jueves, 24 de abril de 2014


      Un apellido vasco

Es el que figura en mi árbol genealógico, tal y como me indicaron en una ocasión. Ochoa, para ser más concretos. De modo que la casualidad, o la inercia de la publicidad, o la vorágine de las masas me llevaron a la sala en la que se proyectaba la película que añade siete apellidos más al título. Si, según los expertos, las cifras recaudatorias hablan por sí solas del mérito de la misma, no se trataba de ser el adalid de la negación ante tales evidencias de acierto. Cierto es que entre los dramas que la vida diaria nos ofrece con juicios a jueces que juzgan a culpables que acabarán siendo declarados inocentes mientras los inocentes pagan  culpas ajenas, la saturación de bilis provoca tal hastío que la recompensa de la comedia siempre es bienvenida. De modo que allí, parapetado en la oscuridad presté atención. Eso sí, sin palomitas ni aderezos americanizados que suelen distraer de la pantalla. Y comenzó por Sevilla el enredo cómico que llevaría a Euskadi al resto del argumento para regresar al Guadalquivir definitivamente. A momentos de risa siguieron otros de pausa y otros de exhibición de tópicos como concesionarios del estereotipo meridiano del país. A parte dejaré las reflexiones políticas que se exhibieron desde el papel  bufonado y centrándome sólo en el esquema cinematográfico diré que es una comedia correcta. Que permite reírte por no llorar y que da por bien amortizados los euros que cuesta su entrada. Lo de menos es si la calidad responde a los mínimos exigidos. Eso, amigos míos, hace años que dejó de considerarse como prueba selectiva a la hora de filmar. A todas luces, la versión española  de Ignatius  J. Reilly , dejó bien clara la opción de tomar como guion una obra maestra como es “La conjura de los necios”. Al menos en su debut mantuvo la calidad que en las sucesivas secuelas dejó paso a la recaudación y en ello sigue pagando el precio de la chabacanería fácil. No seré yo quien promueva nuevas vías de inversión o creación dentro del noble arte de la cinematografía. Pero no dejo de preguntarme por la posibilidad de interrogar al infinito por las valoraciones que les merecen a los genios que elevaron a la categoría de insignes a las películas inmortales. Me da la sensación de que estamos tan acostumbrados a las medianías, que cualquier opción que supere mínimamente ese listón, nos parece algo excepcional, y así nos va. De cualquier modo, si tengo que elegir entre una comedia voluntariosa y un drama real en el que los actores protagonistas abusan de su papel para reírse de los espectadores, prefiero la comedia.  Pero atentos por si dentro de nada empiezan a aparecer los brotes de nuevos apellidos que pretendan jugar con las ganas de aquellos que necesitan reírse por no llorar.     

         Jesús(defrijan)

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