Miguel
Martínez Iranzo
Como si
el tiempo quisiera regresar de aquellos años, así se presentó. Más de cuarenta
han pasado desde que las aulas enclaustrasen esperanzas y dejasen volar
inquietudes. Más de cuarenta que supusieron una crónica de aquella adolescencia
de fríos y distancias. Más de cuarenta, que en la brevedad que proporciona la tecnología,
regresaron de golpe y a tono. “Sí, soy yo a quien describes” me dijo y a partir
de ese momento las notas del recuerdo cobraron vida. De modo que la curiosidad
innata me llevó a seguir su trayectoria y amén de academicismos cum laude, la
música volvió a manifestarse. De nada valían las escusas que la pereza ofrecía
si se trataba de volver a pisar los adoquines de la Calle Real y acceder a aquel
reciento que tantas tardes de manuscritas copias enciclopédicas nos acumuló.
Poco importaba el viento gélido que se negaba a decir adiós al invierno. Poco
importaba si detrás de una sonrisa de bienvenida los acordes se anticipaban
como anfitriones. Y así, pertrechado tras una guitarra, desde la cercanía de
sus cercanos, comenzó el recital. Desgranó melodías de juventud que nos eran
comunes y las imágenes volvieron a pasear por la Alameda de Utiel buscando aquellos ojos cómplices que callaban el sí.
Los arpegios se apiñaban tras sus yemas y de su garganta salían las versiones
personales de los poetas que tantas letras pusieron a nuestros sueños. Aquella voz
que erizaba la piel en el ofertorio volvía a erizarla desde la ofrenda que un
público entregado recogía con cariño. No, no hubo distancia separadora entre él
y nosotros; no era posible, ni se precisaba. No había un ápice de soberbia en quien
se sabía uno más siendo de los que más galardones ha acumulado. Amancio Prada,
Serrat, Rosana, Los Secretos, John Denver, Adriano Cellentano, fueron dejando
hueco a Miguel que supo extraer de toda aquella juventud un puente hacia la
madurez digno de admiración. Por una vez, por extraño que resulte, alguien fue
profeta en su tierra y de su tierra hizo gala. Por una vez, y que sirva de precedente,
el regreso a la voz de aquellos años, fue el salvoconducto hacia la respuesta
al interrogante vital. No os lo perdáis, si tenéis una edad parecida a la mía,
no os lo perdáis. Y si vuestra edad difiere, tampoco os lo perdáis. Entenderéis
de una vez para siempre el concepto aglutinador del humanista que durante el
día razona y sobre el crepúsculo siente. Posiblemente el precio que paguéis os
resulte insignificante; tres mil seiscientos segundos son una ridiculez si de
lo que se trata es de comprobar cómo un vicerrector se viste de juglar y
regresa a tu vida para demostrar cuánta razón tenías al suponerle su futuro.
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