Telenovelas
En infinidad de ocasiones los textos buscan ayuda
en las imágenes para hacerse más llevaderos. Es como si la fotografía mejor o peor ejecutada viniese
a pulir los defectos de forma de la letra impresa en bocadillos a modo de
cómic. Así eran habituales en las peluquerías de los sesenta los impagables
folletines de Corín Tellado entre cuyas páginas se esparcía el olor a Mirurgia
y la laca de turno. Obviamente, tuvieron
su receso, hasta que la televisión decidió reinventarlas con acento
venezolano. Y aquí se abrió la veda para ver al rico llorar, a la amante verse
despechada, al galán probando suerte….De modo que ante la incógnita de la
aceptación popular flotaron por las ondas hertzianas en horario matinal,
imagino yo, que a la espera de que pitase la válvula de la olla en la cocina
próxima. Ya las radionovelas de las sobremesas habían dejado hueco y era el
momento de ver lo que hasta entonces solo se había escuchado. Y fue tal el
éxito que expandieron cupos y pensaron que lo ideal sería aparecer sobre las
seiscientas veinticinco líneas del sistema pal a la hora del café. Cristal, se
llevó la palma y no hubo vecina que dejase de seguir las dichas e infortunios
de los protagonistas que por lo visto eran pareja en la vida real. Todo
ordenado en una época en la que el orden era considerado imprescindible. No
obstante, la fortuna quiso aquella tarde jugar en contra del guion correspondiente.
Se fue la luz en casa de Sacramentos y ahí empezó la telenovela viva, racial,
autóctona, creíble. Cerró su puerta, descendió las escaleras y entró en el bar.
El retumbar de los nudillos cantores de cuarenta en bastos alternaba con el
tintineo de las fichas bicolores del dominó y ninguno de los presentes prestaba
atención a la pequeña pantalla. Pasó, se
situó frente a las veinte pulgadas y sintiendo que los diálogos eran
diluidos por el rugir varonil sobre tapetes y mesas de mármol, se giró. Y cual
Juana de Arco reclamó para sí el silencio imprescindible con el que seguir el
inacabable argumento del culebrón. Todos callaron. Los tapetes fueron
acariciados, los mármoles pulidos y nadie se atrevió a volver a alzar la voz.
Ni siquiera el dueño se atrevió a pasar por el fregadero las tazas y platos
finiquitados. El mutismo fue tal que el volumen tuvo que descender a niveles
impensables en aquel lugar de reunión todavía recordado. Quedaba patente que
las protagonistas de allende el océano deberían tomar nota para actuar en
consecuencia frente al varón llegado el caso. Poco más de una hora después las
notas de “mi vida eres tú” surcaban las volutas del tabaco consumido y daban
por concluido el mejor capítulo jamás presenciado de una telenovela en vivo.
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