domingo, 7 de diciembre de 2014


  Yo, Quevedo Borrajo

Reconozco mi pasión por el Barroco, mi absoluta devoción por el soneto, mi mal disimulada envidia por las plumas del Siglo de Oro. Incluso reconozco y peno en mis entrañas la mediocridad nacida del intento de aprendizaje ante tanta magnificencia. Por ello, es muy sencillo hacerme caer en la trampa de la ratonera que exponga el trozo de queso ocultando la mordaza a la que me veré abocado y de la que seré reo. Daré por válida la torpeza que me viste y ni siquiera la intención del regreso a aquella época podré exhibirla como defensa. Séame impuesta la condena, y saldré purgado hacia futuras decisiones. Como mucho, y a modo de alegato final, déjeseme cerrar este autojuicio con mis sencillas observaciones por si la caridad acude al verdugo y alivia mi penitencia. Diré que el patio de butacas empezó a poblarse de vetustos seres que me dieron qué pensar. Señoras venidas con sus mejores galas incluían el infinito parloteo que en nada tenía que ver con lo que se suponía argumento de la obra. Diré que la gran cruz de la Orden de Santiago colgaba del telón a modo de advertencia de lo que estaba a punto de suceder. Diré que tras unos minutos de introducción en la historia, el señor Borrajo, supuesto enfermo de un sanatorio de artistas al que había sido dirigido por creerse Quevedo, comenzó su función. Uno, al menos yo, esperaba que adoptase el papel de don Francisco y a modo de actor diese vida al insigne haciendo valer su capacidad crítica, su sarcasmo, su puya inmisericorde hacia los intocables. Pero no. Fue justo al revés. Fue Quevedo el que dejó paso a don Moncho para que volviese a monologar. Y ahí es donde empezó la decepción. Mezclar vocablos soeces, insultos gratuitos, programas de televisión de sobremesas, familia real, caudillos difuntos, políticos presentes, mangantes de guantes blancos y negros, con constantes alusiones a su homosexualidad y a la de otros, sencillamente, sobraba. Efectivamente sobraba alguien. O Quevedo, o Moncho Borrajo o yo. Oír las carcajadas de los moños cardados basadas en bromas sobre alcaldesas, falleras, más homosexualidades, más televisivos personajes, empezaba a dejar un regusto francamente lamentable. Como lamentable resultó ser el intento por  buscar compasiones hacia temas mucho más serios como el cáncer o las dificultades actuales en la educación de los hijos. Para acabar en un monólogo como éste no era necesario vestirse de quien no eres. Rancio, resultaba ese bamboleo entre el humor demodé y la lástima. ¿Dónde estaba Quevedo? ¿Quizás las bambalinas no se percataron de su valía? ¿Nadie les anticipó la magnificencia de su obra que perdura en los tiempos? ¡Qué pena! Lo cierto y verdad, al menos para mí, fue el hecho de comprobar cómo la misma desilusión que abrió los tinteros a don Francisco en aquella época, vino a la fila siete desde la que no pude disfrutar de la ilusión generada y no cumplida. Vayan si quieren ver al cómico en su esplendor. Quédense si piensan ver al genio renacido, porque sigue componiendo sátiras desde su tumba y no creo que quiera participar de semejante farsa.           

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