lunes, 24 de octubre de 2016


El guateque

Estoy convencido de que cuando alguno de los que leáis el título y habéis visto la película estaréis dibujando una sonrisa plena. Y dicha sonrisa será similar a la que a lo largo del metraje  esparce sobre nuestros ojos el inigualable actor hindú llamado Hrundi Bakshi interpretado por Peter Sellers. El primero convertido en el más inepto de los ineptos cipayos con escasa dotes de corneta. De nada sirven las mil interrupciones que un desolado director realiza tras las meteduras de pata de semejante espécimen. La voladura del fortín antes de tiempo da con sus huesos fuera del casting y los caprichos de la suerte hacen que acabe siendo uno de los invitados por el productor del film a la fiesta en su mansión hollywoodiense. Verlo llegar en el triciclo automotor con ese tarje indescriptible; ver cómo uno de sus mocasines se convierte en un paquebote sobre las aguas que recorren los salones; ver cómo esquiva a duras penas al camarero beodo; comprobar cómo se empieza a sentir uno más en mitad de ese ambiente sin dejar de meter la pata, no tiene precio. Y si lo tiene, se cobra en carcajadas, y se da por bien pagado. Los sketchs se suceden a lo largo de la noche y siempre van acompañados de los deseos de revelar la verdadera identidad al productor y al director. El reciento se va convirtiendo poco a poco en el decorado del auténtico desmadre y la llegada final de un elefante al que decoran al más puro estilo hippie desencadena la apoteosis. Entre la maestría de Blake Edwards  como director y la metamorfosis de Sellers en uno de sus brillantes papeles, consiguen que pase a considerarse como una de las comedias más importantes de toda la historia. El director seguiría mostrando su buen hacer en numerosas ocasiones, y Peter Sellers completaría una amplia trayectoria de magnífico actor con obras como “Lolita”, “¿Teléfono rojo?; Volamos hacia Moscú” o la saga de “La pantera rosa”. Polifacético como pocos, que supo amenizar aquellas navidades en las que llegamos a rebobinar todas las noches la citada cinta hasta perder la cuenta. El camarero borracho seguía pareciendo una copia alcoholizada de Buster Keaton y el pollo volador seguía incrustado en la tiara de la rubia de enfrente. Lo cierto y verdad es que nadie de los que nos reuníamos a las tertulias posteriores a la cena quisimos sentarnos en aquel taburete que apenas nos permitía llegar al nivel de la mesa con las narices.   

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