martes, 11 de julio de 2017


Dad de beber al sediento



Y como tal se ha de cumplir semejante misericordia desde el imperativo verbal por mandato divino. Ese trasiego hacia las papilas gustativas del líquido elemento necesita de un aprendizaje, de una evolución, de una elección, de una decisión. Así que desde aquellas mesas cubiertas de hules multicolores fuimos degustando el sabor que el vino nos legaba bajo las burbujas carbónicas que dulcificaban sus acideces. Era un ritual más que se seguía al pie de la letra. De la cooperativa a la garrafa, de la garrafa a la botella, de la botella al vaso de duralex. A los expertos se les reservaba el lucimiento del caño que la caída libre desde el porrón proporcionaba y los aprendices tomábamos buena nota. La bota quedaba para las salidas campestres y mientras tanto aguardaba paciente en la alacena. Crecimos y el vino se nos fue apareciendo con denominaciones de origen y codeándose con licores más sugerentes, más de tubo largo y helado, a los  que combinar para dar sensación de dominio. Innumerables marcas que se disputaron nuestra atención y entre las empezamos a descubrir el valor intrínseco de la copia barata dieron buena cuenta de noches festivas. Era puro trámite y la enseñanza seguía su curso. Se fueron añadiendo las cebadas y ante tal cúmulo de solicitantes el tiempo se fue encargando de decantarnos por las preferidas. Pasamos del exceso a la contención y de la variación a la fidelidad. Y en eso estamos. Parece que nuestra sombra de lo que fuimos acude a nosotros como ángel guardián cada vez que se nos es ofrecido algún nuevo intruso. Ya no estamos para probaturas, ya cumplimos con el aprendizaje, ya no soportamos las intromisiones. De hecho parecemos los inspectores encargados de poner en cuestión la sabiduría del ofertante cada vez que nos sugiere alguna novedad espirituosa. Hemos envejecido y los experimentos pertenecen al pasado o al presente de los aprendices low cost.  Y no sólo la variedad se nos ha resumido. También la cantidad. Algunos hemos dejado de fumar y los aromas a enebro, los taninos y las dobles maltas nos saben a gloria.  Tal punto de espiritualidad y reposo ha precisado de descartes como si de unas últimas bazas de la partida de póquer se tratase. Aquellas esencias que poblaban el mueble bar y a las que nadie hacía caso han ido sucumbiendo en los sucesivos caldos que a escasos metros la cocina solicitaba. Daba igual si el maridaje era el adecuado o no. Se trataba, sencillamente, de dar de beber al sediento, ora pescado, ora terrestre, y hemos cumplido con nuestra misión samaritana.  Únicamente se nos resiste ese vodka de Karlovy Vary  que no hay forma de encontrarle acomodo en ningún guiso. Creo que no insistiré más y lo reservaré a futuras visitas. Ya veremos si a partir de su degustación seguimos siendo considerados amistades o pasamos directamente al grupo de enemigos irreconciliables. Voy a prepararme un gintónic, pero sin florituras; ¿Alguien quiere?      

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