Un Quijote embrujado
Este señor, llamado Rafael Álvarez, efectivamente
es un Brujo. Y a nada que te descuides, con nada que te distraigas, acabas
cayendo en las redes de sus aquelarres o en la marmita de su sapiencia desde la
que te cocinará a su antojo para hacer de ti tu propia pócima. Por eso lo mejor
de todo es ir a presenciar su actuación sabiendo a lo que vas, y así evitarte
sorpresas al acabar la obra. Tranquilo, no tardará mucho en moverte a su antojo
en las olas del vocabulario nacida en el océano del clasicismo. En esta
ocasión, tú, infeliz sabihondo, creerás que sabías lo que el Quijote encierra
entre sus múltiples lecturas; creerás que desde el escenario se corroborarán
tus ínfulas doctas y con ello sacarás pecho una vez más; creerás que las
metáforas las conoces al dedillo y que tu nivel es parejo al del brujo que te
distrae; y poco a poco te verás envuelto en un ir y regresar de la actualidad
al inicio del Barroco sin apenas ser consciente de ello. Reirás al comprobar el
hilo argumental de este marionetista que los mueve a su antojo haciéndote creer
que tú lo sabías. De dos libros y una rosa blanca extraerá las virtudes que
tantas veces el ser humano encarcela para que no le tomen por débil y con ello
vulnerable. Hablará de la misericordia cabalística desnudando prejuicios que
dabas por no existentes y comprobarás de su mano las infames muestras que la
historia repite para hacerlas eternas. Todo irá discurriendo entre las tabernas
sanluqueñas a las que la referencia paterna viste de tabernáculo del saber.
Llevará a don Alonso Quijano de aquí para allá abriéndose caminos y espacios
entre la ignorancia del poderoso. Llegará un momento en que ya no sabes si tu
papel es el de rocín o el de consejero cabal del caballero y te dejarás
arrastrar a este fin inesperado. Porque efectivamente, es tan inesperado como
imprevisible. Más allá de la reflexión aderezada con sarcasmos este genio de la
escena ha sabido convertirte de nuevo en el devoto admirador que ya eras, por
si tenías dudas. Sólo te quedará comprobar si el final del capítulo vigésimo
octavo de la primera parte de la novela en cuestión, responde a lo manifestado
por él, o se lo ha inventado, o es lo único que ha leído de la obra y de ahí ha
sacado la hebra del monólogo. Dará igual; tampoco es necesario demostrar
credenciales cuando tú mismo eres testigo de semejante testamento teatral. No
me preguntéis por el argumento de lo presenciado; simplemente acudid y
extraedlo vosotros mismos; puede que en definitiva no sea lo más
importante.
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