El Quijote
No es que sea la lectura más recomendable por más
méritos que acumule para serlo. Y no lo es por su misma naturaleza aglutinadora
de diversidad múltiple. El adolescente que se vea obligado a leerla buscará las
aventuras más o menos inocentes, más o menos risueñas, más o menos creíbles. Trivializará
sobre los personajes antagónicamente expuestos y puede que meramente se quede
con el poso de la anécdota. Pensará que la edad adulta conlleva un cierto grado
de locura admisible y que el exceso de lectura por parte de Alonso Quijano deja
a las claras lo pernicioso que resulta semejante afición. ¡Cuidado, mucho
cuidado, con abocarlos a la confusión! Si quien se convierte en lector traspasa
el meridiano de su vida, la versión que
le llegará desde las letras será la de un recorrido por lugares y costumbres
que cualquier geolocalizador invitará a
recorrer en una próxima escapada festiva. El “yo pasé por allí” le aportará un
plus en su bagaje cultural del que se sentirá ufano cuando llegue el momento de
la tertulia. Analizará desde el pupitre de las viandas bien regadas el solaz de
las tierras candentes bajo el sol abrasador y seguirá sonriendo ante los
molinos cuando el selfie de turno deje constancia a futuro. Si el lector
quijotesco sobrepasa ampliamente los tres cuartos de su vida quizás debería plantearse
seguir hasta el final o dejarlo pasar. Aquellos textos que antes le parecieron
divertidos, amenos, aventureros, inocentes, se habrán convertido en un fiel
reflejo de los vicios permanentes de un entorno cambiante pero no mutable.
Sabrá que las virtudes que pregonase Cervantes siguen tomándose a risa y que de
la virtud se hace mofa. Verá cómo cualquier botarate secundario de ayer cobra
vida y rostro en uno del presente y todo sigue como estaba. Tendrá constancia
plena de que aquello que aprehendió como valores en otros zurrones encontraron
un orificio por el que escapar y nadie se preocupa de recogerlos. Sabrá que la
condición humana se animaliza cada vez que damos paso al tener y olvidamos el
ser. Locos que desde su cuerda locura harán lo imposible por poner remedio a
tanto desmán seguirán siendo tomados a broma. Y todo seguirá su curso hacia un
final tan previsible como el de la propia novela. Así que una vez dispuestos a
la locura abogo por la inversión personal del lector que se acerque a ella. El
anciano que la lea como si de una novela de aventuras se tratase; el joven,
como si de un estudio sociológico fuera y así evitarse sorpresas; el intermedio,
que decida por sí mismo si perder por completo la cabeza y recuperar con ello
la inocencia de aquellos años que acaba de dejar atrás o embarcarse en una
travesía con destino a un puerto llamado inconformismo. De la opción que elija
sacará provecho y trazará de su misma existencia el perfil de un personaje al
que don Miguel habría dado cabida.
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