viernes, 19 de mayo de 2017

El Quijote


No es que sea la lectura más recomendable por más méritos que acumule para serlo. Y no lo es por su misma naturaleza aglutinadora de diversidad múltiple. El adolescente que se vea obligado a leerla buscará las aventuras más o menos inocentes, más o menos risueñas, más o menos creíbles. Trivializará sobre los personajes antagónicamente expuestos y puede que meramente se quede con el poso de la anécdota. Pensará que la edad adulta conlleva un cierto grado de locura admisible y que el exceso de lectura por parte de Alonso Quijano deja a las claras lo pernicioso que resulta semejante afición. ¡Cuidado, mucho cuidado, con abocarlos a la confusión! Si quien se convierte en lector traspasa el meridiano de su vida,  la versión que le llegará desde las letras será la de un recorrido por lugares y costumbres que cualquier geolocalizador  invitará a recorrer en una próxima escapada festiva. El “yo pasé por allí” le aportará un plus en su bagaje cultural del que se sentirá ufano cuando llegue el momento de la tertulia. Analizará desde el pupitre de las viandas bien regadas el solaz de las tierras candentes bajo el sol abrasador y seguirá sonriendo ante los molinos cuando el selfie de turno deje constancia a futuro. Si el lector quijotesco sobrepasa ampliamente los tres cuartos de su vida quizás debería plantearse seguir hasta el final o dejarlo pasar. Aquellos textos que antes le parecieron divertidos, amenos, aventureros, inocentes, se habrán convertido en un fiel reflejo de los vicios permanentes de un entorno cambiante pero no mutable. Sabrá que las virtudes que pregonase Cervantes siguen tomándose a risa y que de la virtud se hace mofa. Verá cómo cualquier botarate secundario de ayer cobra vida y rostro en uno del presente y todo sigue como estaba. Tendrá constancia plena de que aquello que aprehendió como valores en otros zurrones encontraron un orificio por el que escapar y nadie se preocupa de recogerlos. Sabrá que la condición humana se animaliza cada vez que damos paso al tener y olvidamos el ser. Locos que desde su cuerda locura harán lo imposible por poner remedio a tanto desmán seguirán siendo tomados a broma. Y todo seguirá su curso hacia un final tan previsible como el de la propia novela. Así que una vez dispuestos a la locura abogo por la inversión personal del lector que se acerque a ella. El anciano que la lea como si de una novela de aventuras se tratase; el joven, como si de un estudio sociológico fuera y así evitarse sorpresas; el intermedio, que decida por sí mismo si perder por completo la cabeza y recuperar con ello la inocencia de aquellos años que acaba de dejar atrás o embarcarse en una travesía con destino a un puerto llamado inconformismo. De la opción que elija sacará provecho y trazará de su misma existencia el perfil de un personaje al que don Miguel habría dado cabida. 

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