Yo,
Quevedo Borrajo
Reconozco mi pasión por el
Barroco, mi absoluta devoción por el soneto, mi mal disimulada envidia por las
plumas del Siglo de Oro. Incluso reconozco y peno en mis entrañas la
mediocridad nacida del intento de aprendizaje ante tanta magnificencia. Por
ello, es muy sencillo hacerme caer en la trampa de la ratonera que exponga el
trozo de queso ocultando la mordaza a la que me veré abocado y de la que seré
reo. Daré por válida la torpeza que me viste y ni siquiera la intención del
regreso a aquella época podré exhibirla como defensa. Séame impuesta la
condena, y saldré purgado hacia futuras decisiones. Como mucho, y a modo de
alegato final, déjeseme cerrar este autojuicio con mis sencillas observaciones
por si la caridad acude al verdugo y alivia mi penitencia. Diré que el patio de
butacas empezó a poblarse de vetustos seres que me dieron qué pensar. Señoras
venidas con sus mejores galas incluían el infinito parloteo que en nada tenía
que ver con lo que se suponía argumento de la obra. Diré que la gran cruz de la
Orden de Santiago colgaba del telón a modo de advertencia de lo que estaba a
punto de suceder. Diré que tras unos minutos de introducción en la historia, el
señor Borrajo, supuesto enfermo de un sanatorio de artistas al que había sido
dirigido por creerse Quevedo, comenzó su función. Uno, al menos yo, esperaba
que adoptase el papel de don Francisco y a modo de actor diese vida al insigne
haciendo valer su capacidad crítica, su sarcasmo, su puya inmisericorde hacia
los intocables. Pero no. Fue justo al revés. Fue Quevedo el que dejó paso a don
Moncho para que volviese a monologar. Y ahí es donde empezó la decepción.
Mezclar vocablos soeces, insultos gratuitos, programas de televisión de
sobremesas, familia real, caudillos difuntos, políticos presentes, mangantes de
guantes blancos y negros, con constantes alusiones a su homosexualidad y a la
de otros, sencillamente, sobraba. Efectivamente sobraba alguien. O Quevedo, o
Moncho Borrajo o yo. Oír las carcajadas de los moños cardados basadas en bromas
sobre alcaldesas, falleras, más homosexualidades, más televisivos personajes,
empezaba a dejar un regusto francamente lamentable. Como lamentable resultó ser
el intento por buscar compasiones hacia
temas mucho más serios como el cáncer o las dificultades actuales en la educación
de los hijos. Para acabar en un monólogo como éste no era necesario vestirse de
quien no eres. Rancio, resultaba ese bamboleo entre el humor demodé y la lástima.
¿Dónde estaba Quevedo? ¿Quizás las bambalinas no se percataron de su valía? ¿Nadie
les anticipó la magnificencia de su obra que perdura en los tiempos? ¡Qué pena!
Lo cierto y verdad, al menos para mí, fue el hecho de comprobar cómo la misma
desilusión que abrió los tinteros a don Francisco en aquella época, vino a la fila
siete desde la que no pude disfrutar de la ilusión generada y no cumplida. Vayan
si quieren ver al cómico en su esplendor. Quédense si piensan ver al genio
renacido, porque sigue componiendo sátiras desde su tumba y no creo que quiera
participar de semejante farsa.
Jesús (http://defrijan.bubok.es)
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