miércoles, 21 de diciembre de 2016

Tratado lógico-filosófico 


Cada edad tiene sus lecturas y cada momento de la vida se te ofrece como una ventana abierta por las que dejarlas entrar. Quizás por eso es mejor el consejo de leer que la imposición de hacerlo cuando tu puesto te faculta a ello. Pero cuando ni una ni otra opción aparece y es la provocación a modo de reto de un amigo la que te lleva a aceptarla, aquí sí, aquí te juegas tu propia cordura. De modo que adquieres el “Tratado lógico-filosófico” de  Ludwig Wittgestein pensado en descubrir los entresijos del pensamiento y a las dos primeras páginas solicitas árnica para tus neuronas porque todo aquello se te escapa. Te has dejado arrastrar por una noria cuyos cangilones te escupen a la cara tu poca formación y avergonzado dejas en el último rincón del baúl de lo imposible a la edición de bolsillo. El tiempo hace que te vayas olvidando de ello, del autor y puede que recobres el seso. Hasta que una tarde anodina, como suelen ser la mayoría de las tardes de otoño, escuchas de labios ajenos la vida del autor que tantas dudas te dejó. Y compruebas cómo Wittgestein impartió clases en una época y en un entorno en el que las normas ni se discutían ni se desobedecían. Cruces gamadas que abrieron escuelas para perpetuar la aridez de la superioridad de la que hicieron santo y seña muchos docentes. Sigues su curso vital y observas que cruzó el océano y se situó en la tierra de las oportunidades para seguir impartiendo clases. Oyes que el paso de los cursos le proporcionó un insomnio permanente y crees que el propio estrés que acumula el oficio fue el causante. Percibes cómo busca ayuda sobre un diván y tras múltiples sesiones, le es recomendado un viaje de vuelta a aquellos valles austríacos, a aquella localidad en la que impartió disciplina de modo tan cruel que viene a ser la causa de su arrepentimiento interior. Poco importa ya si aquel libro que dejaste a medias sigue dormitando. Acaba de aparecer la víctima de sí mismo que debe buscar redención en aquellos de los que fue verdugo. Y sientes lástima. Y compruebas que regresa, aldabona  las puertas y unos adultos que fueron sus discípulos, observan a un anciano que les suena familiar. Ven que hinca sus rodillas en el escalón previo al umbral de la casa y cabizbajo les pide perdón. Y penas con él el hecho mismo de ver cómo no se le ha sido concedido. Intentas calibrar el daño que fue capaz de infringir y le sientes perdido al no recibir la penitencia. Entonces te das cuenta de que  ha llegado el momento de rebuscar en el baúl aquello que dejaste y , al menos por caridad a los años , reemprender la lectura y ser comprensivo con aquel ser que murió atormentado. 

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