuscrito encontrado. Cuenta la leyenda que cada vez que alguien mira a los ojos, oye el susurro en su interior de una voz que le anticipa lo que muestran. Dicen que suena a castellano antiguo y no es difícil entenderla.

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