El sorteo
Era común que todos los vecinos participasen de la esperanza
cada vez que se aproximaba el veintidós de diciembre. Conforme a sus
posibilidades, las participaciones fraccionaban monederos y multiplicaban
expectativas. Eran tiempos de recursos limitados y de sorteos menguados. El
ahínco por conseguir fortuna se basaba en principios que a día de hoy parecen
absurdas quimeras, pero que entonces, construían edificios firmes desde las
vigas de la honradez y el sacrificio. Aquel año, algo se salía del guion habitual.
Se oyeron disparos provenientes de tricornios, ajetreos de vecinos, gritos de
auxilio. Y en un horario extraño, las campanas empezaron repicar tocando a arrebato. La curiosidad
infantil que me vestía no dio importancia a las escarchas que alfombraban las
calles ni a los vahos que las madrugadoras chimeneas lanzaban al frío de la
mañana. Me asomé a la puerta y vi cómo un gentío se afanaba a la carrera hacia
la casa que ocupaba don Rogelio. Era el médico que cubría plaza y lucía cráneo rapado. Dicen que vino a
parar como producto de la represión política y con él llegaron la sabiduría y
el agrio carácter. La noche precedente, según comentaron a posteriori, el
viento caprichoso quiso refugiarse en sus estancias y a modo de invitado
descortés, descendió por la chimenea, avivó el casi extinto fuego y campó a sus
anchas. A la par, el galeno en cuestión, dormía plácidamente, quien sabe si
soñando con su París académico en el que se formó y del que trajo el
conocimiento. Lo cierto era que las revistas médicas que solían servir a Lucía
para encenderle el fuego, optaron por calentarse por sí solas y todo comenzó a
arder. No sabría decir quien fue el que dio la voz de alarma, pero tengo viva
la imagen de cómo los aguerridos valientes se aproximaron al tejado anexo, y
desde ahí, fueron deslizándose las bombonas de butano que se prestaban a
explotar. Mientras tanto, a mis espaldas, los niños de San Ildefonso,
comenzaban a enhebrar sus telares de premios que cambiarían futuros. Nadie de
mis cercanos vecinos les prestó atención. El verdadero sorteo se situaba a cien
metros y en él, no se admitían ni reintegros ni pedreas. Desde entonces, no
puedo evitar el seguir pensando en el verdadero premio, en el auténtico premio
que la vida le otorga al ser humano, El galardón de la solidaridad que tan
extraño nos resulta en estos tiempos actuales de egoísmos y engaños. Aquel año,
volvimos a consolarnos con la salud, porque la suerte pasó de lejos. O eso
creyó la suerte.
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