Las barberías
Han vuelto y se esparcen por doquier a modo de esporas de helechos en el
amplio espectro que la moda diseña. Barberías, y punto. Nada de peluquerías, ni
salones de belleza, que tanto tiempo difuminaron el auténtico valor de la
artesanía capilar en manos de expertos. Cambiantes rumbos los que fueron
sucediéndose hasta llegar a ser lo que ahora vuelven a ser. Unos tronos de
recias formas en los que el osado se convierte en señor a manos del fígaro de
turno. Nada de baberos con bolsillos sobre los que depositar las tijeras o
encerrar las navajas. Nada de estanterías acristaladas en las que el bote de Floyd se daba codazos con las lacas
buscando su mejor perfil cara al cliente. Y la luna, esa inmensa luna sobre la
que nuestro simétrico empezaba a interrogarse de modo silencioso sobre cuál
sería el resultado último de aquella puesta a punto de los cabellos. Y sobre la
acera, el cilindro tricolor afrancesado dando gritos silenciosos sobre la labor
que dentro se ejerce. Tras el giratorio, el tintineo de las manos de aquel que
tatuado sigue acorde a la moda y se dispone a dar cumplida cuenta de sus
habilidades. El brazo soportando el peso de la badana sobre la que buscar
afilado el acero navajil. Una mano sujetando el rostro y otra deslizándose
suavemente sobre los carrillos. Y el ritual retrocediendo en el recuerdo a aquellas tardes en las que las tertulias se
esparcían con las boinas colgadas del perchero de turno. Polvos de talco a modo
de pátina eliminadora de picores mientras la brocha se ahogaba en el cacillo
espumoso del jabón rampante. Y la radio, aquella radio con dimensiones
decamétricas, como convidada de piedra muda, para dar un toque vintage a lo que
nunca volverá a ser auténtico. Cuestión de modas por encima del cepillo
recolector de greñas pluviosas sobre las baldosas de aquellos reductos. Puede que si algunos de los clientes actuales
tuviesen la oportunidad de inmiscuirse en aquellas jornadas de manos del hoy
descubrirían los mil porqués de su existencia. Una existencia que a menudo se
construye con los pilares tan desgastados por el olvido como pulidos por la
perdurabilidad. Esas barberías, esos tabernáculos de la tertulia sabia de
generaciones precedentes, han decidido hacerse oír. Ni ellas mismas saben
cuánto les durará el auge y tampoco les importa. En la propia condición humana
está el hecho renovador de cambiar para seguir definitivamente, siendo lo que
somos. Ahora que mi cráneo no necesita de su periódica visita, ahora, es cuando
más necesitaría de su presencia para dar testimonio de un tiempo que sigue
siendo tricolor y oliendo a colonia a granel.
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