Tratado lógico-filosófico
Cada edad tiene sus lecturas y cada momento de la vida se
te ofrece como una ventana abierta por las que dejarlas entrar. Quizás por eso
es mejor el consejo de leer que la imposición de hacerlo cuando tu puesto te
faculta a ello. Pero cuando ni una ni otra opción aparece y es la provocación a
modo de reto de un amigo la que te lleva a aceptarla, aquí sí, aquí te juegas
tu propia cordura. De modo que adquieres el “Tratado lógico-filosófico” de Ludwig Wittgestein pensado en descubrir los
entresijos del pensamiento y a las dos primeras páginas solicitas árnica para
tus neuronas porque todo aquello se te escapa. Te has dejado arrastrar por una
noria cuyos cangilones te escupen a la cara tu poca formación y avergonzado
dejas en el último rincón del baúl de lo imposible a la edición de bolsillo. El
tiempo hace que te vayas olvidando de ello, del autor y puede que recobres el
seso. Hasta que una tarde anodina, como suelen ser la mayoría de las tardes de
otoño, escuchas de labios ajenos la vida del autor que tantas dudas te dejó. Y
compruebas cómo Wittgestein impartió clases en una época y en un entorno en el
que las normas ni se discutían ni se desobedecían. Cruces gamadas que abrieron
escuelas para perpetuar la aridez de la superioridad de la que hicieron santo y
seña muchos docentes. Sigues su curso vital y observas que cruzó el océano y se
situó en la tierra de las oportunidades para seguir impartiendo clases. Oyes
que el paso de los cursos le proporcionó un insomnio permanente y crees que el
propio estrés que acumula el oficio fue el causante. Percibes cómo busca ayuda
sobre un diván y tras múltiples sesiones, le es recomendado un viaje de vuelta
a aquellos valles austríacos, a aquella localidad en la que impartió disciplina
de modo tan cruel que viene a ser la causa de su arrepentimiento interior. Poco
importa ya si aquel libro que dejaste a medias sigue dormitando. Acaba de
aparecer la víctima de sí mismo que debe buscar redención en aquellos de los
que fue verdugo. Y sientes lástima. Y compruebas que regresa, aldabona las puertas y unos adultos que fueron sus
discípulos, observan a un anciano que les suena familiar. Ven que hinca sus
rodillas en el escalón previo al umbral de la casa y cabizbajo les pide perdón.
Y penas con él el hecho mismo de ver cómo no se le ha sido concedido. Intentas
calibrar el daño que fue capaz de infringir y le sientes perdido al no recibir
la penitencia. Entonces te das cuenta de que
ha llegado el momento de rebuscar en el baúl aquello que dejaste y , al
menos por caridad a los años , reemprender la lectura y ser comprensivo con
aquel ser que murió atormentado.
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