lunes, 8 de mayo de 2017

La Traviata


Supongo que fue la curiosidad la que me llevó a asistir a la representación operística a la que Verdi dio forma sobre la base de “La Dama de las Camelias” de Alejandro Dumas. Quiero pensar que la sorpresa inicial al ver cómo una orquesta de cámara se situaba en el rincón diestro del escenario no fue más que un anticipo de lo que minutos después vendría. Un excelente grupo denominado Eutherpe daba sentido a las cuerdas, metales, y coro, batutados por Francisco Valero-Terribas con suma maestría desde una minúscula tarima que en nada interfería con la representación. Y así, como si nada pudiese detener el festivo comienzo de la representación, Violeta, enfundada en el rojo que Carmen Avivar expandía sobre el escenario, la obra comenzó a rodar. Pronto se fueron sumando al argumento el enamorado Alfredo interpretado por Néster Martorell y todos aquellos que desde sus variadas escalas vocálicas dieron rienda suelta al romanticismo de la obra. Obra que como toda aquella que se tilda de romántica sabe que su comienzo festivo irá decantándose hacia un final  trágico. Como si el destino no fuese capaz de aceptar un final feliz en una historia de amor con Paris de fondo. Como si la punitiva penitencia cayese inmisericorde sobre quienes se dejan arrastrar por la pasión. Como si la tuberculosis fuese elegida como verdugo de aquel sentir que los años siguen manteniendo presente. Idas y venidas sobre el libreto en el que Germont, Flora, Annina, Gastone, Giuseppe, Marchese, Barone y Dottore tenían acertada réplica en Valentín Petrovici, Amparo Zafra, José Manuel Delicado y Manuel Torada. Dualidades sobre las que construir un magnífico espectáculo sin un mínimo pero que alegar en su contra. Llegó a parecer que sobre la ribera diestra del bulevar sur se exhibía una obra grabada por su real y concisa ejecución. Nadie parpadeaba y en el mejor de los casos, butacas a la derecha, algunos párpados se bañaban solidarios con el infortunio de los protagonistas. Hermosa, muy hermosa, la obra disfrutada. Por primera vez, que yo recuerde, el descanso estuvo sobrado de minutos. Nadie quiso perderse la reanudación a sabiendas de que la ocasión era única y como tal debía disfrutarse. Quedó de manifiesto el concepto de inmortalidad que tantas veces se diluye en las medianías cotidianas con las que se nos intenta complacer. La escena precisa de actos que nos envuelvan en el halo de la credibilidad y esta vez sirvió de precedente. Una vez más la Rambleta supo ejercer de camaleónico espacio y poner al alcance de todos lo que suele ser patrimonio de los bisones.

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