Dad de beber al sediento
Y como tal se ha de cumplir semejante misericordia desde el imperativo
verbal por mandato divino. Ese trasiego hacia las papilas gustativas del
líquido elemento necesita de un aprendizaje, de una evolución, de una elección,
de una decisión. Así que desde aquellas mesas cubiertas de hules multicolores
fuimos degustando el sabor que el vino nos legaba bajo las burbujas carbónicas
que dulcificaban sus acideces. Era un ritual más que se seguía al pie de la
letra. De la cooperativa a la garrafa, de la garrafa a la botella, de la
botella al vaso de duralex. A los expertos se les reservaba el lucimiento del caño
que la caída libre desde el porrón proporcionaba y los aprendices tomábamos
buena nota. La bota quedaba para las salidas campestres y mientras tanto aguardaba
paciente en la alacena. Crecimos y el vino se nos fue apareciendo con
denominaciones de origen y codeándose con licores más sugerentes, más de tubo
largo y helado, a los que combinar para
dar sensación de dominio. Innumerables marcas que se disputaron nuestra
atención y entre las empezamos a descubrir el valor intrínseco de la copia
barata dieron buena cuenta de noches festivas. Era puro trámite y la enseñanza
seguía su curso. Se fueron añadiendo las cebadas y ante tal cúmulo de
solicitantes el tiempo se fue encargando de decantarnos por las preferidas.
Pasamos del exceso a la contención y de la variación a la fidelidad. Y en eso
estamos. Parece que nuestra sombra de lo que fuimos acude a nosotros como ángel
guardián cada vez que se nos es ofrecido algún nuevo intruso. Ya no estamos
para probaturas, ya cumplimos con el aprendizaje, ya no soportamos las
intromisiones. De hecho parecemos los inspectores encargados de poner en
cuestión la sabiduría del ofertante cada vez que nos sugiere alguna novedad
espirituosa. Hemos envejecido y los experimentos pertenecen al pasado o al
presente de los aprendices low cost. Y
no sólo la variedad se nos ha resumido. También la cantidad. Algunos hemos
dejado de fumar y los aromas a enebro, los taninos y las dobles maltas nos
saben a gloria. Tal punto de
espiritualidad y reposo ha precisado de descartes como si de unas últimas bazas
de la partida de póquer se tratase. Aquellas esencias que poblaban el mueble
bar y a las que nadie hacía caso han ido sucumbiendo en los sucesivos caldos
que a escasos metros la cocina solicitaba. Daba igual si el maridaje era el
adecuado o no. Se trataba, sencillamente, de dar de beber al sediento, ora pescado,
ora terrestre, y hemos cumplido con nuestra misión samaritana. Únicamente se nos resiste ese vodka de Karlovy
Vary que no hay forma de encontrarle acomodo en
ningún guiso. Creo que no insistiré más y lo reservaré a futuras visitas. Ya
veremos si a partir de su degustación seguimos siendo considerados amistades o
pasamos directamente al grupo de enemigos irreconciliables. Voy a prepararme un
gintónic, pero sin florituras; ¿Alguien quiere?
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