La hoguera de las vanidades
Podría catalogarse a Tom Wolfe de cirujano social
al acabar de leer su novela. De una sociedad situada en los últimos pisos de
los rascacielos desde los que mover las cuerdas de las marionetas en pos del
beneficio propio. De esa sociedad que vive confortablemente en medio del lujo
sin otro horizonte que sus propios anhelos e intereses. Y así, el autor disecciona de tal modo a cada uno de los personajes
de la misma que es entonces cuando empiezas a descubrir, si es que no lo habías
intuido antes, el auténtico precio a pagar por conseguir ver cumplido el sueño
americano. Un cruce incesante de ambiciones que parten de la casualidad adversa
nacida de la causalidad nimia. Un reto entre los dueños del dinero vestidos de
alharacas y oropeles que viven en la permanente angustia de verse despojados de él y sometidos a la más
abyecta de las miserias cínicas. Y todo por el capricho de la anécdota que lleva a los protagonistas a dar con sus pieles,
literal y metafóricamente hablando, en el barrio que no les corresponde y que
sin embargo temen. Un accidente evitable que desencadena un imparable tobogán
de ambiciones en aquellos que se van acercando como buitres a sacar tajada de
los despojos que se presumen y avecinan.
El lector se sitúa en el palco de honor de un anfiteatro por el que verá pasar a
los gladiadores de una sociedad que solamente admite triunfos y que penaliza
con el olvido y rechazo a quienes no lo alcanzan. Tu posición a favor o en contra
de los actores irá fluctuando a medida que vayas descubriendo los temores que intenta disimular el poderoso o las
dobles morales de aquellos que se las dan de factótums supremos de una sociedad
como la neoyorquina y por ende capitalista en grado extremo. Ambiciones de todo
tipo que no repararán en pisotear a quien
les obstaculice el camino hacia la gloria. Miserias mal disimuladas que logran
trazar una interrogante sobre el empeño en que veas como ciertas las creencias
de una sociedad cuyo único fin es estar con los iguales; eso sí, en el pedestal
destinado a los iguales, muy por encima de los que son iguales a otros
desiguales a ti. Y con todo ello, el regusto amargo de saber que costará
demasiado tiempo, demasiado esfuerzo y demasiado caro, encontrar una solución. Únicamente
necesitarás que pasen un par de decenios para darte cuenta de que Wolfe no fue
únicamente un escritor de pluma sarcástica cuando concluyó su obra; más bien fue
un profeta de lo que llegaste a comprobar con tus propios ojos y sigues sintiéndote
como un tronco más de una hoguera de vanidades que arderá para que otros se
acaben calentando con tu propia cremación.
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