miércoles, 29 de marzo de 2017

Don Emigdio


Recuerdo perfectamente aquella mañana del mes de Mayo del sesenta y tres. Estaba jugando entre sol y sombra en un charco que las últimas lluvias habían dejado en la curva de Benita y acudí presto a la llamada de mi padre. Tras un babero amarillo con soldaditos bordados mis cinco años e encaminaron hacia la escuela y allí estaba don Emilio. Sí, ya sé, con el tiempo supimos que su nombre era Emigdio pero la cacofonía popular decidió el cambio y así pervivió durante todos los años venideros. Era y sigue siendo la viva imagen del equilibrio y en base al mismo fueron decantándose de sus lecciones los aprendizajes que nos iniciaron en el conocimiento. Las sucesivas materias que todo buen maestro debía y debe dominar partían de un principio fundamental que consistía en la asunción de responsabilidades de puertas hacia fuera y de puertas hacia adentro suficientemente delimitadas. En casa se nos educaba y en la clase se nos enseñaba. Sí, ya sé, más de uno pensará que aquella pedagogía quedó obsoleta y que los nuevos tiempos no la echan de menos. Quizás es porque no tuvieron la suerte de conocer al maestro con mayúsculas que conseguía desde la escasez de recursos sacar de nosotros lo mejor. Y nada se ponía en cuestión cuando aquel cerebro que escondía el corte a navaja sacaba a la pizarra las lecciones precisas. Ni nadie ponía en tela de juicio si la división kilométrica que compartíamos a través de la tiza cara a los demás era antipedagógica o no. Ni a nadie le extrañaba ver a don Emilio almorzar su consabido bocata de tortilla francesa que Ascensión le preparaba al tiempo que se tomaba su quinto de cerveza o encendía su celtas cortos. Eran tiempos en los que lo imprescindible se llevaba a cabo y lo superfluo carecía de hueco. Allí, tras sus directrices, se rotularon eucaristías para cumplir con el dogma, se mezclaron leches en polvo para ayudar al crecimiento y las enciclopedias se sucedieron de modo continuo y certero. El consejo acertado, la decisión justa, el castigo pertinente que más le dolía a él que a los culpados, fueron dejando un poso que todavía perdura. Aquel veinteañero que llegó a Enguídanos consiguió que Enguídanos le abriese su corazón y así lo sigue teniendo. Su crecimiento como docente fue parejo al nuestro como pupilos y todo cobró sentido. Ayer, el azar quiso que nos volviésemos a ver. Con él paseaba su sangre y la mirada volvió a delatarlo. Sigue siendo aquel referente que tanta huella dejó. La memoria no lo ha abandonado y si alguna vez lo hiciera tendrá la seguridad de que la nuestra lo mantendrá vivo.  Si alguna vez tenéis la fortuna de cruzaros con él, disfrutad del momento. Ya veréis cómo vuelve a daros una lección de vida como sólo los buenos maestros son capaces de plantear sin que el alumno pueda resistirse a ella.    

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