1. Isabel
Varón
Más o menos, treinta y
seis años, un mes, y cuatro días. Este es el período de tiempo que calculo que
ha pasado desde la última vez que nos vimos, que nos reímos, que nos dejamos
apuntes, que nos chivamos respuestas.
Más o menos. Y pareciera que fue un suspiro. Está igual, exactamente
igual, que la última vez. Las palas de sus dientes mantienen la distancia, los
hoyuelos de su rostro mantienen la tersura y sobre todo, por encima de todo,
eclipsándolo todo, su sonrisa. Es exactamente la misma que la catalogaba de
única. La sonrisa que derivaba tantas y tantas veces en carcajada a la más
mínima ocasión, sigue siendo suya en exclusiva. De modo que no fue nada difícil
reconocerla y en el abrazo eterno volver a recuperar todos estos años de
ausencias limadas por el cariño del recuerdo. Atropellamos instantes y, de modo
voraz, nos pusimos al día. Y lo hicimos justo en ese cruce de caminos como si
la metáfora casual quisiera venir en nuestro auxilio. Pasamos revista en un
plis plas y navegamos de la risa a la melancolía como náufragos de un tiempo
tan irrecuperable como hermoso. Volvieron anécdotas, secretos que dejaron de
serlo, apuntes extraviados, fotos memorizadas y la certeza de haber sido
afortunados a pesar de todo. Buscamos el imposible consuelo en los epitafios
del infortunio y fuimos capaces de saltarnos los stops excusándonos en la
desmemoria. Sigue igual, os lo aseguro. Generosa como nadie desde la entrega.
Interrogándose por los porqués que tantas veces no precisan respuestas.
Descolgando sobre sus hombros el bolso
joanbaezeño que la tildaba de musa de un mundo mejor. Fiel a su torre, derribó
las almenas de sus murallas para no dar la sensación de ser la soberbia dueña
de aquella a la que homenajear. Resistente convencida ante las falsas
proximidades que tras las teclas alejan más que unen, sabe, vaya que si lo
sabe, cuánto se hace de querer. Lucha por dejar al pairo a la nave que partió
sin explicación alguna en busca de otros mares, otras tormentas, otras calas.
Ella, sirena varada, sabrá elevar por encima del horizonte el faro que nace de
su mirada. De nada servirán los intentos de naufragios si ella los logra
evitar. La vida nos ha ido mostrando unas rutas que con el paso del tiempo
hemos asumido como convenientes, necesarias, inexplicables, esperanzadoras. Fue
una larga travesía, vaya que sí. Pero lo que ella ignora es que cada vez que yo
visitaba La Vega, cada vez que volvía a ver el color morado de unas ciruelas,
cada vez que el amanecer se presentaba sobre las aguas de La Playeta, ella,
Isabel, mi amiga Isabel, regresaba. Más o menos, treinta y seis años, un mes, y
cuatro días. Volvimos a reírnos, no hicieron falta respuestas chivadas, no
fueron necesarios apuntes, porque todo desde siempre supo a verdad.
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