La
Traviata
Supongo
que fue la curiosidad la que me llevó a asistir a la representación operística
a la que Verdi dio forma sobre la base de “La Dama de las Camelias” de
Alejandro Dumas. Quiero pensar que la sorpresa inicial al ver cómo una orquesta
de cámara se situaba en el rincón diestro del escenario no fue más que un
anticipo de lo que minutos después vendría. Un excelente grupo denominado
Eutherpe daba sentido a las cuerdas, metales, y coro, batutados por Francisco Valero-Terribas
con suma maestría desde una minúscula tarima que en nada interfería con la
representación. Y así, como si nada pudiese detener el festivo comienzo de la
representación, Violeta, enfundada en el rojo que Carmen Avivar expandía sobre
el escenario, la obra comenzó a rodar. Pronto se fueron sumando al argumento el
enamorado Alfredo interpretado por Néster Martorell y todos aquellos que desde
sus variadas escalas vocálicas dieron rienda suelta al romanticismo de la obra.
Obra que como toda aquella que se tilda de romántica sabe que su comienzo festivo
irá decantándose hacia un final trágico.
Como si el destino no fuese capaz de aceptar un final feliz en una historia de
amor con Paris de fondo. Como si la punitiva penitencia cayese inmisericorde sobre
quienes se dejan arrastrar por la pasión. Como si la tuberculosis fuese elegida
como verdugo de aquel sentir que los años siguen manteniendo presente. Idas y
venidas sobre el libreto en el que Germont, Flora, Annina, Gastone, Giuseppe,
Marchese, Barone y Dottore tenían acertada réplica en Valentín Petrovici,
Amparo Zafra, José Manuel Delicado y Manuel Torada. Dualidades sobre las que
construir un magnífico espectáculo sin un mínimo pero que alegar en su contra.
Llegó a parecer que sobre la ribera diestra del bulevar sur se exhibía una obra
grabada por su real y concisa ejecución. Nadie parpadeaba y en el mejor de los
casos, butacas a la derecha, algunos párpados se bañaban solidarios con el
infortunio de los protagonistas. Hermosa, muy hermosa, la obra disfrutada. Por
primera vez, que yo recuerde, el descanso estuvo sobrado de minutos. Nadie
quiso perderse la reanudación a sabiendas de que la ocasión era única y como
tal debía disfrutarse. Quedó de manifiesto el concepto de inmortalidad que
tantas veces se diluye en las medianías cotidianas con las que se nos intenta
complacer. La escena precisa de actos que nos envuelvan en el halo de la
credibilidad y esta vez sirvió de precedente. Una vez más la Rambleta supo
ejercer de camaleónico espacio y poner al alcance de todos lo que suele ser
patrimonio de los bisones.
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