Cyrano de Bergerac
Si algún actor era de los pocos indicados a
llevar a la pantalla al protagonista de la novela, era Gérard Depardieu. Y así
imagino que lo pensaría Edmond Rostand
cuando decidió darle vida. A su físico fornido parecían no irle demasiado bien
las dualidades de un espadachín poeta, burlón, socarronamente frívolo y
silenciosamente enamorado de su prima. Y como queriendo desviar la atención de
tal pasión escondida, haciendo gala de impetuosos arranques de furia hacia
quien osase utilizar la burla hacia su nariz exagerada y no aceptada por él
mismo. Nada más protector para el desvalido que desviar la atención hacia otro
destino que evite el escarnio que él mismo no es capaz de evitar. Y así, la
obra discurre entre los entresijos que plantea el amor entre Roxana
(prima de Cyrano) y Christian (cadete de academia en pos de ser soldado). Y aquí,
el convidado de piedra, haciendo de tripas corazón, sabiendo que jamás
alcanzará el amor de su prima, ofreciéndose a ser el vate que componga los
poemas que el afortunado electo es incapaz de escribir. Impagable la escena en
la que debajo del balcón de la alcoba de Roxana, escondido ante sus ojos, actúa
como apuntador para que Christian lance a la noche los versos prestados. Una
ambivalencia cruel en la que el fin de la dicha de la dama se impone a la
desdicha de quien es incapaz de superar su propio trauma. Mientras tanto, como
queriendo desviar la compasión, las muestras de genialidad saltando a la
pantalla en forma de envoltorios poéticos de pasteles que un obrador intenta
expandir más allá de las levaduras. Y los duelos de mosquetes en los que se
narra, o mejor, se recita a presente, el
desenlace de los mismos. Es imposible no sentirse compasivo con el personaje
principal a medida que la comedia va girando a drama y el final se aventura
doliente. Un incesante cruce de pasiones calladas, camufladas bajo plumas
manejadas por dedos ajenos se va encaminando a descubrir lo que hasta ese
momento permanecía callado. Los años han ido macerando las pasiones que se acaban recluyendo en el
convento a la espera de la visita sabatina de quien viene a remover recuerdos.
Y el final, me lo callo. Que cada cual lo intuya o si quiere que lo descubra.
Quizás en ese mismo momento comprenda que nada es más doloroso que vivir en
otros lo que uno mismo es incapaz de asumir por mucho que duela.
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