Don Emigdio
Recuerdo perfectamente aquella mañana del mes de Mayo del sesenta y tres.
Estaba jugando entre sol y sombra en un charco que las últimas lluvias habían
dejado en la curva de Benita y acudí presto a la llamada de mi padre. Tras un
babero amarillo con soldaditos bordados mis cinco años e encaminaron hacia la
escuela y allí estaba don Emilio. Sí, ya sé, con el tiempo supimos que su
nombre era Emigdio pero la cacofonía popular decidió el cambio y así pervivió
durante todos los años venideros. Era y sigue siendo la viva imagen del
equilibrio y en base al mismo fueron decantándose de sus lecciones los
aprendizajes que nos iniciaron en el conocimiento. Las sucesivas materias que
todo buen maestro debía y debe dominar partían de un principio fundamental que
consistía en la asunción de responsabilidades de puertas hacia fuera y de
puertas hacia adentro suficientemente delimitadas. En casa se nos educaba y en
la clase se nos enseñaba. Sí, ya sé, más de uno pensará que aquella pedagogía
quedó obsoleta y que los nuevos tiempos no la echan de menos. Quizás es porque
no tuvieron la suerte de conocer al maestro con mayúsculas que conseguía desde
la escasez de recursos sacar de nosotros lo mejor. Y nada se ponía en cuestión
cuando aquel cerebro que escondía el corte a navaja sacaba a la pizarra las
lecciones precisas. Ni nadie ponía en tela de juicio si la división kilométrica
que compartíamos a través de la tiza cara a los demás era antipedagógica o no.
Ni a nadie le extrañaba ver a don Emilio almorzar su consabido bocata de
tortilla francesa que Ascensión le preparaba al tiempo que se tomaba su quinto
de cerveza o encendía su celtas cortos. Eran tiempos en los que lo
imprescindible se llevaba a cabo y lo superfluo carecía de hueco. Allí, tras
sus directrices, se rotularon eucaristías para cumplir con el dogma, se
mezclaron leches en polvo para ayudar al crecimiento y las enciclopedias se
sucedieron de modo continuo y certero. El consejo acertado, la decisión justa,
el castigo pertinente que más le dolía a él que a los culpados, fueron dejando
un poso que todavía perdura. Aquel veinteañero que llegó a Enguídanos consiguió
que Enguídanos le abriese su corazón y así lo sigue teniendo. Su crecimiento
como docente fue parejo al nuestro como pupilos y todo cobró sentido. Ayer, el
azar quiso que nos volviésemos a ver. Con él paseaba su sangre y la mirada volvió
a delatarlo. Sigue siendo aquel referente que tanta huella dejó. La memoria no
lo ha abandonado y si alguna vez lo hiciera tendrá la seguridad de que la
nuestra lo mantendrá vivo. Si alguna vez
tenéis la fortuna de cruzaros con él, disfrutad del momento. Ya veréis cómo
vuelve a daros una lección de vida como sólo los buenos maestros son capaces de
plantear sin que el alumno pueda resistirse a ella.
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