lunes, 7 de abril de 2014


 

   La gratitud del perdón

Supo desde el mismo instante en que el arrojo del hartazgo la impulsó al error cometido. Las palabras que minutos antes hubiese desconocido por ella pronunciadas regresaban a lastimar a sus propios oídos que pugnaban por cerrarse ante el daño esparcido. Quizá fuese el cansancio el que alentó a la ofensa y en ella se escudaba para no reconocer el error cometido. Lo había herido, como sólo es capaz de herir el desencanto acumulado en las vísperas de la ficción a la que encamina la falta de dedicación. Miles de propuestas que fueron postergándose  alzaron una cortina invisible de adoquines silenciosos que rumiaron en las madrugadas. Aquellos dos seres se necesitaban más de lo que estaban dispuestos a admitirse cuando los orgullos blandían aceros en el duelo de la absurda victoria. Por eso, ahora que el remanso del tiempo había tendido un meandro de calma al aprendizaje constante, la duda comenzaba a disolverse. Se seguían soñando como siempre lo hiciesen y pocas reconociesen. Los detalles traían al presente voces, roces, complicidades. Y en ellos, estos dos que se necesitaban más de lo que estaban dispuestos a reconocerse, albergaban la esperanza de que el otro abanderase el camino hacia el perdón. No había nada que se les interpusiese  que mereciese la pena tener en cuenta. Así que aquella tarde, cuando los cerezos empezaban a teñir a la primavera, renacieron para sí mismos. Sin haberlo acordado, dos teclados marcaron a la par las nueve cifras. El ensayo silencioso de las palabras a lanzar se atropellaba ante el auricular expectante. Un repetitivo tono monocordemente rápido retrasaba el alzado del telón que tanto soñaban. Volvieron las dudas y minutos después salieron a buscarse. Les pareció una osadía el acto que el temor asomaba al precipicio de la duda, a la sima de un nuevo rechazo. No hubo tal. Como guiados por la mano invisible del destino caprichoso, en la esquina que coronaba una cabina en desuso, se fueron a encontrar. No fueron necesarias las palabras que innecesarias resultan cuando las miradas hablan. Sabían que el tiempo sin el otro lo había ganado para sí la ingratitud de la culpa y no estaban dispuestos a volverse a dejar arrebatar el futuro. Esta tarde, unos inocentes dedos, agobiados por las obligatoriedades que hurtan ocios a sus años infantiles intentan plasmar en un folio un trabajo cuyo título es “El perdón”. Mañana han de llevarlo a clase y quieren sacar buena nota. Seguro que lo consiguen.
Jesús(defrijan)

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