El
viejo verde
Así lucía por estampa quien
acumulaba años bajo el color de su chaqueta impoluta de día festivo. Sumaba a
su coquetería el sombrero de fieltro tirolés que coronaba una pluma a modo de
don Juan desde la que oteaba a la
damisela que le acompañaba. Ella, acostumbrada a la renuncia, no renunciaba al mimo con el que atusaba la
comisura de aquellos labios ajados de tantos sinsabores como la vida le había
deparado. Se le adivinaban a uno penurias de juventud, máuser en posición de
disparo tras las trincheras y fortaleza nacida de la creencia en un futuro
halagüeño. Se le presuponía a la otra, familia allende los meridianos, tajos en
las venas acostumbradas a sangrar dolor y conformismo con su presente. El
futuro para ambos no se escribía más allá de la soleada mañana que pespunteaba
la cristalera sobre la que ejercían de maniquíes involuntarios. La diferencia
de años sólo les importaba a las miradas justicieras de las semejantes a él
cuando las lanzaban a modo de reproche racional. Allí se esculpían penitencias desde los silencios que se escribían en
minúsculas en los renglones torcidos del miedo al qué dirán. Quise percibir
cierta dosis de envidia ante su propia falta de valentía y no pude por menos
que sonreír al ver el guiño que el ojo diestro de aquella tez morena le lanzó
al anciano. Hacía tanto tiempo desde el último gesto recibido que quiso culpar
a su desmemoria por no culpar a la tristeza. Me sentí espía involuntario y
cómplice del aplauso ante tal manifestación de sentir. Ver cuán poco importaba
la certeza de la ilusión generada en uno era perdonable desde dos mesas más atrás y no estaba
dispuesto a romper el encanto del momento sonriendo socarronamente a las
promotoras del aquelarre inventado. Lentamente, apurando sus platos, la
agilidad de una se unió al lento caminar que un bastón ayudaba. Sacó su cartera
como los galanes a la vieja usanza solían hacer y abonó la cuenta. Era feliz y
se le notaba por más recriminaciones que le clavasen a sus espaldas. En un acto
de arrojo y no poco esfuerzo, abrió la puerta y le cedió el paso. Una vez
fuera, las trotaconventos del interior, buscaron a su dictamen el apoyo de
mi mirada. Antes de que sumasen a sus
postulados mi inopinada opción les sonreí y con un simple “adorables” zanjé la cuestión. Estoy convencido de que
nada más salir empezaron a diseñarme un traje de color verde a la medida
¡Pobrecillas!
Jesús (http://defrijan.bubok.es)
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