jueves, 27 de octubre de 2016

Cyrano de Bergerac


Si algún actor era de los pocos indicados a llevar a la pantalla al protagonista de la novela, era Gérard Depardieu. Y así imagino que lo pensaría  Edmond Rostand cuando decidió darle vida. A su físico fornido parecían no irle demasiado bien las dualidades de un espadachín poeta, burlón, socarronamente frívolo y silenciosamente enamorado de su prima. Y como queriendo desviar la atención de tal pasión escondida, haciendo gala de impetuosos arranques de furia hacia quien osase utilizar la burla hacia su nariz exagerada y no aceptada por él mismo. Nada más protector para el desvalido que desviar la atención hacia otro destino que evite el escarnio que él mismo no es capaz de evitar. Y así, la obra discurre entre los entresijos que plantea el amor entre Roxana (prima de Cyrano) y Christian (cadete de academia en pos de ser soldado). Y aquí, el convidado de piedra, haciendo de tripas corazón, sabiendo que jamás alcanzará el amor de su prima, ofreciéndose a ser el vate que componga los poemas que el afortunado electo es incapaz de escribir. Impagable la escena en la que debajo del balcón de la alcoba de Roxana, escondido ante sus ojos, actúa como apuntador para que Christian lance a la noche los versos prestados. Una ambivalencia cruel en la que el fin de la dicha de la dama se impone a la desdicha de quien es incapaz de superar su propio trauma. Mientras tanto, como queriendo desviar la compasión, las muestras de genialidad saltando a la pantalla en forma de envoltorios poéticos de pasteles que un obrador intenta expandir más allá de las levaduras. Y los duelos de mosquetes en los que se narra, o mejor, se recita  a presente, el desenlace de los mismos. Es imposible no sentirse compasivo con el personaje principal a medida que la comedia va girando a drama y el final se aventura doliente. Un incesante cruce de pasiones calladas, camufladas bajo plumas manejadas por dedos ajenos se va encaminando a descubrir lo que hasta ese momento permanecía callado. Los años han ido macerando  las pasiones que se acaban recluyendo en el convento a la espera de la visita sabatina de quien viene a remover recuerdos. Y el final, me lo callo. Que cada cual lo intuya o si quiere que lo descubra. Quizás en ese mismo momento comprenda que nada es más doloroso que vivir en otros lo que uno mismo es incapaz de asumir por mucho que duela. 

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