martes, 4 de octubre de 2016


  1. La Olivetti

Ocupaba el rincón izquierdo del habitáculo y parapetada tras un estante de madera ejercía de contadora silenciosa. A sus pies, custodiándola, una carpeta de tomos duros  rayada guardaba para la ocasión las anotaciones del diario de bitácora desde la lentitud del paso de los días. A su flanco diestro, un molinillo manual de café esperaba turno para barnizarlo todo de aromas de Columba torrefacto a la menor ocasión. Y justo a su sombra, el papel secante y la tinta engrasadora de la cinta bicolor. Ella, cautiva de silencios, se nos ofrecía a ser la escriba de anhelos, sueños, misivas, reclamos. A través de sus teclas se fueron diseñando los papiros de papel de barba a los que duplicaban los calcos que aguardaban turno. Sabían que la mitad emprendería vuelo y la mitad descansarían doblemente perforados sobre los A-Z convenientemente numerados en la trastienda interior. Allí descansaron firmas, huellas dactilares y redacciones escrupulosas de haberes de devengos. Fueron pasando por las yemas de quienes acariciábamos los aros  metálicos las mil historias inventadas y las mil historias ciertas que daban fe de vida. Un metro más a la derecha, el manual dictador de manejos correctos rumiaba su abandono al saberse  ignorado. De nada sirvieron los esfuerzos no creíbles en adoctrinamientos dígitos. Las falanges campaban a sus anchas y para dar fluidez a los silencios, los índices se bastaban por sí solos.  Sabía que la vorágine de los tecnicismos había dictado su sentencia y sería jubilada al desván de lo prescindible. Nuevos modos, nuevas formas, venían a colonizar un territorio que fue suyo y de nada servía oponer resistencia. Intentó sin resultados que no se notase el cojeo de la Z para impedir su desahucio y de poco sirvieron sus esfuerzos. Su turno había pasado y solamente le quedaba el sabor del recuerdo para esconder sus heridas. Ayer la vi de nuevo. Asomaba la esquina crema de su impermeable y llegué a pensar que esperaba una última oportunidad. Ascendí los peldaños, la bajé con cuidado y comprobé cómo seguían tatuados en su cilindro los jeroglíficos del ayer. Le pedí permiso y midiendo las pausas reiniciamos un camino que creía olvidado. Supo acomodarse a un papel distinto y echando de menos al conglomerado que la sirviera de apoyo, fingió su dolor y calló su pena. El desteñido de las letras sabía a canas y en un último esfuerzo fue capaz de impedir que la Z se quedase anclada como hiciese en vida.  



Jesús(defrijan)         

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