martes, 9 de diciembre de 2014


    El viejo verde

Así lucía por estampa quien acumulaba años bajo el color de su chaqueta impoluta de día festivo. Sumaba a su coquetería el sombrero de fieltro tirolés que coronaba una pluma a modo de don Juan  desde la que oteaba a la damisela que le acompañaba. Ella, acostumbrada a la renuncia,  no renunciaba al mimo con el que atusaba la comisura de aquellos labios ajados de tantos sinsabores como la vida le había deparado. Se le adivinaban a uno penurias de juventud, máuser en posición de disparo tras las trincheras y fortaleza nacida de la creencia en un futuro halagüeño. Se le presuponía a la otra, familia allende los meridianos, tajos en las venas acostumbradas a sangrar dolor y conformismo con su presente. El futuro para ambos no se escribía más allá de la soleada mañana que pespunteaba la cristalera sobre la que ejercían de maniquíes involuntarios. La diferencia de años sólo les importaba a las miradas justicieras de las semejantes a él cuando las lanzaban a modo de reproche racional. Allí se esculpían penitencias  desde los silencios que se escribían en minúsculas en los renglones torcidos del miedo al qué dirán. Quise percibir cierta dosis de envidia ante su propia falta de valentía y no pude por menos que sonreír al ver el guiño que el ojo diestro de aquella tez morena le lanzó al anciano. Hacía tanto tiempo desde el último gesto recibido que quiso culpar a su desmemoria por no culpar a la tristeza. Me sentí espía involuntario y cómplice del aplauso ante tal manifestación de sentir. Ver cuán poco importaba la certeza de la ilusión generada en uno era perdonable  desde dos mesas más atrás y no estaba dispuesto a romper el encanto del momento sonriendo socarronamente a las promotoras del aquelarre inventado. Lentamente, apurando sus platos, la agilidad de una se unió al lento caminar que un bastón ayudaba. Sacó su cartera como los galanes a la vieja usanza solían hacer y abonó la cuenta. Era feliz y se le notaba por más recriminaciones que le clavasen a sus espaldas. En un acto de arrojo y no poco esfuerzo, abrió la puerta y le cedió el paso. Una vez fuera, las trotaconventos del interior, buscaron a su dictamen el apoyo de mi  mirada. Antes de que sumasen a sus postulados mi inopinada opción les sonreí y con un simple “adorables”  zanjé la cuestión. Estoy convencido de que nada más salir empezaron a diseñarme un traje de color verde a la medida ¡Pobrecillas! 

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