martes, 20 de diciembre de 2016

La semilla del diablo


Nunca una película me provocó más inquietud que ésta dirigida por Polanski. Y próximo a cumplirse su medio siglo de vida, me la sigue provocando. Ver cómo una joven pareja se muda a un apartamento cercano a Central Park y observar a unos vecinos maduros ejerciendo de maestros de ceremonias ante ellos y sus inseguridades, te hace creer que el auxilio de la experiencia que dan los años, vendrá a socorrerlos. Él, en su denodado intento de alcanzar fama como actor, de dejará embaucar, no sé si conocedor o no de las artimañas de los joviales ancianos. La ambigüedad juega a hacerte creer que quizás el precio lo conoce o no, y que la joven esposa, llevada por su amor, se deja hacer. Hasta el punto en que la atmósfera se va haciendo irrespirablemente tensa y parece que quisieras gritarles a la cara que no se dejen llevar. Poco a poco el resto de los adoradores de Lucifer se abren hueco y ocupan su papel en esta especie de sala de ginecología vestida de negro. Y todo discurre hacia el nacimiento del heredero del mal que ha tomado prestado un cuerpo para hacerse presente. Dicho así, parece que es un argumento ya visto en alguna otra ocasión. No hay ni una sola escena sanguinolenta y parecería que el fin justifica los medios. Pero al pasar de los meses, la realidad vuelve a superar ampliamente a la ficción como si una segunda parte no rodada pidiese protagonismo. Allí, sobre el escenario de la mansión habitada por Polanski, su hermosísima esposa Sharon Tate, es sacrificada junto a otros invitados a la fiesta. Como si los adoradores del diablo capitaneados por Charles Manson buscasen venganza por haber sacado a la luz las verdades de los aquelarres demoníacos, dan buena cuenta de todos ellos, incluido el bebé que esperaba Sharon.  El director se libró por estar ausente y quiero pensar que todavía rumia en su interior la decisión de rodar aquella película. ¿Quién sabe si se encontró con un epílogo que no contenía el guion original? De lo que no me cabe duda alguna es del olor a azufre no ha dejado de flotar sobre las paredes del edificio Dakota de Nueva York y así puedo constatarlo de primera mano. Allí se rodaron planos del film y a sus puertas dejó de existir John Lennon. Que cada cual saque sus conclusiones, deje o tome el escepticismo, crea o deje de creer en el mal; pero que no se prive de ver esta magnífica obra y después intente dormir con la luz de la mesita apagada. 

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