domingo, 21 de diciembre de 2014

de mi libro "A ciegas"


   El sorteo

Era común que todos los vecinos participasen de la esperanza cada vez que se aproximaba el veintidós de diciembre. Conforme a sus posibilidades, las participaciones fraccionaban monederos y multiplicaban expectativas. Eran tiempos de recursos limitados y de sorteos menguados. El ahínco por conseguir fortuna se basaba en principios que a día de hoy parecen absurdas quimeras, pero que entonces, construían edificios firmes desde las vigas de la honradez y el sacrificio. Aquel año, algo se salía del guion habitual. Se oyeron disparos provenientes de tricornios, ajetreos de vecinos, gritos de auxilio. Y en un horario extraño, las campanas empezaron  repicar tocando a arrebato. La curiosidad infantil que me vestía no dio importancia a las escarchas que alfombraban las calles ni a los vahos que las madrugadoras chimeneas lanzaban al frío de la mañana. Me asomé a la puerta y vi cómo un gentío se afanaba a la carrera hacia la casa que ocupaba don Rogelio. Era el médico que cubría  plaza y lucía cráneo rapado. Dicen que vino a parar como producto de la represión política y con él llegaron la sabiduría y el agrio carácter. La noche precedente, según comentaron a posteriori, el viento caprichoso quiso refugiarse en sus estancias y a modo de invitado descortés, descendió por la chimenea, avivó el casi extinto fuego y campó a sus anchas. A la par, el galeno en cuestión, dormía plácidamente, quien sabe si soñando con su París académico en el que se formó y del que trajo el conocimiento. Lo cierto era que las revistas médicas que solían servir a Lucía para encenderle el fuego, optaron por calentarse por sí solas y todo comenzó a arder. No sabría decir quien fue el que dio la voz de alarma, pero tengo viva la imagen de cómo los aguerridos valientes se aproximaron al tejado anexo, y desde ahí, fueron deslizándose las bombonas de butano que se prestaban a explotar. Mientras tanto, a mis espaldas, los niños de San Ildefonso, comenzaban a enhebrar sus telares de premios que cambiarían futuros. Nadie de mis cercanos vecinos les prestó atención. El verdadero sorteo se situaba a cien metros y en él, no se admitían ni reintegros ni pedreas. Desde entonces, no puedo evitar el seguir pensando en el verdadero premio, en el auténtico premio que la vida le otorga al ser humano, El galardón de la solidaridad que tan extraño nos resulta en estos tiempos actuales de egoísmos y engaños. Aquel año, volvimos a consolarnos con la salud, porque la suerte pasó de lejos. O eso creyó la suerte.

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