El guateque
Estoy convencido de que cuando alguno de los que
leáis el título y habéis visto la película estaréis dibujando una sonrisa
plena. Y dicha sonrisa será similar a la que a lo largo del metraje esparce sobre nuestros ojos el inigualable
actor hindú llamado Hrundi Bakshi interpretado por Peter Sellers. El primero
convertido en el más inepto de los ineptos cipayos con escasa dotes de corneta.
De nada sirven las mil interrupciones que un desolado director realiza tras las
meteduras de pata de semejante espécimen. La voladura del fortín antes de
tiempo da con sus huesos fuera del casting y los caprichos de la suerte hacen
que acabe siendo uno de los invitados por el productor del film a la fiesta en
su mansión hollywoodiense. Verlo llegar en el triciclo automotor con ese tarje
indescriptible; ver cómo uno de sus mocasines se convierte en un paquebote
sobre las aguas que recorren los salones; ver cómo esquiva a duras penas al
camarero beodo; comprobar cómo se empieza a sentir uno más en mitad de ese
ambiente sin dejar de meter la pata, no tiene precio. Y si lo tiene, se cobra
en carcajadas, y se da por bien pagado. Los sketchs se suceden a lo largo de la
noche y siempre van acompañados de los deseos de revelar la verdadera identidad
al productor y al director. El reciento se va convirtiendo poco a poco en el
decorado del auténtico desmadre y la llegada final de un elefante al que
decoran al más puro estilo hippie desencadena la apoteosis. Entre la maestría
de Blake Edwards como director y la
metamorfosis de Sellers en uno de sus brillantes papeles, consiguen que pase a
considerarse como una de las comedias más importantes de toda la historia. El director seguiría mostrando su buen
hacer en numerosas ocasiones, y Peter Sellers completaría una amplia
trayectoria de magnífico actor con obras como “Lolita”, “¿Teléfono rojo?;
Volamos hacia Moscú” o la saga de “La pantera rosa”. Polifacético como pocos, que supo amenizar aquellas navidades en
las que llegamos a rebobinar todas las noches la citada cinta hasta perder la
cuenta. El camarero borracho seguía pareciendo una copia alcoholizada de Buster
Keaton y el pollo volador seguía incrustado en la tiara de la rubia de
enfrente. Lo cierto y verdad es que nadie de los que nos reuníamos a las
tertulias posteriores a la cena quisimos sentarnos en aquel taburete que apenas
nos permitía llegar al nivel de la mesa con las narices.
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