La gratitud del perdón
Supo desde el mismo instante en que el arrojo del hartazgo la
impulsó al error cometido. Las palabras que minutos antes hubiese desconocido
por ella pronunciadas regresaban a lastimar a sus propios oídos que pugnaban
por cerrarse ante el daño esparcido. Quizá fuese el cansancio el que alentó a
la ofensa y en ella se escudaba para no reconocer el error cometido. Lo había
herido, como sólo es capaz de herir el desencanto acumulado en las vísperas de
la ficción a la que encamina la falta de dedicación. Miles de propuestas que
fueron postergándose alzaron una cortina
invisible de adoquines silenciosos que rumiaron en las madrugadas. Aquellos dos
seres se necesitaban más de lo que estaban dispuestos a admitirse cuando los orgullos
blandían aceros en el duelo de la absurda victoria. Por eso, ahora que el
remanso del tiempo había tendido un meandro de calma al aprendizaje constante,
la duda comenzaba a disolverse. Se seguían soñando como siempre lo hiciesen y
pocas reconociesen. Los detalles traían al presente voces, roces,
complicidades. Y en ellos, estos dos que se necesitaban más de lo que estaban
dispuestos a reconocerse, albergaban la esperanza de que el otro abanderase el
camino hacia el perdón. No había nada que se les interpusiese que mereciese la pena tener en cuenta. Así
que aquella tarde, cuando los cerezos empezaban a teñir a la primavera,
renacieron para sí mismos. Sin haberlo acordado, dos teclados marcaron a la par
las nueve cifras. El ensayo silencioso de las palabras a lanzar se atropellaba
ante el auricular expectante. Un repetitivo tono monocordemente rápido
retrasaba el alzado del telón que tanto soñaban. Volvieron las dudas y minutos
después salieron a buscarse. Les pareció una osadía el acto que el temor
asomaba al precipicio de la duda, a la sima de un nuevo rechazo. No hubo tal.
Como guiados por la mano invisible del destino caprichoso, en la esquina que
coronaba una cabina en desuso, se fueron a encontrar. No fueron necesarias las
palabras que innecesarias resultan cuando las miradas hablan. Sabían que el
tiempo sin el otro lo había ganado para sí la ingratitud de la culpa y no
estaban dispuestos a volverse a dejar arrebatar el futuro. Esta tarde, unos
inocentes dedos, agobiados por las obligatoriedades que hurtan ocios a sus años
infantiles intentan plasmar en un folio un trabajo cuyo título es “El perdón”.
Mañana han de llevarlo a clase y quieren sacar buena nota. Seguro que lo
consiguen.
Jesús(defrijan)
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