De Profundis
Hay que estar preparado o dejarla pasar. No, no
es aconsejable echarse sobre tus pupilas como paso previo a la asimilación
lectora, semejante obra. Y no es que Óscar Wilde no merezca ser leído una y mil
veces; pero casi es preferible optar por alguno de sus maravillosos cuentos o
por el “Retrato de Dorian Gray” si no queremos privarnos de la magnificencia de
su pluma. No, no optemos por “De profundis” si no somos capaces de entender
cómo el amor acaba siendo vencido por la razón de una sociedad que se muestra
implacable con aquellos sentimientos que se le escapan de su control. Si no
somos capaces de asumir que el amor camina por una senda de dirección única y
doble sentido en la que aquellos que lo sientan a la vez podrán coincidir, no estaremos
preparados para entender y solidarizarnos con esta epístola. Una epístola que
desde la soledad carcelaria lanzó Óscar a modo de desagravio hacia quien no se
reconoció inferior en el sentir y superior en la frivolidad. De nada sirvieron
sus oropeles o su posición social si en su fuero interno aquel insensible
amante se sabía en deuda y no lo admitía. Tuvo que ser la fuerza de la ley la
que acabase poniendo fin a aquel amor sodomita que quitaba lustre a un apellido
escudado en dignidades. Y como moneda de cambio, la prisión. Y como resultado
final, el desahogo del genio. Tiempo de reflexión y de miradas al espejo en las
que se volvió a ver cómo era realmente. Darse cuenta del daño recibido tuvo como consecuencia el
nacimiento de semejante monólogo. Con calma, así hay que paladear al genio. Con
calma, silencio y pausa para poder entender esa resurrección, esa subida desde
los infiernos de quien decidió dejarse llevar sin medir las consecuencias
legales que ello le acarrearía. Vidas del día a día que se envuelven en lienzos
de caprichos sin esperar nada porque no hay nada que esperar. Y como fondo del
escenario, la corrección en la conducta que la sociedad impone. Tanto mayor es
el yugo cuanto mayor es el deseo de quitártelo si te empecinas en no querer ver
los nudos gordianos que lo atenazan a tu cerviz. Sólo te quedará el consuelo
plañidero de lanzar a voz alzada o callada el propio monólogo que a pocos
interesará más allá de la lástima. Hay que ser un genio para convertir en obra
magistral un desencanto, y eso, amigos míos, eso, sólo está al alcance de los
privilegiados que tienen reservado un sitial en el Olimpo de las letras. Óscar
Wilde, de nuevo, dejó clara constancia de lo que significa sentir y ser capaz
de ponerlo por escrito, por mucho dolor que destilase la obra que da título a
esta reflexión.
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